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Ennio Marchetti - Una Historia Campesina

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Ennio Marchetti Una Historia Campesina

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Capítulo I

Viola se tiró a sus pies, acomodándose sobre la alfombra, que daba a la estufa. Lo miraba a hurtadillas, como queriendo decir: “¿Y que estás haciendo? ¿Por qué estas aún aquí?”.

Mas, parecía como si él, aquella mañana, no quisiera ir a su trabajo.

Se quedaba allí, meditando, sentado en su vieja y baja silla de madera, junto a la estufa de hierro colado. En la boca tenía su medio toscano, con el extremo encendido dentro de la boca, echando humo a todo vapor.

Viola no sabía que Carlín, desde aquel día, nunca más se iría de su casa en horas de la madrugada, como de costumbre. Había cumplido sesenta años y aquel era su primer día como jubilado.

Una pensión mínima, la suya, visto que sus patrones le habían depositado muy pocas contribuciones, pero a él, aquellos pocos miles de liras le parecían ya un pequeño patrimonio y se sentía conforme con el reducido monto a recibir.

Viola era una perra viralata. La había encontrado en la carretera, por la hacienda Selvabella, la granja donde él, cada día, se iba a trabajar.

La habían dejado abandonada en el camino que llega a Lenta y ella había vagado por los bosques durante algunos días.

Cuando sus fuerzas le abandonaron, se había quedado agotada en la zanja que prolonga el camino rural por la granja.

Si no hubiera sido por Carlín, que la vio, semioculta en la hierba como se encontraba, seguramente habría muerto.

Era una linda perrita pastor, con colores blanco, negro y anaranjado. Tenía una carita muy simpática y cautivante, de grandes ojos castaños.

“¡Mira quién está aquí!”-dijo Carlín, que regresaba a su casa, a pies, como siempre-. “¿Qué haces ahí?”

Viola tampoco tenía energía para colear. Sólo se limitó a ofrecerle una lánguida mirada con sus ojotes y él se enamoró de ella muy pronto. Sacó de su funda un pedacito del pan que había sobrado del almuerzo y alargó la mano para dárselo. Ella hizo señales de agradecimiento, pero pronto se evidenció que tampoco tenía ánimo para comerlo.

“De verdad estás muy maltratada, enflaquecida y muy triste, pobrecita -le dijo, entonces, Carlín- y yo no puedo dejarte morir, por nada”.

Se la echó a la espalda y, con aquel peso, recorrió los diez kilómetros que lo separaban de su casa, en el centro histórico de Gattinara.

“He encontrado una amiga” dijo, en la puerta, a Margherita, su esposa. Entró con la perra en brazos, en medio de la oposición de una mujer que nunca había querido saber de animales.

Tardó mucho tiempo para que Viola lograra recuperase. Casi un mes.

Se quedaba todo el día en la cocina, esperando a su nuevo dueño y, así que la noche se acercaba, empezaba a mostrar cierta algarabía. Si Carlín estaba en la casa ella nunca lo abandonaba; lo seguía, coleando, también cuando él y Margherita, por la noche, dejaban la cocina para subir las escaleras, del sótano al segundo piso hasta la cama de su habitación.

Margherita no quería que aquella perra entrara también allí. Viola se había dado cuenta. Carlín la encontró en la leñera cercana, donde le había arreglado una canasta de trapos para dormir.

Por la mañana, antes del amanecer, cuando él se levantaba para ir a su trabajo, ella se ponía detrás de la puerta y esperaba pacientemente que su dueño llegara y la dejara libre. Compartía con él su desayuno y después, cuando Carlín se iba, se ponía en la alfombra a esperarlo hasta que anocheciera.

Aquel día no entendía por que estaba allí, con ella. Luego de unos minutos, Carlín comprendió la impaciencia de su perra.

”Eh, mi querida Violeta -le dijo- desde hoy tú y yo nos acompañaremos siempre. Estaremos juntos todo el día”.

Ella demostró haberlo comprendido, levantándose, sentándose en sus piernitas traseras y lamiéndole una mano. Carlín le acarició suavemente la cabeza. Viola se quedó tranquila y se acostó, adoptando la posición que antes tuviera. El, entonces, absorbió una bocanada de su medio toscano, “pero despacio -pensó- porque, si termino también éste, Margherita se enfadará. Ayer, cuando me fumaba otro, ella se molestó”.

