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Will Elliott - El circo de la familia Pilo

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Will Elliott El circo de la familia Pilo

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Will Elliott EL CIRCO DE LA FAMILIA PILO The Pilo Family Circus 2006 Para - photo 1

Will Elliott

EL CIRCO DE LA FAMILIA PILO

(The Pilo Family Circus, 2006)

Para mis padres

El carnaval de la raza humana,

algodón de azúcar y caras sonrientes;

un niño habla con la boca llena,

una novia consigue un muñeco de peluche.

Se respira un ambiente festivo,

hemos encontrado otro mundo.

Carousel

Primera parte

Que vengan los payasos

1

La bolsa de terciopelo

Entre ellos no había ninguno que no mirase hacia atrás,

con la esperanza de que el carnaval los restituyese con los de su propia especie.

The Carny de Nick Cave

Jamie se detuvo con un chirrido de los neumáticos y lo primero que se le pasó por la cabeza fue «casi mato a eso», en lugar de «casi mato a ese». En el destello de los faros había una aparición vestida con una camisa abultada salpicada violentamente de estridentes flores estampadas. Llevaba zapatones rojos, pantalones a rayas y maquillaje blanco en la cara.

Lo que alarmó de inmediato a Jamie fue la expresión de los ojos vidriosos y confusos del payaso, que sugerían que el mundo era completamente nuevo para él, que su coche era el primero que veía en su vida. Era como si acabara de eclosionar de un huevo gigantesco y hubiera deambulado hasta la carretera para detenerse en ella, tan inmóvil como el maniquí de una tienda, con aquella camisa floreada, que contenía a duras penas una barriga flácida, metida en la cintura de los pantalones, los brazos apretados a ambos lados del cuerpo y las manos enfundadas en guantes blancos que formaban puños gruesos y redondos. Bajo las axilas se extendían manchas de sudoración. Lo miró fijamente a través del parabrisas con sus maliciosos ojos saltones hasta que perdió el interés y se alejó del vehículo que había estado a punto de matarlo.

El reloj del salpicadero marcó el décimo segundo desde que Jamie había detenido el coche. Olía a caucho quemado. Sus tiempos como automovilista le habían costado al mundo dos gatos y un faisán, y ahora habían estado a punto de costarle un ser humano completamente idiota. Se le pasaron por la cabeza todas las desgracias que le habrían sucedido si hubiera titubeado lo más mínimo al pisar el freno: juicios, acusaciones, noches en vela y ataques de culpabilidad durante el resto de su vida. Enseguida le sobrevino una cólera homicida. Bajó la ventanilla y gritó:

—¡Eh! ¡Apártate de la puta carreteraaa!

El payaso no se inmutó, tan solo movió la boca, abriéndola y cerrándola dos veces, aunque no pronunció ninguna palabra. Jamie estaba a punto de sufrir un ataque a causa de la cólera; ¿acaso aquel tipo se creía gracioso? Rechinó los dientes y apretó el claxon. El pequeño y viejo Nissan resolló con todas sus fuerzas, emitiendo un sonido penetrante en la quietud de las dos de la madrugada.

Parecía que al fin le había causado cierta impresión. El payaso abrió y cerró la boca de nuevo y se tapó los oídos con las manos enfundadas en guantes blancos, al mismo tiempo que se volvía para encararse de nuevo con Jamie. El frío contacto de su mirada le provocó un escalofrío en la columna vertebral. No vuelvas a tocar el pito, colega, decían sus malévolos ojos. ¿No te parece que un tipo como yo tiene problemas? ¿A que prefieres que me guarde mis problemas para mí solo?

La mano de Jamie vaciló encima del claxon.

El payaso se volvió nuevamente hacia la acera y avanzó dando tumbos antes de detenerse una vez más. Si un coche circulaba rápidamente en sentido contrario haría lo que había estado a punto de hacer Jamie. En fin, la madre naturaleza era sabia, tan solo era el curso natural del gen de la estupidez, al que se desterraba de la especie igual que se extrae la sangre emponzoñada. Jamie reanudó la marcha, meneando la cabeza y riendo nerviosamente.

