Ciencia, historia, antropología
El bosque genealógico
(1976)
En la «agenda» anterior, el señor Palomar, al ver en México un árbol gigantesco de forma muy irregular y, más tarde, en una iglesia, un relieve barroco de estuco que representaba un árbol con personajes colgando de las ramas, comenzó a divagar sobre la forma de los árboles en la naturaleza y en la cultura y sobre la simbología de los árboles genealógicos.
Al hilo de estas reflexiones, se acordó del árbol genealógico más regular posible, ideado por un diseñador gráfico y una escritora italianos, según un esquema que partiendo de un individuo de hoy se remonta a sus padres, a los cuatro, padres de sus padres, a los dieciséis padres de esos cuatro, y así sucesivamente, sin tener en cuenta los hermanos y hermanas sino sólo los ascendientes directos. Dado que cada uno tuvo un padre y una madre (incluso los padres «desconocidos» deben figurar en una genealogía de este tipo), se obtendrá una figura vagamente triangular, que poco tiene que ver con un árbol porque a partir de un vértice puntiforme se ensancha en forma de abanico.
Con un esquema de este tipo, basta con rellenar cada casilla con nombres, apellidos, fechas, nombres de lugares, y se obtendrá una novela, una novela no escrita (excepto en esos datos que podríamos llamar material auxiliar de la narrativa tradicional, que son de por sí bastante difíciles de agrupar y, de hecho, casi nadie lo intenta) pero totalmente implícita en las situaciones que sugiere una novela «conceptual».
Eso es lo que hizo Carla Vasio en Romanzo storico, publicado el año pasado por Milano Libri, uno de los libros italianos más extraordinarios de los últimos años. Decimos libro pero, en realidad, se trata de un único pliego doblado y encuadernado que, según un esquema diseñado por el grafista Enzo Mari (punto final de una serie de intentos de un posible árbol genealógico universal), contiene nombre, apellido, profesión, lugar y fecha de nacimiento y fallecimiento de quinientos once personajes, representantes de nueve generaciones, es decir, que se remontan a finales del siglo XVIII: los antepasados más próximos de cualquier niño milanés nacido en 1974.
La «novela» consiste solamente en esos datos esenciales, pero tiene materia novelesca de sobra y, además, está enriquecida por una minuciosa acumulación de datos históricos. Esos datos desnudos bastan para remontarse de padres a padres e imaginar cómo vivieron, cómo se conocieron, cómo murieron. (Se indica la causa de las muertes violentas: la mordedura de una víbora en el caso de un agricultor tirolés y una puñalada en Marsella en el de un contrabandista).
La genealogía de las familias corrientes es mucho más agitada y pintoresca que la de las regias, sobre todo una genealogía como ésta en la que la imaginación (siempre históricamente verosímil) de la autora puede remontarse a través de las numerosas filiaciones ilegítimas. Como en cada historia familiar, en este mapa genealógico también hay zonas estáticas y repetitivas (una familia de tallistas en madera de Ortisei que durante cinco generaciones fueron tallistas; una rama de familias sardas que durante generaciones no salieron de su isla y, aun así, con vidas y muertes muy agitadas), saltos inesperados desde un mundo cerrado de matrimonios locales hasta ascendencias completamente distintas (mediante el encuentro de una campesina con un forastero de paso, un soldado napoleónico, un gitano), secciones verticales de una sociedad unida por filiaciones ilegítimas (marineros napolitanos, oficiales borbónicos, una estirpe de notarios) y situaciones más accidentadas en las que, de una generación a otra, se pasa revista, por un lado, a un muestrario de situaciones de novela francesa decimonónica y, por otro, a un compendio de historia hispánica, para reanudarse en una extrema ramificación del mundo islámico y fundir así los elementos del crisol mediterráneo.
