Todos los nombres, personajes, lugares y acontecimientos de esta novela son producto de la imaginación de la autora, o son empleados como entes de ficción. Cualquier semejanza con personas vivas o fallecidas es mera coincidencia.
Copyright © 2014 by Ediciones Urano, S. A.
Aribau, 142, pral. — 08036 Barcelona
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright , bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.
Prólogo
L a extraña saga de la familia Ventnor comenzó con la historia de un traidor, luego continuó al azar durante más de un siglo antes de llegar casi a su fin. Eran gente arrogante, nobles, de sangre principalmente normanda, y tan pagados de sí mismos que rara vez contraían matrimonio fuera de su familia. Mathilde Ventnor no era una excepción, y a la avanzada edad de quince años, se casó, obedeciendo la voluntad de sus padres, con su primo tercero, el duque de Warneham, al que empezó a darle hijos a un ritmo tan prodigioso que hasta los Ventnor se sintieron impresionados.
Todo fue bien hasta un frío día de noviembre en 1688, cuando el duque, conocido por su inquebrantable lealtad a la corona, tomó la calculada decisión de traicionar a su rey y, según algunos, a su país. Ante la perspectiva de una cruenta rebelión, el rey estuvo a punto de ser derrotado por los protestantes, quienes le habían acosado desde su polémica coronación. Los Ventnor no eran católicos. Eran unos devotos oportunistas cuya Iglesia era la de la Impertinente Presunción. En vista del rumbo que habían tomado los acontecimientos, el duque puso pies en polvorosa en un lugar al norte de Salisbury —como habían hecho muchos hombres, más nobles y más humildes que él— y se pasó al otro lado. Al bando ganador.
Warneham tenía muchas cosas por las que vivir. Sus propiedades ducales eran algunas de las más importantes de Inglaterra, aunque no estaban seguras, pues a pesar de su extraordinaria fertilidad, Mathilde había tenido la mala suerte de darle hasta la fecha sólo hijas, seis para ser precisos, todas ellas muy bonitas a su estilo. Pero todas inútiles. Warneham necesitaba un hijo varón, y una victoria.
Convencido moralmente de su decisión, se separó entonces de la banda de renegados, alcanzó la cima de un montículo cubierto de hojas, y contempló con alivio el estandarte protestante de Guillermo de Orange ondeando con energía al viento. Debajo de él se hallaban los nobles partidarios de Guillermo, gritando el nombre de Warneham e indicándole que bajara. El duque se sintió tan agradecido por este recibimiento que no vio la madriguera que un industrioso zorro había excavado a los pies de la herbosa ladera. Su caballo, espoleado por el eufórico jinete y lanzado a galope, tropezó con el hoyo y Warneham salió despedido y aterrizó en el campamento. Aterrizó de cabeza, se partió el cuello y exhaló su último suspiro al servicio de su nuevo rey.
La gloriosa revolución inglesa concluyó casi de forma tan expeditiva como Warneham. Guillermo de Orange alcanzó una fácil victoria. Jacobo huyó a Francia, y nueve meses más tarde, Mathilde dio a luz unos sanos y robustos gemelos, ambos varones. Sin embargo, nadie se atrevió a señalar que los niños no guardaban la menor semejanza entre sí: el mayor era su madre en miniatura, un querubín rollizo y sonrosado, y el otro, el menor, un bebé larguirucho de pelo rubio, y ninguno guardaba la menor semejanza con su difunto padre. No, era un milagro. Una bendición de Dios.
El rey Guillermo y la reina María decretaron que los bebés fueran trasladados a la corte, y el mismo monarca declaró que eran la viva imagen del difunto duque. Nadie se atrevió a llevarle la contraria porque…, bueno, porque ésta es una historia romántica. ¿Y qué es una historia romántica sin un toque dramático y una pizca de engaño?
Como es natural, Guillermo reafirmó el título ducal al hijo primogénito de Warneham. Pero al menor le prometió el mando de un regimiento, para él y para sus futuros herederos, en agradecimiento por la valentía de su padre. Y así fue como, según la leyenda familiar, quedó dividida para siempre la suerte de la familia.
El niño que se hallaba ahora en el centro de la vasta biblioteca de Warneham era consciente de esta leyenda. De hecho, al cabo de más de doscientos años, ya no era una división la que separaba a la familia sino un abismo tenebroso e insalvable. Y en estos momentos el niño estaba a punto de vomitar. Sobre los zapatos de la duquesa.
—Ponte derecho, niño.
La duquesa giró alrededor de él, sus pequeños tacones resonando sobre el suelo de mármol, como si examinara una estatua.
El niño tragó saliva sintiendo que la bilis le abrasaba la garganta. Como si el penoso viaje de ocho kilómetros que habían hecho esta mañana en un carro de labranza no hubiera sido suficiente suplicio, la duquesa se inclinó sobre él y le propinó un golpe en la barriga. El niño abrió los ojos desmesuradamente, pero se puso tan tieso como pudo y fijó la vista en el suelo con gesto sumiso.
—Parece bastante fuerte —observó la duquesa mirando a su esposo—. No parece melindroso. Muestra una actitud humilde. Y al menos no es moreno.
—Cierto —respondió el duque con tono malhumorado—. A Dios gracias es la viva imagen del comandante Ventnor, con esas piernas larguiruchas y ese cabello dorado.
La duquesa se volvió de espaldas a la anciana que había traído al niño.
—¿Qué otra cosa podemos hacer al respecto, Warneham? —murmuró—. Creo que debemos preguntarnos qué es lo más cristiano en esta situación. Disculpe, señora Gottfried.
Esto último lo dijo con tono despreocupado, sin volverse.
Pero la anciana observaba al duque de hito en hito desde su rincón. El apuesto semblante de Warneham mostraba un rictus de duda y disgusto.
—¡Lo cristiano! —repitió éste—. ¿Por qué hay que hacer siempre lo cristiano cuando nos enfrentamos a algo desagradable?
La duquesa juntó las manos ante sí con afectación.
—Tienes la razón, Warneham —respondió—. Pero el chico lleva tu sangre, al menos unas gotas.