Era Margherita quien guardaba “la caja” y, para Carlín, encontrar el dinero para comprar los cigarros era siempre muy difícil. Intentaba ahorrar unos dineritos cuando su esposa le mandaba a la tienda a comprar algo y, ahorrando diez liras más diez liras, lograba comprar unos paquetitos de Toscanelli de vez en cuando y, en tal caso, era para él motivo de algarabía.

Su esposa tenía la costumbre de salir con frecuencia de la casa: iba donde sus amigas, a la tienda, a los entierros... Y, en esos momentos, él aprovechaba.

Traía del escondite en un viejo armario su cajita, sacaba un medio Toscano y volvía a la cocina para fumarlo con toda tranquilidad. Conocía qué tan largos eran los recados de Margherita y sabía perfectamente cuando podía fumar en santa paz.

Viola se alegraba de eso. En efecto, todas las veces que Carlín llegaba con un cigarro, ella se agitaba más que de costumbre. Y, cuando Margherita al fin llegaba, el cigarro fumado era siempre del paquete que ella le había comprado dos semanas antes.

“Lo fumo al revés -le decía-, así dura más”.

“Asqueroso”, contestaba ella y se ponía a cocinar, refunfuñando.

Capítulo II

Margherita y Carlín nunca se llevaron bien. Se conocieron y casaron en los arrozales, en Rovasenda, donde el padre de ella tenía terrenos y una granja. Pero no se trató de un matrimonio planificado, como era costumbre en muchas familias.

Carlín le gustó de inmediato a Margherita, al verlo, por primera vez, un domingo, paseando por Gattinara. Lo había invitado a la Mauletta, su granja, y él de repente dijo que aceptaba.

En aquel tiempo, los años siguientes a la primera guerra mundial, los dos tenían más o menos veinte años.

Ella había nacido en 1900, él tenía un año menos.

Carlín no conocía ningún otro oficio que aquel de trabajar la tierra y de criar animales.

Nació en el Castello de Lenta, de padres campesinos. Y a la agricultura se dedicó muy pronto, apenas pudo sostener en sus manos una pala o azada, o alguno que otro apero de labranza. Antes había aprendido a cuidar las vacas.

Desde muy pequeño demostró querer muchísimo a los animales. Su madre dejó de amamantarlo muy pronto, y su nodriza fue la Mina, una gruesa vaca pinta.

“Esta es la leche de la Mina -le decía siempre su mamá, cuando le daba la leche-. Ahora casi puedes decir que tienes dos madres, yo y ella. ¿Eh?... Si no hubiera sido por ella, mi querido...”

.Aquellas palabras se las había repetido continuamente Mamá María, y también ahora que ya Carlín podía beber la leche en la taza.

El, de vez en cuando, se iba donde la Mina, se le paraba delante y la miraba directamente a los ojos.

“Mina -le decía compungido- yo te quiero mucho porque también tú eres mi mamá”. Después alargaba una mano y le acariciaba su corona. Y ella le daba una bella lamida.

Un día la Mina parió un ternerito. Para Carlín fue una gran emoción. Iba durante casi todo el día al establo a mirarlo y a mimarlo. La vaca se quedaba tranquila. Y cuando el ternerito chupaba la leche, Carlín observaba complacido.

“Eh, Mina -decía a su nodriza- eres grande ¡Debemos hacerte un monumento! En eso de amamantar casi eres mejor que mi mamá!”

Giovanni, el padre de Carlín, era un hombre fuerte y alto.

En su infancia, al contrario, había sido débil. Fue por eso que lo llamaban Giuanín, nombre que, a despecho de las apariencias posteriores, se le quedó para toda la vida.

No tenía hermanos, caso bastante singular en aquella época. Más fue una coincidencia afortunada, porque eso le permitió heredar todo, la casa y aquellos pocos terrenos de familia.

No era hermoso, mas podría considerarse un tipo interesante. En su juventud las muchachas le corrían detrás, por lo menos hasta que encontró a María.

Siempre había vivido en Lenta, en su casa del Castello. El viaje más largo que hizo en su vida fue a Oropa, cuando casó, con María. Era su viaje de luna de miel, pero en el Santuario no quisieron comprenderlo. Por eso tuvieron que dormir por separado; él en una habitación para hombres y ella en otra reservada para mujeres. Fue un viaje corto, nada más que dos días, porque las necesidades de los animales requerían la presencia de ambos en la casa.

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