Atravesando otro crisol de civilizaciones, que entró en ebullición hace casi quinientos años con el desembarco de los conquistadores españoles en las costas de México, el señor Palomar recuerda el esquema de ese sintético Romanzo storico (en el que se funden dos actitudes fundamentales del carácter italiano: el sentido de la historia densa y estratificada y la esencialidad y funcionalidad del diseño en su intento continuo de conceptualizar lo vivido y encontrarle una finalidad).
Es de noche. Está sentado bajo los soportales del Zócalo de Oaxaca, la plazuela que es el corazón de toda vieja ciudad colonial, verdeante de árboles bajos bien podados a los que llaman «almendros» pero que no tienen nada que ver con el almendro. La banda, vestida de negro, toca en el quiosco modernista. Banderas y pancartas despiden la visita del candidato oficial a las elecciones. Las familias del lugar pasean. Los hippies norteamericanos esperan a la vieja que les suministra el mezcal. Los harapientos vendedores ambulantes despliegan telas de colores.
Cuando le parece que un momento, que un lugar, reúne todos los elementos de la cuestión, el señor Palomar experimenta algo así como una sensación de alivio, como si partiendo de un cuadro en cierto modo simplificado o convertido en esencial consiguiera volver a pensar todo de forma ordenada. Pero es una sensación que dura poco, enseguida la madeja vuelve a enredarse.
Los modelos cosmológicos
(1976)
La irreversibilidad del tiempo tiene dos caras. Una se manifiesta en todos los procesos, ya sean biológicos, geológicos o astronómicos, que implican un paso de estados más simples y uniformes a estados más complejos y diferenciados: aquí la «flecha del tiempo» indica un crecimiento de orden, de información. La otra cara es la disolución de un azucarillo en el café, la volatilización de un perfume fuera del frasco abierto, la degradación de la energía en calor: en este caso la «flecha del tiempo» indica la dirección contraria: la del crecimiento del desorden, de la entropía, de la disolución del universo en un pulvísculo informe.
Pero tanto una flecha como la otra, tanto el tiempo «histórico» como el tiempo «termodinámico», no pueden observarse en lo microscópico: en la trayectoria de una simple molécula no se observa ni información ni entropía, y muy bien podría evolucionar hacia atrás, como una película proyectada al revés, sin que ninguna ley de la física se alterase. El tiempo de las moléculas y los átomos es simétrico y reversible.
Para resolver la contradicción entre las dos flechas del tiempo macroscópico y la ausencia de flechas del tiempo microscópico, un astrónomo de Harvard, David Layzer, en un artículo del Scientific American de diciembre, propone un nuevo modelo cosmogónico. Se trata de una variante, por así decir «fría», de la clásica teoría del big bang, de la explosión inicial.
La diferencia es que aquí, como condición de partida, ya no es necesario imaginarse una extrema concentración de toda la materia del universo en un punto; en cambio, se conjetura que en sus orígenes el universo carecía de estructura (e información), así como de desorden (o entropía): un universo helado cristalizado en una aleación de hidrógeno metálico y helio.
En esta fase inicial del universo es en la que se deciden las propiedades del tiempo, mejor dicho, en el primer cuarto de hora (un cuarto de hora muy especial anterior a todo reloj o sistema solar), por efecto de la expansión (aquí no explicada sino aceptada como un hecho). El universo helado, al expandirse, se fragmenta en lascas de dimensiones planetarias que se mueven al azar, como las moléculas de un gas, y acaban por reunirse en grupos con los que se formarán las estrellas, las galaxias y los cúmulos de galaxias que hoy podemos observar. El tiempo irreversible comienza en el momento en que un primer principio de orden y un primer principio de desorden se producen a la vez en el universo, y desde ese momento ninguno de los dos dejará de crecer. El universo comienza al mismo tiempo a construirse y a destruirse, y así continúa y continuará: sin deshacerse jamás por completo. Y esto es ciertamente una gran ventaja sobre otros modelos de universo que no logran conjurar la inevitabilidad de la muerte cósmica.