El conde polaco Jean Potocki, justamente celebrado por El manuscrito encontrado en Zaragoza, esa especie de serpentín fantástico que hace del tiempo y del espacio una verdadera fiesta para el lector, fue también un esforzado viajero por toda Europa, China y el norte de África. Fruto de uno de ellos es este Viaje al Imperio de Marruecos, de 1791, donde acusa el interés etnográfico de su autor y trasciende lo puramente paisajístico y anecdótico, para constituirse en documento insólito, pero ajustado, de la realidad del mundo árabe, servido todo ello con la sobria elegancia de una prosa de la que el siglo XVIII sigue poseyendo el secreto.
Jan Potocki
Viaje al imperio de Marruecos, seguido de El viaje de Hafez
ePub r1.4
Titivillus 23.09.18
Título original: Voyage dans l’empire de Maroc, fait en l’année 1791; suivi de Voyage de Hafez
Jan Potocki, 1792
Traducción: José Luis Vigil
Diseño de cubierta: Sebastià Duatis
Editor digital: Titivillus
Primer editor: hermes10 (r1.0 a 1.2)
Corrección de erratas: Saganita y rednij
ePub base r1.2
JAN POTOCKI. El conde Jan Potocki (Pików, 1761; Uladawka, 1815) recibió una sólida educación, ampliada a lo largo de los años. Viajero incansable, escribió un sinfín de tratados sobre diversos países que, sin duda, contribuyeron a crear el imaginario que puebla su obra principal y más conocida, Manuscrito encontrado en Zaragoza. Otras obras serán Viaje a Turquía y Egipto (1789) y Viaje al Imperio de Marruecos (1792). Se suicidó en 1815, utilizando una bala de plata que él mismo había fabricado.
EPÍLOGO
MÁS dotado para concluir que para prologar, terminé efectivamente la lectura de este libro delicioso hace ya algunos meses y no sentí, desde luego, ningún deseo de partir hacia el sur, hacia el calor, hacia la aventura, hacia la posibilidad de un descanso breve bajo la palmera tiesa, espantando las moscas con la única mano libre que me dejara la consulta de una vieja guía Baedeker. Disponía, es cierto, de una manoseada edición del célebre editor fechada en 1911 y titulada The Mediterranean Seaports and Sea Routes, including Madeira, the Canary Island, The Coast of Marocco, Algeria and Tunisia. Y este anacronismo prontuario no debe sorprender a quienes importamos, del entonces llamado Bachillerato, un pobre bagaje de nociones geográficas confusas cuya precariedad no excluía la retahíla de nuestras posesiones del occidente africano y del golfo de Guinea. Recitábamos extasiados en aquel entonces los nombres de Ifni, Río de Oro, Cabo Jubi, Fernando Poo, Annobón o Corisco y aún hoy estos nombres siguen despertando en nosotros una mezcla de estupor, exotismo y fastidio y que sería difícil explicar las causas.
Nos habían dicho que África era el continente del misterio y de la aventura, de las películas de la selva y los flemáticos exploradores que la recorrían entre mil peligros y sucedía que España podía considerar suya una porción de aquella película inverosímil con actores norteamericanos. Lo creíamos a pies juntillas, desde luego, pero la diferencia seguía siendo insalvable.
Nunca supimos mucho de Portugal, tan cerca y tan lejos, pero con África la cosa llegó a extremos malabáricos. Pese a la solícita guardia mora del general Franco, pese a ser ambos países ribereños del mismo Mediterráneo, pese a que los árabes dejaron más aquí de lo que se llevaron tras su morosa implantación en Hispania, África seguía siendo el país desconocido y lo de «África empieza en los Pirineos» lo más familiar que podíamos escuchar.
Si sabíamos del atraso, del paganismo, de la barbarie de sus gentes, era gracias al inefable Domund que tanto hizo por rescatarles para la fe y el progreso. Y poco más.
Tampoco sabíamos exactamente las posibles diferencias que pudieran existir entre árabe, moro, musulmán, negro o mahometano. Pero recuerdo la maravilla de un párrafo de mi Curso elemental de geografía de España en el que se describía a Guinea como una posesión algo menor que Cataluña, consignaba a los naturales como negros pamúes, bantús y bengas, para añadir, finalmente previsor, que los españoles no se aclimataban fácilmente en aquellas tierras lejanas.
Así transcurría la tarde parda y fría de invierno, monotonía de lluvia tras los cristales, en la que los colegiales bajo el franquismo no estudiábamos, soñábamos, nuestro desolador bachillerato. Y, sin embargo, ¡qué empaque parecía tener lo del Peñón de Vélez de la Gomera! ¡Qué delicia era recitar aquello de Elobey Grande y Elobey Chico!
La llamada «tradicional amistad con los países árabes» se convirtió en la reiterado «condenados a entendernos», pasando por la coloquial diplomacia del singular y plural señor Solís Ruíz que le dijo al moro en cierta ocasión y con motivo de cierta pregunta embarazosa «¡Hombre, entre andaluces…!». Y lo demás, quedó en humo.
Hoy por hoy, Marruecos es noticia por su «marcha verde», sus apresamientos de embarcaciones de pesca, sus reclamaciones de Ceuta y Melilla, pero la actualidad periodística se une generalmente al viaje que alguien próximo a nosotros emprende con el celo de iniciado en un nuevo rito. Dejamos a la amiga que se dispone a partir ilusionada hacia Túnez y, sin embargo, al cabo de un mes, cuando volvemos a encontrarla ya no responde a nuestras preguntas de cortesía sino con un lánguido «¡Ah, Túnez! ¡No, ahora acabo de regresar de Nueva York!».
El viajero ya no es hoy un intrépido, sino un apacible cliente de agencia de viajes que se empeña en andar el mundo a ritmo de reactor y que tan sólo consume sus nervios en las escalas o tratando de recuperar su equipaje, inexplicablemente facturado a Sidney cuando él intentaba que le acompañara a Malmö.
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Aunque rescatado para las historias de la literatura sólo a partir de la normalización lectora que supuso la reedición en polaco en 1958 y, en seguida, al francés, gracias a Roger Caillois, del Manuscrito encontrado en Zaragoza (1804), ese especie de serpentín fantástico que hace del tiempo y del espacio una fiesta para el lector, el conde polaco Jean Potocki no debe ser considerado únicamente por los méritos que le hacen imprescindible en toda antología consagrada a la literatura fantástica.
Etnógrafo y viajero, historiador y erudito, científico y divulgador, narrador y dramaturgo, políglota y moralista, militar y político, la complejidad y riqueza de su personalidad quedaron reflejadas en las diversas obras que habrían de contribuir decisivamente al desarrollo intelectual y científico de Polonia.
Su faceta de viajero, al servicio de sus intereses etnográficos y geográficos, le llevaron a viajar por Europa, China y el norte de África. Tras la época de estudiante en Suiza recorrió, entre 1778 y 1780, Italia, Malta, Sicilia y Lampedusa, visitó Túnez y, de ahí, pasó a la para él siempre fascinante España y que tanta importancia había de tener en su obra literaria.
De 1781 a 1784 visitó Turquía, Grecia, Egipto, Albania y Montenegro. 1787 supone la visita a París y a los Países Bajos. En 1791 viaja a España, Marruecos y Portugal, vuelve a pasar por París y termina el año en Inglaterra. En 1793 conoce Alemania. En 1797 visita Viena. El Cáucaso y Ucrania serán motivos de viaje en 1800 y, tres años después, Roma le permite coincidir con el cardenal Borgia y conocer a Chateaubriand.