José Luis Castillo-Puche - Hicieron partes
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- Libro:Hicieron partes
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- Año:2015
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IMPRESO EN TALLERES GRÁFICOS ARIEL, S. A., AV. J. ANTONIO, 108, ESPLUGUES DE LLOBREGAT, BARCELONA, EN OCTUBRE DE 1967
La novela del dinero. Una herencia que se vierte sobre los miembros de una familia, provocando en cada uno de ellos una reacción distinta. Este es el tema que José Luis Castillo-Puche —extraordinaria presencia en la novela católica española—, ha utilizado para conseguir que cualquier lector se identifique con el apasionante relato del dinero, creando unos personajes exactos para quienes la llegada de la fortuna, más que una solución, es el estallido de su pequeño mundo que se quiebra en cuanto los intereses y los sentimientos entran en conflicto. Las calidades literarias de esta apasionante narración y su profunda inspiración ideológica, la hicieron acreedora al Premio de Novela Católica y al Premio Nacional de Literatura. Castillo-Puche revela en estas páginas la madurez de su oficio que inició con la famosa novela «Con la Muerte al hombro».
© EDICIONES DESTINO
Primera edición: octubre 1967
Depósito legal: B. 19.798 - 1967
I MPRESO EN E SPAÑA - P RINTED IN S PAIN
A Julia.
D ON Roque Giménez Espinosa todo lo había hecho en la vida con tanto tino como suerte; pero lo más acertado que hizo fue morirse nada más comenzar el año 1931, año que, con el tiempo, como diría después un ilustre historiador, habría de quedar señalado como “de luctuosa e innoble memoria”.
—Ha hecho muy bien en morirse —comentó don Víctor de la Cerda al enterarse—. Don Víctor era el notario de las derechas del pueblo. Aristócrata, muy religioso, enfermo del hígado y con una afición desmedida a la cornetas picantes y al parchís. Era, aunque ya viejo, un tipo erguido, alto, de rostro agudo, cuello tieso y cejas muy pobladas. En el pueblo le llamaban don Bito.
Hay notarios que acercan a la vida y propagan el afán de prosperidad, y hay notarios para la muerte. Hay notarios para los negocios y notarios para los testamentos. Don Víctor era de los últimos. Era un notario que imponía, y hasta los republicanos de la comarca venían a él cuando llegaba la hora de disponer de sus últimas voluntades.
Los herederos de don Roque no tuvieron necesidad de ir en busca de don Víctor. El día del entierro, al regresar del cementerio, don Víctor se dejó caer en la casa, y una vez que los tuvo reunidos a todos, les dijo:
—Dedíquense durante estos días a liquidar todas las minucias, y cuando hayan terminado, hablaremos —y se despidió jerárquico y grave. Don Víctor parecía seguir en contacto con el alma de don Roque. Ésa había sido, al menos, la impresión de todos.
Demasiado sabía él que su sola presencia serviría para mantener una tregua de paz entre los herederos, una tregua bastante relativa, por cierto. Con sólo mirar fijamente a cualquiera de ellos, daba la impresión de que pudiera desheredarlo. Los herederos habían salido hasta la puerta a despedirlo, adoptando una actitud sumisa y bobalicona.
En la casa del difunto don Roque se quedaron un rato los albaceas, que eran don Sixto, capellán del Asilo, y don Conrado, un rico vinatero. Los dos recomendaron también pleno acatamiento a la voluntad de don Roque, que lo había dejado todo dispuesto para que sus parientes salieran beneficiados, evitando, en cuanto había sido posible, el pago de derechos reales y demás.
—Hay que hacerles saber —decía a los albaceas don Luciano, el arcipreste, que era como la cabeza de los herederos— que esta herencia es completamente graciosa —y recalcó el profundo sentido que podía tener esta palabra.
—Pero, ¿usted cree que va a haber alguien capaz de protestar? Ni el mismo Trinidad, ¡se lo digo yo! —añadió don Conrado.
