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Gaia Coltorti - La afinidad alquímica

Aquí puedes leer online Gaia Coltorti - La afinidad alquímica texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2014, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial España, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Gaia Coltorti La afinidad alquímica
  • Libro:
    La afinidad alquímica
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial España
  • Genre:
  • Año:
    2014
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La afinidad alquímica: resumen, descripción y anotación

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Esta es una historia de amor entre un hombre y una mujer; un amor prohibido, intenso y devastador que nace entre dos hermanos. Nacidos mellizos y separados muy tempranamente tras el divorcio de sus padres, Selvaggia y Giovanni han vivido separados durante la mayor parte de su vida. Pero el retorno de la madre y de la hija adolescente a Verona cambiará la vida de esta familia para siempre. Cuando Giovanni ve por primera vez a Selvaggia el corazón le da un vuelco: es bellísima, seductora, caprichosa, provocadora y lo tiene completamente loco. El verano acaba de comenzar y ella está sola en una ciudad extraña, tan solo su hermano le hace compañía, descubriéndole las maravillas cotidianas que les rodean. Pronto surge entre los dos una súbita descarga, una tensión, una calidez que ninguno de los dos había sentido antes y que solo tiene un nombre: deseo. Desafiando los prejuicios sociales y llevando sus sentimientos hasta el extremo, ambos se embarcarán en una relación imposible, maravillosa y detestable a la vez, como el destino inexorable al que ambos se ven abocados.

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Gaia Coltorti

La afinidad alquímica

Traducción de César Palma
www.megustaleerebooks.com

Este desesperado teatrillo.
Esta catástrofe de parejas de dobles.
No es más que una trampa
vista a través de los ojos de René Girard. ¿Ha habido jamás libro tan perverso,
tan bien encuadernado?

Romeo y Julieta , Acto III, Escena II

¿Te acuerdas? No erais más que dos estudiantes de bachillerato después de un encuentro de amor, y en ese momento ella dormía. Respiraba sobre tu cuello, y con su dulce presencia te hacía feliz.

Los pliegues de las cortinas. La luz del sol de Verona las atravesaba, iluminaba la habitación, y tú, en aquel aroma de voluptuosidad refinada que os rodeaba, tendías a perderte. El piso de la via Anfiteatro estaba en silencio, suspendido en el perfecto remanso que de vez en cuando, de forma milagrosa, reina en la paz de la tarde. Percibías las voces de la gente, de la vida de la calle, como un fondo plácido, semejante al agua que fluye en un río y, vencido por la ternura, encantado le habrías acariciado el pelo a tu amor, que cuando dormía era más amable, pues el resto del tiempo se convertía en una especie de niña de dieciocho años mimada que siempre hacía lo que le daba la gana.

Déspota, sí, pero se había apoderado de tu corazón.

Vuestra historia desesperada e imposible, lo sabes, duraba desde hacía semanas. De vez en cuando te ponías en la piel de otro y te estremecías, intuyendo hasta qué punto, visto desde fuera, vuestro amor debía de parecer horrible: la palabra en la que pensabas era «repugnante». Pero solo había que pasar y enseguida, obedeciendo a su misterioso destino, todas las cosas se encauzaban de nuevo.

En realidad, quien encauzaba las cosas de nuevo era ella, incluso a golpe de audacia y de soberbia; por mucho que la persona que amabas se defendiera detrás del escudo de la agresividad, tú sencillamente creías. Te habías acostumbrado a observar su engañosa fragilidad exterior, lo que más saltaba a la vista: su cuerpo delgado, de alumna de gimnasia rítmica, parecía a punto de romperse cuando tus manos y tus brazos, vencidos por el deseo, lo atraían hacia sí. Hasta que comprendiste que su cuerpo era fuerte y, quizá menos, su espíritu.

Tu propio nombre —Giovanni— para ti no habría significado nada, ahora, sin el suyo al lado, un nombre que con solo oírlo te llenaba el corazón de dicha: Selvaggia. Y es que, antes de ella, tú no eras nadie, un chico como tantos otros que pasaba inadvertido, confundido en la multitud.

Quien te conocía habría dicho que eras inteligente, educado, un chico un poco apático y, en resumidas cuentas, tranquilo. Uno que el sábado por la noche salía con los amigos a tomar algo, un apasionado de la natación que soñaba con participar algún día en el campeonato italiano. Nada más. Pero después de ella, por irrefrenable metamorfosis, Giovanni se convirtió en Johnny, y Johnny era como Giovanni, solo que con muchas más ganas de vivir. Parecía un hombre que había encontrado su camino, una especie de elegido al que la vida se le había aparecido milagrosamente ante los ojos, plagada de peligros y, a la vez, destinada a una felicidad suprema.

