Título original: Le cahier rouge
Benjamin Constant, 1907
Traducción: Manuel Arranz
Prólogo y cronología: Manuel Arranz
Diseño de cubierta: Editorial Periférica
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Prólogo
Constant el Inconstante
Sola inconstantia constants
Lo mismo que otros famosos cuadernos de la historia deben sus nombres al color de las tapas de los cuadernos en que fueron escritos sus respectivos manuscritos, El cuaderno rojo de Benjamin Constant se lo debe al color de las suyas. Constant, sin embargo, había puesto un título clásico a su manuscrito: Ma vie. Pero puesto que ni lo publicó en vida, pues al parecer pensaba continuarlo o utilizarlo para otros fines (y en cualquier caso lo abandonó, reclamado tal vez por sus obras políticas o, sencillamente, cansado de él), la baronesa Charlotte de Constant, a quien fue a parar finalmente el manuscrito, y a la que debemos la primera edición del mismo en fecha tan tardía como 1907, prefirió el título, sin duda más enigmático y atractivo, de El cuaderno rojo. A fin de cuentas, ya había muchas Ma vie en aquella época, pero El cuaderno rojo era todavía un título original. Las diferencias entre aquella primera edición, que publicaría Calmann-Lévy en un pequeño volumen, poco después de haber aparecido en dos entregas ese mismo año en la famosa Revue des Deux Mondes, y el manuscrito original (ciento dieciocho folios escritos a mano por el propio Benjamin Constant) son numerosas, aunque no sustanciales.
Constant escribió El cuaderno rojo cuando tenía ya cuarenta y cuatro años, en 1811, como precisa en un pasaje del mismo, y a juzgar por todos los indicios del manuscrito lo retocó posteriormente, y es posible incluso que lo reescribiera por completo. Para entonces ya se había casado dos veces, la segunda en secreto, seguramente por temor a Madame de Staël, con quien seguía manteniendo una tortuosa relación, después de que ésta hubiese rechazado años atrás su proposición de matrimonio. Había escrito ya el Adolphe, y ese mismo año, si no antes, comenzaría Cécile, por limitarnos a sus obras más autobiográficas (Alfred Roulin ha apuntado la hipótesis de que tal vez las páginas de El cuaderno rojo fuesen originalmente las de los primeros capítulos de Adolphe, desechados por Constant).
El relato de El cuaderno rojo abarca los primeros veinte años del autor, de 1767 a 1787, y más de la mitad del mismo está dedicado al último año, en el que se interrumpe de forma un tanto abrupta. Por lo que sabemos de su vida, tanto a través de los relatos de sus contemporáneos como de su copiosa correspondencia y Diario íntimo, el Benjamin Constant maduro no fue muy diferente del joven que aparece retratado aquí. Impulsivo, ingenuo, caprichoso, tímido, temerario, voluble, apasionado, indeciso, decidido, intrigante; en fin, una lista interminable de atributos contradictorios que hicieron de él un personaje singular, adorable para algunos, generalmente algunas, y aborrecible para otros, como suele ser casi siempre el caso de los temperamentos que mezclan la vehemencia con la indolencia en dosis similares. Hombres que, dicho en otras palabras, logran convertir sus peores vicios en sus mejores virtudes. Constant el Inconstante se llamaba a sí mismo con humor, otro rasgo éste de su compleja y contradictoria personalidad. Émile Faguet, en la célebre semblanza que hiciera de él, lo resume todavía mejor: «Un liberal que no es optimista, un escéptico dogmático, un hombre sin ningún sentimiento religioso que se pasa la vida escribiendo sobre la religión, un hombre de moralidad muy lasa que basa todo su sistema político en el respeto a la ley moral; y, además, un hombre de una maravillosa rectitud de pensamiento y una conducta más que dudosa (…) nunca supo lo que quería, pero siempre supo lo que pensaba».
El carácter autobiográfico de El cuaderno rojo está fuera de toda duda, y la mayoría de los hechos que relata se han podido documentar, aunque su valor no resida únicamente ahí. Charles Du Bos dijo de él que era «una obra maestra que en el género del retrato autobiográfico no tenía igual», y a pesar del tiempo transcurrido y de la proliferación de vidas y cuadernos de todos los colores, literarios y no literarios, que han aparecido y desaparecido desde entonces, El cuaderno rojo sigue conservando toda su frescura. Si tuviéramos que decir por qué, no nos iba a ser fácil. El perdurar en el tiempo es una cualidad de los clásicos, y al final no sabemos nunca si perduran porque son clásicos, o si son clásicos porque perduran. Posiblemente las dos cosas sean la misma. Pero sí podemos decir que hay algunas cualidades por las que se reconoce a los clásicos, y entre ellas no es la menor la observación inteligente y sincera del alma humana y de las fragilidades y contradicciones del hombre, que en el caso de Constant, como hemos dicho, no eran precisamente pocas. Éste era incapaz de disfrazar sus sentimientos, incluso cuando éstos no le favorecían. La sinceridad fue quizás su cualidad más alta, y su Adolphe o su Diario íntimo son la mejor prueba de ello. No es ésta una cualidad estrictamente literaria, evidentemente, pero sí la cualidad con la que se hace la buena literatura, la única literatura, incluso diría yo, pues la otra es indigna de ese nombre. Y, respecto a las cualidades propiamente literarias, en Constant podríamos decir que se daban por añadidura, a pesar, o quizás por eso mismo, de que nunca estuvo satisfecho de su obra, lo mismo que no lo estuvo de su vida. Y si bien es cierto que en ambos casos podía haber mucho de pose, tenemos que reconocer también que la insatisfacción y la inseguridad eran lo que le daba vuelo. De hecho, no otro fue el origen de sus éxitos y fracasos más rotundos en la vida.
Constant, en sus obras que consideró menores, y a las que dedicó mucho menos tiempo y estudio (las mencionadas Adolphe, Cécile, El cuaderno rojo, y posiblemente también su Diario íntimo y su abundantísima correspondencia, casi toda ella con mujeres), pues las mayores fueron para él las políticas y las religiosas, consiguió precisamente sus logros más imperecederos y universales. Esto es algo que ha sucedido con frecuencia en la historia de la literatura y que tiene su profunda razón de ser. No es una regla absoluta, pero las obras menores, las que se escapan de la pluma por así decirlo, suelen ser producto del genio, mientras que las mayores lo son del trabajo y del estudio. O si lo prefieren, mientras unas son producto del sentimiento, las otras lo son de la razón. Y, al contrario de lo que se dice a menudo, los sentimientos son imperecederos, mientras que la razón no lo es. Quince días dedicó a la composición inicial del Adolphe, y quince años a una apología del sentimiento religioso. (Seguramente fueron bastantes más de quince días, pues aunque la frase está en su Diario íntimo, Constant era muy dado a exagerar). Yo creo que si hay un caso en la literatura que pueda ilustrar la famosa, y seguramente falsa, dicotomía entre obras de la razón y obras del corazón, es precisamente el suyo. Por eso tal vez nunca dejó de amar a todas las mujeres que pasaron por su vida, que no fueron pocas, y nunca dio una relación por terminada. Eran, la mayoría de aquellas mujeres, cultas e inteligentes, generalmente mayores que él, y generalmente también casadas, y cuando les faltaba alguna de estas virtudes, la suplían con la belleza. La mayoría también mantenía un salón donde se rendía culto a la conversación, se leía, se escuchaba música, e incluso se conspiraba entre galanteo y galanteo. En
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