—Desde luego, yo soy menos partidario de este testamento que del anterior, que yo conocía algo —comentó don Sixto, a quien gustaba llevar siempre la contraria a don Luciano.
—Pues nada en el fondo ha variado —replicó el arcipreste.
—No sé si ha variado en el fondo o en la forma, pero a mí me hubiera gustado que no lo modificase jamás —dijo el capellán.
—Conste que más voluntad suya, por ser la última y definitiva, es el último que el primero. Y que yo en esto no he tomado arte ni parte —insistió un poco molesto el arcipreste.
—Lo sabemos, lo sabemos —remató don Conrado en tono pacífico, pero con su miaja de guasa.
Alguno de los herederos había escuchado la conversación y en seguida fue a contarla a la sala en donde estaban reunidos los demás. No surgieron muchos comentarios. Cada uno había pensado ya, largamente, durante los días de agonía de don Roque, lo que más le convenía, y todos habían decidido no salirse de sus casillas. Allí lo importante era ver, oír, recoger el dinero y santas pascuas. A don Luciano, con todo, cada día que pasaba le tomaban más manía; pero también cada hora le expresaban mayor sumisión y le tenían más miedo. Sabían que en el testamento había unas cláusulas en las que él decidía totalmente. En buenas manos estaba el pandero. Todos temían irritarlo, y sabían muy bien que la colosal arquitectura de aquel hombre de requesón y miel podía trocarse en un instante en temible catapulta de condenas y maldiciones.
Los herederos eran los siguientes: el propio don Luciano, que era, con Casimiro y Teresa, uno de los parientes más próximos; Casimiro, que ya había dicho que con esto iba a empezar de nuevo la vida; Frasquito y Juana, que querían paz y nada más que paz; Periquín el Borreguero, que todo lo excitado que había estado antes de morir don Roque, ahora se había quedado quieto y mudo como un tarugo de madera. También las hermanitas del Asilo de Desamparados habían sido consideradas para todos los efectos como unas herederas más.
Teresa y Trinidad, también herederos, eran harina de otro costal, como suele decirse. Precisamente la reforma del testamento, según se decía, sin dar tampoco mucha clase de detalles, consistía en que el legado de estos dos parientes quedaba sujeto a unas condiciones que el notario se encargaría de hacer saber en el momento oportuno, pero que, en todo caso, el propio don Luciano quedaba como depositario, pudiendo destinar el dinero de estas partes, si las condiciones no se cumplían, a obras de beneficencia o de carácter parroquial.
Los herederos estaban más que agotados, porque si larga había sido la enfermedad mucho más larga había sido la agonía de don Roque. Durante todo este tiempo, los herederos y sus familiares prácticamente no se habían apartado de la cabecera del enfermo. Y había sido unas horas antes de morir, cuando don Roque, sacando fuerzas de la nada, y dirigiéndose a todos ellos, había gritado con voz inaudita, verdadera voz de ultratumba: “Mundo embustero”, lo cual les había dejado a todos, incluso a don Luciano, completamente anonadados. ¿Qué había querido decir con aquello? La tremenda frase había corrido como pólvora por el pueblo, y en cada casa se le daba una interpretación distinta. Pero casi todos coincidían en decir que, de haber salido del trance, don Roque habría cambiado totalmente el testamento. Algo había visto claro el difunto don Roque en este último instante, cuando ya todo estaba decidido y nada tenía remedio. Menos mal que había tenido tiempo de arrepentirse, si es que se trataba de algo que perturbara su conciencia. Y esto era, a fin de cuentas, lo que importaba.
Con todo, los herederos apenas hablaban entre ellos de esta espantosa despedida, y más bien lo que hacían era preguntarse por qué le había entrado a última hora aquella manía de taparse la cara con las mantas y las sábanas, como no queriendo ver a ninguno. Para tranquilizarse solían decir:
—Debía de tener, por lo menos, cuarenta de fiebre.
—Y más de cuarenta también.
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