Jennifer Ashley - La seducción de Elliot McBride
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La seducción de Elliot McBride: resumen, descripción y anotación
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Highland Pleasures 05
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La seducción de
Elliot McBride
Jennifer Ashley
Highland Pleasures 05
Escocia 1884
El novio llegaba una hora tarde a su boda. Mientras Juliana St. John esperaba, vestida de raso resplandeciente y con rosas amarillas trenzadas en el pelo, los amigos y familiares del futuro marido se habían aventurado bajo la lluvia que caía ese día sobre Edimburgo, intentando averiguar qué ocurría.
Su dama de honor, Ainsley Mackenzie, intentaba animarla, lo mismo que hacía su madrastra, Gemma; cada una a su manera.
Los amigos de Grant regresaron, avergonzados y con las manos vacías, ante lo cual Ainsley pidió a su marido, un escocés alto y corpulento, que se enterara de lo que había sucedido. El resultado de sus pesquisas fue muy diferente.
Lord Cameron Mackenzie abrió la puerta de la sacristía y asomó la cabeza.
—Ainsley... —se limitó a llamar a su esposa, antes de cerrar de nuevo.
Ella notó que Ainsley le apretaba las manos; las tenía frías como el hielo.
—No te preocupes, Juliana —la tranquilizó su amiga—. Descubriré lo que ha ocurrido.
Su madrastra, solo diez años mayor que ella misma, estaba enlaciada. No decía nada, pero se podía percibir su furia en cada uno de sus movimientos. A Gemma nunca le había gustado Grant Barclay, y la madre de este todavía menos.
Ainsley no tardó en regresar. —Juliana... —dijo en voz baja, tendiéndole la mano—. Ven conmigo.
Cuando alguien hablaba en ese tono era porque iba a dar una noticia terrible. Se levantó con un susurro de raso. Gemma se acercó para acompañarla, pero Ainsley la detuvo alzando la mano.
—Creo que es mejor que hable a solas con ella.
Gemma, que poseía un temperamento un tanto volátil, pareció dispuesta a protestar. Pero su madrastra era también una mujer inteligente, así que asintió con la cabeza y le apretó la mano.
—Te esperaré aquí, cielo.
También ella poseía un carácter explosivo, pero cuando salió al patio de la iglesia, bajo la agitada lluvia, solo sentía una entumecida curiosidad. Llevaba varios años comprometida con Grant; la boda era un acontecimiento que siempre quedaba lo suficientemente alejado en el tiempo como para pensar que ese día jamás llegaría. Pero ahora...
¿Qué le había ocurrido a Grant? ¿Habría muerto?
La niebla y la llovizna vestían la ciudad como una capa, oscureciendo el cielo. Ainsley la guió a través de un patio diminuto en el que el barro manchó las nuevas botas blancas de tacón alto que había comprado para la ocasión.
Se cobijaron bajo un arco apuntado y se detuvieron, lejos de la iglesia principal. Gracias a Dios que todos los invitados estaban en el templo, esperando y cotilleando, elucubrando sobre lo que había salido mal.
Bajo la arcada, pero todavía a la intemperie, las esperaba lord Cameron; un gigante de hombros anchos que lucía el kilt de los Mackenzie. Cuando Ainsley y ella llegaron junto a él, Cameron la miró con unos ojos duros como el pedernal.
—Le encontré.
Incluso al escucharle, siguió sintiéndose entumecida. Nada de aquello parecía real; ni Cameron, ni el cielo encapotado, ni su delicado vestido de novia...
—¿Dónde está? —preguntó.
Cameron hizo un vago gesto con la mano, en la que sostenía una petaca de plata.
—En un carruaje detrás de la iglesia. ¿Quieres hablar con él?
—¡Por supuesto que quiero hablar con él! Vamos a casarnos dentro de...
Percibió la mirada que intercambiaron Ainsley y Cameron y se dio cuenta del breve atisbo de cólera que asomó en los ojos de su amiga, reflejo de la ira incontenible que brillaba en los de Cameron.
—¿Qué ha ocurrido? —Apretó la mano de Ainsley—. Dímelo antes de que me vuelva loca.
Fue Cameron quien respondió.
—Barclay se ha fugado —dijo, marcando cada sílaba—. Ya está casado.
