Londres, 1896. Innumerables inventos hacen creer al hombre que la ciencia es capaz de conseguir lo imposible, como demuestra la aparición de la empresa de Viajes Temporales Murray, que abre sus puertas dispuesta a hacer realidad el sueño más codiciado de la humanidad: viajar en el tiempo, un anhelo que el escritor H.G. Wells había despertado un año antes con su novela La máquina del tiempo. De repente, el hombre del siglo XIX tiene la posibilidad de viajar al año 2000, como hace Claire Haggerty, quien vivirá una historia de amor a través del tiempo con un hombre del futuro. Pero no todos desean ver el mañana. Andrew Harrington pretende viajar al pasado, a 1888, para salvar a su amada de las garras de Jack el Destripador. Y el propio H.G. Wells sufrirá los riesgos de los viajes temporales cuando un misterioso viajero llegue a su época con la intención de asesinarlo y arrebatarle la autoría de una novela, obligándolo a emprender una desesperada huida a través de los siglos. Pero, ¿qué ocurre si cambiamos el pasado? ¿Puede reescribirse la Historia?
En El mapa del tiempo, XL premio Ateneo de Sevilla, Félix J. Palma teje una fantasía histórica tan imaginativa como trepidante, una historia llena de amor y aventura que rinde homenaje a los comienzos de la ciencia ficción, y transportará al lector al fascinante Londres victoriano en su propio viaje en el tiempo.
Félix J. Palma
El mapa del tiempo
Trilogía victoriana 1
ePUB v2.0
Reagal21.03.13
Título original: El mapa del tiempo
Félix J. Palma, 2008.
Editor original: ikero (v1.0)
Segundo editor: Reagal (v2.0 a v.2.x)
Corrección de erratas: Reagal
ePub base v2.1
Para Sonia, porque también hay novelas que nunca terminan.
«La distinción entre pasado, presente y futuro es una ilusión, pero se trata de una ilusión muy persistente».
ALBERT EINSTEIN
«La obra de arte más perfecta y aterradora de la humanidad es su división del tiempo».
ELÍAS CANETTI
«¿Qué me espera en la dirección que no tomo?».
JACK KEROUAC
PARTE PRIMERA
I
A Andrew Harrington le hubiese gustado poder morir más de una vez para no tener que escoger una única pistola entre las muchas que su padre atesoraba en las vitrinas del salón. Las decisiones nunca habían sido su fuerte. De hecho, mirada al trasluz, su existencia se revelaba como un cúmulo de elecciones erróneas, la última de las cuales amenazaba con proyectar su larga sombra sobre el futuro. Pero aquella vida de desatinos tan poco ejemplarizante estaba a punto de concluir. Esta vez creía haber elegido correctamente, pues había elegido dejar de elegir. Ya no habría más errores en el futuro porque ni siquiera habría futuro. Iba a desmantelarlo sin contemplaciones, apoyándose en la sien derecha una de aquellas armas. No parecía haber otra salida: aniquilar el futuro era el único modo a su alcance de exterminar el pasado.
Estudió el contenido de la vitrina, el mortífero menaje que su padre había ido adquiriendo con mimo desde que regresara del frente. Su progenitor adoraba aquellas armas, pero Andrew sospechaba que no las coleccionaba movido por la nostalgia, sino por la fascinación que le producía contemplar las distintas alternativas que el hombre iba concibiendo a lo largo de los años para arrebatarse la vida de manera no oficial. Con un desinterés que contrastaba con la devoción de su padre, sus ojos recorrieron aquellos enseres de apariencia dócil, casi doméstica, que traían el trueno a la mano y que habían eximido a las guerras de la desagradable intimidad del cuerpo a cuerpo. Andrew intentó calcular qué clase de muerte se escondía, como una alimaña al acecho, dentro de cada una de ellas. ¿Cuál le hubiese recomendado su padre para abrirse la cabeza? Imaginó que las pistolas de chispa, esas antiguallas que debían cargarse por el hocico, introduciendo la pólvora, la munición y un taco de papel a modo de tapón cada vez que uno quería efectuar un disparo, le proporcionarían una muerte noble, pero también parsimoniosa, terca. Era preferible la muerte impetuosa que le ofrecían los modernos revólveres, acurrucados en sus lujosos estuches de madera forrados de terciopelo. Consideró un Colt Single Action de aspecto manejable y eficaz, pero lo desechó al recordar que ese era el revólver que había visto enarbolar a Buffalo Bill en su circo del Salvaje Oeste, aquel espectáculo patético con el que simulaba sus correrías transoceánicas valiéndose de algunos indios importados y una docena de búfalos apáticos que parecían alimentados con opio. No quería enfrentar su muerte como una aventura. También rechazó un hermoso Smith and Wesson, el arma que había dado muerte a Jesse James, por no estimarse a la altura del bandido, así como un revólver Webley, concebido especialmente para frenar a los robustos indígenas en las guerras coloniales, y que se le antojaba excesivamente pesado. Examinó entonces un gracioso Pepperbox de tambor rotatorio, que era el preferido de su padre, pero albergaba serias dudas de que aquella arma ridícula y afectada pudiera expulsar una bala con la suficiente convicción. Finalmente se decidió por un elegante Colt de cachas de madreperla fabricado en 1870, que le arrebataría la vida con la delicadeza de una caricia de mujer.
Lo tomó de la vitrina con una sonrisa insolente, recordando todas las veces que su padre le había prohibido tocar las pistolas. Pero ahora el ilustre William Harrington se encontraba en Italia, probablemente intimidando a la Fontana de Trevi con su mirada valorativa. También había sido una agradable casualidad que sus padres hubiesen decidido emprender su viaje por Europa en la misma fecha que él había estipulado para su suicidio. Dudaba de que alguno de los dos alcanzara a descifrar el verdadero mensaje encriptado en su gesto —que había preferido morir solo, como había vivido—, pero le bastaba con la mueca de disgusto que sin duda compondría su padre al descubrir que se había matado a sus espaldas, sin su autorización.
Abrió el armarito donde se guardaba la munición e introdujo seis balas en el tambor del revólver. Suponía que no iba a necesitar más que una, pero nunca se sabía lo que podía pasar. Después de todo, era la primera vez que se suicidaba. Luego se la guardó en un bolsillo de la levita envuelta en un paño, como si fuera la fruta que pensaba comer durante algún paseo, y continuando con su repertorio de desafíos dejó la vitrina abierta. Si hubiese demostrado ese coraje antes, pensó, si se hubiese atrevido a enfrentarse a su padre en el momento oportuno, ella todavía estaría viva. Pero para cuando lo hizo ya era demasiado tarde. Y llevaba ocho largos años pagando aquel retraso. Ocho largos años en los que el dolor no había hecho más que crecer, propagándose por su interior como una hiedra maldita, envolviéndole los órganos con su húmedo tacto, pudriéndole el alma. Pese a los esfuerzos de su primo Charles, pese a la distracción de otros cuerpos, el dolor por la muerte de Marie se resistía a ser enterrado. Pero esta noche acabaría todo. Veintiséis años eran una bonita edad para morir, pensó, y se palpó con satisfacción el bulto del bolsillo. Ya tenía el arma. Ahora solo necesitaba un lugar apropiado para llevar a cabo la ceremonia. Y únicamente existía un lugar donde poder hacerlo.
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