Italo Calvino. El escritor que quiso ser invisible
Calvino ocupa un espacio literario más o menos al este de Borges y al oeste de Nabokov.
Nunca se sabía sobre qué rama del inmenso árbol de la vida hacía su nido.
He vivido los primeros veinticinco años (o casi) de mi vida dentro de un paisaje. Sin salir nunca. Es un paisaje que no puedo perder más, porque sólo lo que existe enteramente en la memoria es definitivo. Después he vivido veinticinco años (o casi) en medio del papel impreso: dondequiera que me encuentro, me rodea un paisaje ininterrumpido de papel.
Introducción
Corrían los años ochenta del siglo pasado cuando leí por primera vez a Italo Calvino. El libro inaugural fue El barón rampante en la edición de Bruguera de 1979, en cuya cubierta el protagonista, ataviado con un traje de época de intenso colorido, parece descansar acodado en las ramas de un árbol. Por entonces yo conocía algo del cine neorrealista, pero, excepto Los Malavoglia de Giovanni Verga y El gatopardo de Lampedusa, a los que había llegado a través de las versiones cinematográficas de Luchino Visconti, estaba bien ayuno de literatura italiana. La novela de Calvino resultó tan extraordinaria revelación, que desde entonces la imagen de Cosimo Piovasco me ha acompañado como una perla de la literatura fantástica, encarnada a menudo para mí en la escena de Amarcord de Fellini en la que el loco tío Teo se niega a bajar del árbol exigiendo a gritos que le lleven «¡una donnaaa!». Del barón pasé a las otras dos novelas del ciclo heráldico-fantástico, El vizconde demediado y El caballero inexistente, y mi admiración fue creciendo hasta culminar en la lectura de Las ciudades invisibles, que estimo su libro más bello, y Seis propuestas para el nuevo milenio, el más trascendente.
La recepción de Calvino en España en esa década pasaba por el que quizá fue su mejor momento. Recordemos la participación del escritor en dos actos literarios de repercusión mediática. Si el primero, celebrado en Barcelona en 1980, evidenciaba su relación con el editor Carlos Barral, en el encuentro de literatura fantástica de Sevilla de 1984 su presencia junto a Borges estimuló el interés de muchos lectores españoles. Entre una y otra fecha, la joven editorial Siruela iniciaba la encomiable labor de difundir toda su obra en castellano.
Sin embargo, ¿hasta qué punto es conocido hoy en España el escritor del siglo XX más estudiado en Italia? ¿Cuántos lectores han leído sus cuentos o los libros de su etapa más experimental, como Las cosmicómicas o Si una noche de invierno un viajero? La pertinencia de estas cuestiones quedó justificada cuando incluso algunos escritores amigos, lectores doctos y exigentes, me confesaron que sólo habían leído uno, dos o, a lo sumo, tres libros suyos, entre los que solían estar los títulos que a mí me sirvieron de iniciación.
Escribir una biografía de Italo Calvino es traicionar de algún modo su idea, a menudo repetida en sus cartas y entrevistas, de que la vida de un escritor no tiene importancia, pues lo sustancial es su obra. Y es que siempre tuvo una relación compleja –«neurótica» escribió– con la biografía. Rechazaba las concesiones fáciles a la nostalgia y al sentimentalismo, la complacencia narcisista. Llegó a afirmar que su única biografía posible era política y donde la política terminaba, no quedaba nada que contar. Esta negación de la memoria emotiva se explica por razones de preferencia literaria, pero también por su carácter introvertido, discreto y pudoroso, el mismo que convertía en un martirio para él el acto de hablar en público; más aún si debía hacerlo improvisando, porque la inmediatez de la expresión oral, a diferencia de la escritura, no le permitía enmendar si se equivocaba o no quedaba satisfecho. Se sentía mejor lejos de las miradas, al margen de los focos. Le gustaba presentar su vida en París como el retiro voluntario de un ermitaño. Fue su deseo en aquellos años ser un escritor invisible, como sus bellas ciudades con nombre de mujer.
