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Benjamin Constant - Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos

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Benjamin Constant Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos
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    Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos
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Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos: resumen, descripción y anotación

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Datos del libro
Autor: Constant, Benjamin
©1815, Aguilar
ISBN: 5705547533428
Generado con: QualityEbook v0.64
PRÓLOGO
T IENDE a reconocerse que la actual Constitución, aun después de haber sido aceptada por el pueblo francés, podría ser mejorada en algunas de sus disposiciones. Creo que, si se estudia bien, se podrá comprobar que casi todos sus artículos se ajustan a los principios preservadores de las asociaciones humanas y favorecen la libertad. Pero no es menos útil y razonable dejar a los poderes constituidos la facultad de perfeccionar el acto que determina sus atribuciones y fija sus relaciones recíprocas.
Sostuve en alguna ocasión que, en la medida en que toda Constitución es la garantía de la libertad de un pueblo, todo lo que está implícito a la libertad es constitucional, y no lo es cuanto la ignora; que extender una Constitución a todo implica multiplicar los peligros que la acechan, cercándola de obstáculos; que en la Constitución existen ciertos principios fundamentales que ninguna autoridad nacional puede alterar, pero que el consenso de todas ellas puede hacer todo aquello que no se oponga a dichos principios.
No será, pues, superfluo examinar nuestra Constitución, tanto en su conjunto como en sus detalles, puesto que, refrendada por el sufragio nacional, es susceptible de perfeccionamiento.
En este libro se hallarán con frecuencia, no solo las mismas ideas, sino las mismas palabras que en mis escritos precedentes. Pronto serán ya veinte años que me ocupo de temas políticos y siempre he profesado las mismas opiniones y he enunciado los mismos principios. Lo que pedía entonces era la libertad individual, la libertad de prensa, el fin de la arbitrariedad, el respeto de los derechos de todos. Eso mismo es lo que reclamo hoy, con no menos celo y más esperanza.
Si nos limitamos a un examen superficial de la situación de Francia, aparecen en primer plano los peligros que la amenazan. Poderosos ejércitos se levantan contra nosotros. Tanto los pueblos como sus jefes, parecen cegados por el recuerdo. El resto del espíritu nacionalista que los animaba hace dos años, tiñe todavía, con cierto aspecto nacional, el esfuerzo que de ellos se exige. Pero si analizamos con detenimiento, esos alarmantes síntomas pierden mucho de su gravedad. Hoy ya no es su propia patria lo que esos pueblos defienden; atacan a una nación encerrada en sus fronteras y que no quiere franquearlas, una nación que solo reclama su independencia interior y el derecho a darse su propio gobierno, como Alemania lo ha hecho al elegir a Rodolfo de Habsburgo, Inglaterra al llamar a la Casa de Brunswick, Portugal al dar la corona al duque de Braganza, Suecia al elegir a Gustavo Vasa; en otras palabras, del mismo modo que todas las naciones europeas lo han ejercido en una determinada época, generalmente la más gloriosa de su historia.
Hay en las personas una razón natural que acaba siempre por reconocer la evidencia, y los pueblos se cansarán pronto de entregar su sangre por una causa que no es la suya. Respecto a nosotros, hay dos sentimientos en que participa la inmensa mayoría de los franceses: el ansia de libertad y el odio a la dominación extranjera. Todos nosotros sabemos también que la libertad no puede venirnos del extranjero, sabemos también que cualquier gobierno que se reinstaurara bajo sus banderas, se opondría a nuestros intereses y a nuestros derechos.
A esta convicción que impregna nuestros espíritus se suman todos los recuerdos capaces de despertar el orgullo nacional, nuestra gloria eclipsada, nuestras provincias invadidas, los bárbaros a las puertas de París, por no hablar de esa insolencia mal disimulada de los vencedores, que sublevaba a los franceses cuando veían flotar sobre nuestras torres los colores extranjeros, y cuando, para cruzar nuestras calles, o entrar a nuestros espectáculos, o regresar a nuestros hogares, había que implorar la indulgencia de un ruso o la moderación de un prusiano. Hoy no cabría esperar ni indulgencia ni moderación. No hablan ya de Constitución ni de libertad. Es a la nación a la que se acusa: son los atentados del ejército los que se quieren castigar.
