José Luis Romero, el conocido historiador argentino, autor de un notable ensayo sobre la historiografía de Maquiavelo y de Las ideas políticas en Argentina entre otros interesantes estudios, nos ofrece en este breviario la oportunidad de hacer un viaje por los vericuetos de un mundo, el de la Edad Media, conocido siempre a medias, juzgado con apasionamiento y enturbiado por prejuicios de todo tipo.
Las dos partes en que se divide el libro: la sociopolítica, con sus divisiones clásicas de temprana Edad Media, alta Edad Media y baja Edad Media, y la cultural, en que se estudian la imagen del universo, las formas de convivencia, la idea del hombre y las formas de realización del individuo en este periodo histórico, están pensadas de modo que el lector pueda integrarlas. Así, José Luis Romero, en forma sistemática, va arrojando luz sobre una época que parece embrollada e incierta para quien no la contempla en su justa perspectiva histórica, época a la que se deben, entre otras cosas, las catedrales góticas, la Suma teológica y la Divina comedia.
José Luis Romero
La Edad Media
ePub r1.0
IbnKhaldun 19.10.15
Título original: La Edad Media
José Luis Romero, 1949
Editor digital: IbnKhaldun
ePub base r1.2
Primera parte
HISTORIA DE LA EDAD MEDIA
I
LA TEMPRANA EDAD MEDIA
1) DEL BAJO IMPERIO A LA ALTA EDAD MEDIA
Una tradición muy arraigada coloca en el siglo V el comienzo de la Edad Media. Como todas las cesuras que se introducen en el curso de la vida histórica, adolece ésta de inconvenientes graves, pues el proceso que provoca la decisiva mutación destinada a transformar de raíz la fisonomía de la Europa occidental comienza mucho antes y se prolonga después, y resulta arbitrario y falso fijarlo con excesiva precisión en el tiempo.
Se ha discutido largamente si, por lo demás, hay en efecto una cesura que separe la historia del Imperio romano de la historia de la Europa medieval. Quienes asignan una significación decisiva a los pueblos germánicos tienden a responder afirmativamente, sobrestimando sin duda la importancia de las invasiones. Quienes, por el contrario, consideran más importante la tradición romana y perciben sus huellas en la historia de la temprana Edad Media, contestan negativamente y disminuyen la trascendencia de las invasiones. En cierto modo, esta última opinión parece hoy más fundada que la anterior —o así lo considera el autor, al menos— y conduce a una reconsideración del proceso que lleva desde el bajo Imperio hasta la temprana Edad Media, etapas en las que parecen hallarse las fases sucesivas de la transformación que luego se ofrecería con precisos caracteres.
Pues, ciertamente, el contraste es muy grande si se comparan el Imperio de la época de Augusto o aun de Adriano con la Europa de Alfonso el Sabio o la de San Luis; pero resulta harto menos evidente si se consideran las épocas de Constantino y Carlomagno, y menos todavía si aproximamos aún más las fechas de los términos de comparación. De modo que parece justificado el criterio de entrar en la Edad Media no por la puerta falsa de la supuesta catástrofe producida por las invasiones, sino por los múltiples senderos que conducen a ella desde el bajo Imperio.
El bajo Imperio corresponde a la época que sigue a la larga y profunda crisis del siglo III, en la que tanto la estructura como las tradiciones esenciales de la romanidad sufren una aguda y decisiva convulsión. Si el siglo II había marcado el punto más alto del esplendor romano, con los Antoninos, el gobierno de Cómodo (180-192) precipitó el desencadenamiento de todas las fuerzas que socavaban el edificio imperial. Tras él se inició la dinastía de los Severos, cuyos representantes trajeron a Roma el resentimiento de las provincias antaño sometidas y con él la voluntad de quebrar el predominio de sus tradiciones para suplantarlas por las del África o la Siria.
Desde entonces, y más que nunca, la fuerza militar fue el apoyo suficiente y necesario del poder político, que los ejércitos regionales empezaron a otorgar con absoluta irresponsabilidad a sus jefes. Roma perdió gradualmente su autoridad como cabeza del imperio, y en cambio, las provincias que triunfaban elevando al trono a uno de los suyos adquirían una preeminencia incontestable. Este fenómeno tuvo consecuencias inmensas. Por una constitución imperial de 212, Caracalla otorgó la ciudadanía a todos los hombres libres del imperio y el reducto itálico de la romanidad vio disiparse su antiguo ascendiente político y social. A poco, los emperadores sirios introdujeron en Roma los cultos solares, y uno de ellos, Heliogábalo, compartió sus funciones imperiales con las de sumo sacerdote del Baal de Emesa. Nada parecía quedar en pie del orden antiguo.
Y, en efecto, lo que quedaba era tan poco, que no mucho después comenzó el oscuro periodo que suele llamarse de la «anarquía militar». Los distintos ejércitos regionales impulsaron a sus jefes hacia el poder y se suscitaron reiterados conflictos entre ellos que debilitaron el imperio en sumo grado. Al mismo tiempo gobernaban en diversos lugares varios jefes militares, que se decían legalmente investidos con el poder imperial y cuya mayor preocupación era eliminar a sus rivales. Algunos de ellos se desentendieron de esa aspiración y se limitaron a establecer la autonomía de su área de gobierno, como Póstumo en Galia y Odenato en Palmira. Y entretanto, las primeras olas de invasores germánicos se lanzaban a través de las fronteras y ocupaban vastas provincias saqueándolas sin encontrar oposición eficaz.
Sin embargo, el mismo instrumento militar que había desencadenado en buena parte la catástrofe podía todavía servir para contenerla si alguien conseguía ajustar su funcionamiento. Era necesario suprimir los últimos vestigios del orden republicano, celosamente custodiados por los Antoninos, y ceder a las crecientes influencias orientales que apuntaban hacia una autocracia cada vez más enérgica. Cuando Claudio II y Aureliano comenzaron a restablecer el orden, expulsando a los invasores y sometiendo a una sola autoridad todo el territorio del imperio, estaban echando al mismo tiempo las bases de un nuevo orden político —el dominatus— que perfeccionaría poco después Diocleciano. La diadema y el manto de púrpura, que Aureliano adoptó, la genuflexión que Diocleciano impuso a sus súbditos a modo de saludo, no eran sino signos exteriores de una realidad profunda: el imperio imitaba a la autocracia persa y procuraba organizarse bajo la celosa y omnímoda voluntad de un amo y señor que, apoyado en una vigorosa fuerza militar, pudiera imponer el orden aun a costa de la renuncia a todas las garantías que, en otros tiempos, ofrecía el derecho tradicional.
Entre las medidas con las que Diocleciano quiso restaurar la unidad del imperio se cuenta una terrible persecución contra los cristianos en beneficio de los tradicionales cultos del estado romano; pero el cristianismo —una religión oriental que, como otras, habíase infiltrado en el imperio— tenía ya una fuerza inmensa y la acrecentó aún más en los años de la persecución. Diocleciano fracasó, pues, en su intento, pero poco después Constantino, que perseveró en los ideales autocríticos que aquél representaba, decidió ceder a la fuerza de la corriente y luchó por lograr la unidad mediante una sabia y prudente tolerancia. Pero poco después el emperador Teodosio había de volver a la política religiosa de Diocleciano invirtiendo sus términos y estableció el cristianismo como religión única iniciando la persecución de los que empezaron por entonces a llamarse «paganos».