Los arcos, el patio, todas las piedras del sólido Edimburgo parecieron girar a su alrededor... Pero no, seguía en posición vertical, con los ojos clavados en Cameron Mackenzie, que estaba quieto, junto a la apacible Ainsley.
—Casado... —Sentía los labios rígidos—. Pero iba a casarse conmigo...
Sabía que lo último que lord Cameron Mackenzie quería hacer ese día era seguir el rastro de su novio y tener que decirle que este se había fugado con otra mujer. Y aun así, ella siguió contemplándole como si al mirarlo con la suficiente intensidad pudiera conseguir que él cambiara la historia y le contara una diferente.
—Se casó ayer por la tarde —explicó Cam— con su profesora de piano.
Aquello era una locura. Tenía que ser una broma.
—La señora Mackinnon —apuntó ella sin inflexión en la voz. Recordó a una mujer sencilla de cabello oscuro que estaba algunas veces en casa de la madre de Grant cuando ella llegaba—. Es viuda. —Sofocó una risa—. Bueno, ahora ya no, imagino.
—Le he dicho que tenía que dar la cara y decírtelo él mismo comentó Cam con su voz ronca—. Así que lo he traído conmigo. ¿Quieres hablar con él?
—No —repuso ella con rapidez—. No. —El mundo comenzó a dar vueltas otra vez.
Cam le tendió la petaca.
—Tómate un buen sorbo, muchacha. Te ayudará a asimilar el golpe.
Una dama correcta no bebía licores y a ella la habían educado para ser la más correcta de todas. Sin embargo, aquel giro de los acontecimientos había transformado esa ocasión en una tan incorrecta que las normas daban igual.
Inclinó la cabeza y dejó caer unas ardientes gotas del mejor whisky escocés en la boca. Tosió, tragó, tosió otra vez y se dio leves toquecitos en los labios después de que Cam recuperara la petaca.
Quizá no debería haber bebido; las palabras de Cam comenzaban a parecer reales.
Doscientas personas esperaban en esa iglesia a que Juliana St. John y Grant Barclay contrajeran matrimonio. Doscientas personas que tendrían que volver a sus casas. Doscientos regalos que deberían ser devueltos; doscientas disculpas que escribir. Y, sin duda, los periódicos pasarían un buen rato.
Apretó las manos contra la cara. Jamás había estado enamorada de Grant, pero pensaba que al menos habían forjado una amistad, un respeto mutuo... Sin embargo, debía haber sido solo por su parte.
—¿Qué voy a hacer?
Cam guardó la petaca en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Te llevaremos a casa. Ordenaré que mi carruaje se detenga en el final de este camino. —Señaló el discreto sendero que conducía fuera del recinto religioso—. No es necesario que te vea nadie.
Tenían buen corazón. Tanto Ainsley como Cameron tenían buen corazón, pero ella no quería bondad. Necesitaba dar patadas, gritar su cólera; no solo hacia Grant, sino también hacia sí misma. Había confiado mucho en aquel compromiso, presumiendo que no corría peligro de quedarse para vestir santos. Es más, ansiaba la estabilidad de una vida común; algo que había buscado durante toda su existencia.
Y el futuro acababa de desmoronarse ante ella como una montaña de polvo. Su segura elección se había abierto bajo sus pies. La sorpresa todavía seguía teniéndola entumecida, pero sentía que la pena estaba a punto de tomar el relevo.
Se frotó los brazos, que de repente estaban fríos.
—Todavía no. Por favor, dadme un momento. Necesito estar sola durante un rato.
Ainsley lanzó una mirada al patio; algunas personas habían salido de la iglesia y se paseaban por allí.
—No, por ahí no. Hay una cripta debajo de la iglesia. Nos quedaremos en la puerta y no dejaremos que entre nadie.
—Que Dios te bendiga, Ainsley. —No fue capaz de relajarse para dar a su amiga el abrazo que se merecía.
Dejó que la guiaran hasta la puerta de la cripta, que Cam abrió. La pareja dio un paso atrás y ella entró sola, cerrando a su espalda.
En aquel lugar no hacía mucho frío, pero había oscuridad y tranquilidad. Permaneció durante un momento frente al altar vacío y observó la sencilla cruz que colgaba encima; era simple y sin adornos.
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