Selvaggia lo fue todo para ti en aquellos cien días en los que os amasteis. Ella era tu razón para vivir, aquello por lo que respirabas, motivo de decisiones extremas, origen de sufrimientos y alegrías jamás conocidas. Ambos supisteis impregnaros de todas esas cosas desde el primer momento, como si, por la pasión que os hacía respirar, hubieseis venido al mundo con el único fin de amaros.

Y quizá no habría habido nada raro, en vosotros y en vuestro amor desesperado, si la chica que dormía a tu lado, y apoyaba la cabeza en tu pecho, y te volvía loco cada vez que la besabas en la boca, no hubiese sido tu hermana.

¿Te acuerdas? Las vacaciones a caballo entre primero y segundo de bachillerato habían empezado, y todavía no habías conocido a Selvaggia. Vuestros padres se habían separado cuando erais pequeños —tendríais un año, más o menos—, y tampoco conocías realmente a tu madre: la veías de vez en cuando, os hacía un par de visitas breves al año, no podía dedicaros más tiempo porque estaba muy agobiada con su carrera en la policía.

No recordabas haberla odiado nunca porque estuviese tan alejada de ti. Solo sabías que no habías aprobado algunas de sus iniciativas, como la de cambiar de pareja cuantas veces le apetecía, informando de ello puntualmente a tu padre —Daniele Mantegna, el excelente notario de cuarenta y cinco años, entregado al trabajo y a lo que quedaba de su familia—, para que tuviese de nuevo celos después de todos esos años, una especie de reflejo incluso un poco abstracto.

Pero quizá, de una forma enigmática sobre la que nada sabías, tu madre obtenía de sus artimañas perversas alguna satisfacción o entretenimiento para mayores, perfectamente consciente de lo mucho que él la seguía amando.

Así pasaste los últimos dieciocho años de tu vida solo con tu padre, allí en Verona, mientras que tu madre y tu hermana, que se habían trasladado a Génova desde el principio de la separación, debieron de pasar en esa ciudad la suya, a tus ojos semimisteriosa y paralela a la vuestra.

Te diste cuenta ahora de que las dos iban a volver a aparecer en tu vida: estuviste un rato sin saber muy bien cómo reaccionar ni qué pensar. Nunca habías vivido con la idea de encontrarte con presencias femeninas más o menos cerca, y tu padre había sido siempre mucho más que discreto en lo que se refiere a sus eventuales, y sin duda fugaces, relaciones sentimentales.

Era comprensible, pues, que te sintieras perplejo cuando un día como cualquier otro, durante la comida, con el bajo continuo del telediario que informaba sobre las miserias del mundo, tu padre dijo en tono monocorde:

—Antonella y Selvaggia regresan a Verona.
Tal vez ni siquiera esperara una respuesta; igual que cuando no estaba de acuerdo con un tema o con lo que fuera, y de repente se volvía frío o distante, como si no quisiera oír pareceres contrarios a los suyos.
—¿Y? —Fue tu primera reacción, con un gesto de indolencia.
Francamente, no es que te importara mucho. Veías tan poco a tu madre, que te habías acostumbrado a vivir como si no existiera. En cuanto a tu hermana, esa querida hermana bicorial o monocorial —para ser sinceros, no lo recordabas—, en fin, la conocías por foto, y las últimas que habías visto únicamente por contentar a tu padre eran de hacía al menos dos años. No, cuatro , en realidad. Y casi nunca habías hablado con ella, y casi nunca habíais jugado de pequeños, o, si lo habíais hecho, no guardabas recuerdos suficientes para tener una impresión clara.
—Nada —se limitó a decir tu padre —. Es solo para que lo sepas. A tu madre la han trasladado a Verona, ya sabes cómo funcionan las cosas en la policía, ¿no? Estarán aquí dentro de muy poco. Te pido más bien disculpas por decírtelo tan tarde. Tu madre ya se ha comprado una casa, después de vender la de Génova. Ella y Selvaggia se están instalando.
Ni siquiera le respondiste, ¿recuerdas? Te limitaste a escuchar la noticia. Al fin y al cabo no te conmovía en lo más mínimo saber que dentro de poco podrías abrazarlas a las dos. Más tarde, como te ocurría cuando sentías necesidad de pensar, trataste de despejar tus dudas nadando espalda en la piscina. Que tu padre pensaba volver a cortejar a tu madre estaba tan claro como el agua. Y seguramente no le echabas la culpa, pues ella era la única mujer capaz de hacerlo masoquistamente feliz, aceptando vivir a su lado. «De acuerdo —te decías—. No tiene por qué haber ningún problema si, a cambio, recupero una especie de familia, ¿no?»
Sin embargo, seguían agobiándote pensamientos inconexos acerca de los cambios que se avecinaban. Te formulabas preguntas confusas, te decías que aquello no tenía por qué importarte: en el fondo, ¿tú qué puñetas pintabas en todo eso?
«Son cosas suyas», te decías.

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