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c/ Almagro 25, ppal. dcha.
Prefacio
Entre noviembre de 1959 y mayo de 1960, Italo Calvino hizo su primer viaje largo a los Estados Unidos, un viaje que por varias razones puede definirse como «iniciático». Vivió sobre todo en Nueva York, la ciudad que más amó, que lo absorbió «como una planta carnívora absorbe una mosca». Visitó numerosos estados y centros urbanos —Cleveland, Detroit, Chicago («la verdadera ciudad americana, industrial, material y brutal»), San Francisco, Los Ángeles, Montgomery, Nueva Orleans, Savannah («la ciudad más bella de los Estados Unidos»), Las Vegas y Houston—, conviviendo con escritores, editores, agentes literarios, pero también con hombres de negocios, sindicalistas, activistas por los derechos civiles (el más importante de todos, Martin Luther King), así como con gente de toda índole.
Cuando regresó a Italia, reelaboró y dio forma narrativa a los apuntes de sus diarios y a la correspondencia pública y privada de aquel viaje que tanto lo había entusiasmado y enriquecido por dentro. Tenía la intención de publicar un libro «como Los viajes de Gulliver. Aventuras, y sobre todo desventuras, por cierto, no me faltaron».
En agosto de 1960, en un texto dirigido a Carlo Bo, quien le pidió hacer un balance de aquel viaje, Calvino dijo:
A mi partida hacia los Estados Unidos, y también durante el viaje, me prometí que no escribiría un libro sobre América (¡hay tantos!). Sin embargo, cambié de idea. Los libros de viaje son un modo útil, modesto y completo de hacer literatura. Son libros con utilidad práctica, aun cuando, o justo por eso, los países cambian año tras año y, al hacer una imagen fija de cómo los hemos visto, registramos su esencia mutable; y podemos expresar de ellos algo que va más allá de la mera descripción de los lugares visitados, establecer una relación entre nosotros y la realidad y un proceso de conocimiento.
Son cosas de las que me he convencido hace poco: hasta ayer creía que viajar solo podría tener una influencia indirecta en la sustancia de mi trabajo. En este sentido fue importante haber tenido a Pavese como maestro, gran enemigo de los viajes. La poesía nace de un germen que nos persigue durante años, tal vez desde siempre, decía él, más o menos; ¿qué tiene que ver con esta maduración tan lenta y secreta el haber estado unos días o unas semanas aquí o allá?
Viajar, claro está, es una experiencia vital, que puede hacer madurar o cambiar algo en nosotros como cualquier otra experiencia, pensaba, y un viaje puede servir para que escribamos mejor porque habremos aprendido algo más de la vida. Por ejemplo, uno visita la India y al volver a casa escribirá mejor, no sé, las memorias del primer día de escuela. Como sea, a mí siempre me ha gustado viajar, independientemente de la literatura. Y con ese espíritu he realizado mi reciente viaje americano: porque me interesaban los Estados Unidos, saber cómo son de verdad, y no para —qué sé yo— hacer un «peregrinaje literario» o porque quisiera «hallar inspiración».
En los Estados Unidos me sucedió algo inusitado: fui presa de un deseo de conocimiento y de posesión total de una realidad multiforme, compleja y «diferente de mí». Fue algo similar a un enamoramiento. Entre enamorados, como es sabido, se pasa mucho tiempo riñendo. En viajes subsecuentes a los Estados Unidos, tiempo después, cada tanto me sorprendo a mí mismo discutiendo con América; en cualquier caso, es como si viviera ahí todavía, me lanzo ávido y celoso sobre todo lo que escucho o leo acerca de aquel país y pretendo ser el único que lo comprende [...].
¿Aspectos negativos de los viajes? Viajar, se sabe, implica distraerse del horizonte de objetos determinados que forman el mundo poético propio, disipar esa concentración absorta y un poco obsesiva que es una condición (una de las condiciones) para la creación literaria. Pero, en el fondo, aunque nos dispersemos, ¿qué importa? Humanamente, es mejor viajar que quedarse en casa sin salir. Primero vivir, luego filosofar y escribir. Es primordial que los escritores vivan con una actitud que los lleve a una mayor adquisición de la verdad. Ese algo que se reflejará en la página, sea lo que sea, será la literatura de nuestro tiempo, nada más.
En marzo de 1961 (como refirió a Luca Baranelli en una carta de enero de 1985), una vez terminada la corrección de las segundas pruebas y elegido el título —Un optimista en América—, Calvino decidió «no publicar el libro, porque al releer las pruebas lo sentí demasiado modesto como obra literaria y no lo bastante original para ser un reportaje periodístico. ¿Hice bien? ¡Bah! De haber sido publicado en aquella fecha, el libro hubiera sido un documento de época y una fase de mi itinerario, tal como lo percibió Raniero [Panzieri]».
UN OPTIMISTA EN AMÉRICA
América a primera vista
Me arrepentí de no haber viajado en avión. Habría llegado a Nueva York impulsado por el ritmo de los grandes negocios, de la política del más alto nivel, de los personajes sonrientes de las telefotos. Es la mejor manera de llegar hoy a los Estados Unidos. Sin embargo, me dejé convencer de que era preferible viajar por vía marítima («¿Quieres probar? ¡Será una maravilla!»). Me embarqué en el transatlántico más moderno que zarpó de El Havre. Aun así, no fue maravilloso: llegué a Nueva York abrumado por la sombra de otra América: la América del tedio provinciano, del aburrimiento de los viejos matrimonios, la del bienestar sin vitalidad ni fuerza interior.
El barco es un medio de transporte anacrónico y, al igual que los balnearios de aguas termales, está atestado de ancianos que pasan las tardes jugando al bingo —una especie de tómbola— o apostando a carreras de caballos ya celebradas, transmitidas en diferido.
El quinto día, al amanecer, en medio de una pálida bruma, subí a cubierta, bien arropado, y me asomaba por encima del cuello levantado de mi abrigo para empezar a divisar Nueva York. De pronto, en el horizonte ya claro, entre las luces de una costa irregular, una montaña va tomando forma. Y, de repente, todo es perfecto. Al final, esa era la mejor manera de llegar. El viaje, lo diferente, solo tiene sentido si se paga la llegada, y algunos de nosotros, privilegiados y nerviosos, lo pagamos con apenas un poco de impaciencia.
Alzándose en el cielo escasamente iluminado, los rascacielos aparecen como las ruinas de una monstruosa Nueva York, como podría ser dentro de tres mil años si la abandonaran hoy. Es una masa porosa y casi diáfana que deja filtrar la claridad. Por aquí y por allá aparecen luces que se han dejado encendidas olvidadas (¿durante la fuga de los últimos habitantes?) y luego se apagan todas a la vez: ya es de día.