—¿Qué demonios ha sido eso? —le susurró a su reflejo en el espejo retrovisor.

Pronto lo sabría... La noche siguiente, de hecho.

—¿Dónde está mi puto paraguas?

Jamie se lamentó para sus adentros. Era la cuarta vez que se lo preguntaba a grandes voces, acentuando sucesivamente todas las palabras. Frente a él estaba nada menos que Richard Peterson, un redactor sensacionalista de uno de los periodicuchos nacionales, La voz del contribuyente. Había entrado en tromba en el club de caballeros de Wentworth, en medio de una tormenta de Armani y betún. Como conserje, Jamie cobraba dieciocho pavos por hora por soportar amablemente aquella diatriba.

Los gritos se interrumpieron. Peterson lo miró fijamente en un torvo silencio, torciendo el bigote.

—Lo siento, señor, no lo he visto. ¿Me permite ofrecerle uno de regalo?

—¡Ese paraguas era una puta herencia!

—Lo comprendo, señor. Tal vez...

—¿Dónde está mi puto paraguas?

Jamie hizo una mueca cuando dos mujeres atractivas pasaron delante de las puertas y sonrieron ante el revuelo del interior. Durante los dos minutos siguientes repitió «lo comprendo, señor, tal vez...», mientras Peterson amenazaba con devolver el carné de socio, ponerles una denuncia, hacer que lo despidieran, ¿o es que acaso no sabía con quién estaba tratando? Finalmente uno de los colegas de Peterson atravesó el vestíbulo y se lo llevó a la barra como quien engatusa a un dóberman con un filete sanguinolento. Peterson se fue refunfuñando. Jamie suspiró, sintiéndose, no por primera vez, como la estrella invitada de una telecomedia británica.

A medida que arreciaba el ajetreo de las seis de la tarde se produjo una estampida de famosos de Brisbane con barriga cervecera, socios de bufetes de abogados, presentadores de telediarios, mandamases de la AFL, jugadores de críquet retirados, miembros del Parlamento del Estado y personajes de todas clases, excepto jóvenes y femeninos. El silencio se adueñó del vestíbulo; los únicos sonidos que atravesaban las paredes de granito eran los cláxones amortiguados del tráfico, el reconfortante bullicio urbano de la jornada de trabajo que terminaba y la vida nocturna que despertaba. El vestíbulo estaba desierto; el sosiego solo se veía interrumpido esporádicamente por algunos miembros del club que salían más borrachos y risueños de lo que habían entrado. Cuando el último de ellos se hubo marchado dando tumbos, Jamie se concentró en una novela de ciencia ficción, mirando furtivamente por encima del hombro de tanto en tanto para asegurarse de que no lo sorprendiera su jefe ni un famoso de Brisbane extraviado. Esa, en cambio, no era una forma tan mala de ganar dieciocho pavos por hora.

El reloj dio las dos. Jamie despertó de una especie de trance y se preguntó adónde habían ido las últimas seis horas. El club estaba en calma; el resto de los empleados se habían ido a casa y todos los miembros estaban acostados, confortablemente llenos de cerveza, al lado de acompañantes de pago.

Jamie fue andando hasta el centro Myer. Era un joven alto y pelirrojo y daba zancadas largas y espasmódicas con sus delgadas piernas, taconeando secamente en la acera con unos zapatos abrillantados, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones de sport, jugueteando con una moneda de dólar entre el dedo pulgar y el índice. Un mendigo se había aprendido los horarios de sus turnos y desde hacía semanas trataba de interceptarlo cuando se dirigía al aparcamiento. El viejo salió a su encuentro delante del centro Myer en el momento preciso, oliendo a vino de barrica y con aspecto de Santa Claus decadente. Murmuró algo acerca del tiempo y fingió sorpresa y alegría cuando Jamie le entregó el dólar, como si fuera lo último que hubiera esperado, y de ese modo el turno de Jamie concluyó con profusos agradecimientos, lo que hasta cierto punto resultaba gratificante.

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