Nuestros enemigos tienen poca memoria. El lenguaje que de nuevo emplean derrocó sus tronos hace veintitrés años. Entonces, como ahora, nos atacaban porque queríamos tener un gobierno nuestro, porque habíamos liberado del diezmo al campesino, de la intolerancia al protestante, de la censura al pensamiento, de la detención y del destierro arbitrarios al ciudadano, de los ultrajes de los privilegiados al plebeyo. Mas entre las dos épocas hay una diferencia: ayer nuestros enemigos sólo hacían la guerra a nuestros principios, y hoy la hacen a nuestros intereses, a los que el tiempo, la costumbre e innumerables hechos han identificado con nuestros principios. Lo que en nosotros era entonces presentimiento, ahora es experiencia. Hemos ensayado la contrarrevolución. Hemos intentado conciliarla con las garantías por las que luchamos. Nos hemos obstinado, y yo más que nadie, en creer en la buena fe, porque su necesidad era evidente. Al fin se ha comprobado que el odio a la libertad era más fuerte que el amor a la propia sobrevivencia. No inculpamos a la desgracia; respetamos la edad y el infortunio. Pero la experiencia se ha realizado, los principios son opuestos, los intereses son contrarios, los lazos se han roto.
Benjamín Constant
CAPÍTULO I
DE LA SOBERANÍA DEL PUEBLO
N UESTRA actual Constitución reconoce formalmente el principio de la soberanía del pueblo, es decir, la supremacía de la voluntad general sobre toda voluntad particular. Tal principio, en efecto, no se puede negar. Se ha pretendido en nuestros días minimizado, y los males que se han causado y los crímenes que se han cometido con el pretexto de hacer cumplir la voluntad general, dan una fuerza aparente a los razonamientos de aquellos que querrían asignar otra fuente a la autoridad de los gobiernos. Sin embargo, todos esos razonamientos no resisten a la simple definición de las palabras que se emplean. La ley no puede ser otra cosa que la expresión de la voluntad de todos, o de la de algunos. Ahora bien: ¿cuál sería el origen del privilegio exclusivo que se concediera a unos pocos? Si es la fuerza, ésta pertenece a quien se apodera y no constituye un derecho; si se reconoce su legitimidad en algún caso, habrá que reconocérsela en todos, con independencia de quien la detente, y todo el mundo querrá conquistarla. Si se supone sancionado el poder de unos pocos por el asentimiento de todos, ese poder se convierte entonces en la voluntad general.
Tal principio se aplica a todas las instituciones. La teocracia, la realeza, la aristocracia, son, cuando dominan sus adeptos, la voluntad general. Cuando no los dominan, no son más que fuerza. En una palabra, en el mundo sólo existen dos poderes: uno ilegítimo, la fuerza; otro legítimo, la voluntad general. Pero al mismo tiempo que se reconocen los derechos de esa voluntad, es decir, la soberanía del pueblo, es necesario, es urgente, concebir bien su naturaleza y determinar debidamente su dominio. Si no se definen con exactitud y precisión sus términos, el triunfo de la teoría podría resultar un fracaso en su aplicación. El reconocimiento abstracto de la soberanía del pueblo no aumenta en nada la suma de libertad de los individuos, y si se le atribuye una amplitud indebida, puede perderse la libertad, a pesar y en contra de ese mismo principio.
La precaución que recomendamos y que estamos dispuestos a adoptar es tanto más necesaria cuanto que los hombres de partido, por puras que puedan ser sus intenciones, se resisten siempre a limitar la soberanía. Se consideran sus presuntos herederos y, aun en manos de sus enemigos, la tratan como una propiedad futura. Desconfían de tal o cual forma de gobierno, de tal o cual clase de gobernantes; mas permítaseles organizar a su modo la autoridad y confiársela a mandatarios de su elección: no tendrán más preocupación que su ilimitado dominio.
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