Pero esta relación era ambivalente, una suerte de atracción-repulsión, ya que nos ha dejado escritos de índole autobiográfica tanto en entrevistas y cuestionarios como en textos narrativos. Algunas de estas páginas fueron publicadas en vida de Calvino y otras se editaron de forma póstuma. Con todo, pasado el tiempo, el escritor soportaría mal las incursiones de su primera novela y sus primeros relatos en el terreno de lo personal. El título La memoria difícil bajo el que agrupó esos relatos en la edición de I racconti de 1958 indica que ya los miraba de reojo. Ahora bien, a medida que se hacía mayor sentía la necesidad de recuperar la memoria, de modo que hasta el final de sus días albergó la idea de escribir un libro autobiográfico que recogiera algunos periodos de su infancia y juventud, especialmente los meses de lucha partisana, así como la vida aventurera de su padre.
Calvino vivió y creció como escritor en cuatro ciudades, San Remo, Turín, Roma y París, en un período de la historia de Europa del siglo XX sacudido por cambios trascendentales: el ventenio fascista, la Segunda Guerra Mundial, la posguerra, la Guerra Fría, la llegada del hombre a la Luna, el Mayo del 68, los inicios de la era de la informática. No llegó a conocer, en cambio, ni la caída del Muro de Berlín ni la disolución de la Unión Soviética, el alma de un modelo de sociedad que había admirado sinceramente siendo joven. Como consecuencia de la guerra y sus secuelas en Italia, en su juventud sintió el impulso de escribir para que la literatura contribuyese a la creación de una nueva sociedad. Formaba parte de una generación que creía en la literatura como presencia activa en la historia. Asumía, pues, el papel del intelectual comprometido. A partir de su desencanto político, este impulso fue debilitándose paulatinamente, a la vez que se acentuaba su mirada de perplejidad sistemática, su asombro constante ante lo múltiple, lo intrincado y lo relativo de un mundo que intentaba comprender desde la literatura. Como reconocerían sus amigos, según pasaban los años su carácter ingenioso e irónico se tornaba reflexivo, taciturno y solitario. Había virado del compromiso político con la historia hacia una dialéctica con el Universo, cuyo caos, reflejado en la vida del ser humano, tal vez pudiese corregirse y ordenarse a través de la literatura. Iba sin descanso en pos de la armonía porque percibía el caos por doquiera. Por eso quedó fascinado por el utopista Charles Fourier. Secuenciar, distribuir, trazar campos geométricos... en definitiva hacer taxonomía que permitiese comprender el caos. La función epistemológica de su escritura aflora cuando afirma que detrás del acto de escribir late la ausencia de algo que querría conocer y poseer, pero que se le escapa. Eso es lo que le animaba a escribir: la conciencia dolorosa de su incompetencia para atrapar lo esquivo.
Su formación y desarrollo como escritor no se entenderían sin tres hechos biográficos fundamentales, uno político y dos literarios. El año 1956 señala el principio del fin de su militancia comunista. El inmovilismo del aparato oficial ante las acciones de la URSS, especialmente la invasión de Hungría, y la imposibilidad de Calvino y otros intelectuales de promover una forma de cultura más abierta provocaron su renuncia a la militancia en el PCI, lo que dio paso a una progresiva desafección política. El segundo hecho destacable es su viaje a Estados Unidos en 1959-60. La cultura estadounidense, que ya admiraba por sus lecturas y por la influencia que en él ejercían dos apasionados de esta literatura, Cesare Pavese y Elio Vittorini, le mostró cuán anchuroso podía ser el horizonte lejos de Italia. El tercero fue el contacto en París con corrientes lingüísticas y literarias en boga en aquel momento, como la semiología de Algirdas Julius Greimas y los juegos combinatorios del grupo OuLiPo.