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Anna Wimschneider - Leche de otoño

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Anna Wimschneider Leche de otoño

Leche de otoño: resumen, descripción y anotación

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Estas «Memorias de una campesina», la autobiografía de Anna Wimschneider que el lector tiene en sus manos con el título de Leche de otoño, representan un vivido documento de la convulsa historia de Alemania durante el presente siglo, a la vez que constituyen el emocionante y sobrio relato de una existencia cotidiana marcada —como tantas otras— por una suerte adversa.
No es éste, sin embargo, un libro quejumbroso ni patético, sino el sincero testimonio de una mujer que, sin ayuda de ninguna clase, supo hacer frente a la incomprensión de un medio hostil y a las consecuencias de una guerra, inhumana como pocas, con dignidad y resolución y que, mediante un lirismo no exento de momentos de aspereza, deja bien a las claras que la Historia también pertenece a la gente humilde y anónima.
Éste es el libro que, contra todo pronóstico, ha vendido más de un millón de ejemplares en Alemania y que ha dado pie a una película.

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Leche de otoño — leer online gratis el libro completo

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ANNA WIMSCHNEIDER apellido de soltera Traunspurger 16 de junio de 1919 - photo 1

ANNA WIMSCHNEIDER, apellido de soltera Traunspurger (16 de junio de 1919, Obergrasensee, Alemania - 1 de enero de 1993, Obergrasensee, Alemania). Ella nació la cuarta de nueve hijos. A los ocho años perdió a su madre, quien murió en el parto. A partir de ese momento tuvo que administrar la casa en la granja y con la familia extendida. En 1939 se casó con Albert Wimschneider, quien fue reclutado en el ejército once días después y regresó de la Segunda Guerra Mundial gravemente herido. Anna Wimschneider siguió dirigiendo la granja y cuidó temporalmente de dos tíos necesitados de cuidados, una tía y la suegra. Ella y su esposo tuvieron tres hijas. Se hizo famosa en 1985 con su autobiografía Herbstmilch - Memorias de una mujer campesina. Esto fue filmado en 1988 por Joseph Vilsmaier bajo el título Herbstmilch con Dana Vávrová y Werner Stocker en los papeles principales. Anna y Albert Wimschneider pueden verse en papeles secundarios en esta película. Con el apoyo de la adaptación cinematográfica, el libro se convirtió en un bestseller que también ha sido traducido a otros idiomas. En 1991, Wimschneider también publicó el libro «Soy uno de los viejos».

En el distrito rural de Rottal-Inn, en una pendiente suave orientada hacia el este, se encuentra una granja de nueve hectáreas de superficie. Allí vivían mi padre y mi madre y el abuelo, padre de mi madre, y además ocho niños. Franz era el mayor, luego venía Michl, Hans y por fin yo, la primera chica, y detrás de mí Resl, Alfons, Sepp y Schorsch; más tarde todavía vino otro niño.

Los niños llevábamos una vida feliz. Nuestros padres eran laboriosos y el abuelo todavía colaboraba, aunque ya tenía entre ochenta y noventa años. Cuando se afeitaba con su larga navaja, los niños lo observábamos porque lo encontrábamos muy divertido. El espejo estaba colgado en la pared y el abuelo hacía unas muecas absolutamente cómicas. Apoyaba las rodillas en la banqueta, y como temblaba tanto, la banqueta hacía unos ruidos divertidísimos.

Durante la primavera había delante del portón del patio un enorme montón de leña. Nuestra madre la iba partiendo con el hacha y formaba haces. Allí jugábamos los niños, nos arrastrábamos por encima del montón; allí siempre estaba lleno de niños. Las piñas de los abetos eran nuestros caballos, las de los pinos nuestras vacas y las bellotas nuestros cerdos. Con los trozos grandes de cortezas construíamos entonces un caserío. Los trozos de cortezas también los utilizábamos como carros, a los que enganchábamos nuestros animales con un hilo o con una cuerda fina. El llantén era nuestro grano, las hojas de plantaina nuestro dinero y todas las hierbas posibles tenían su significado y enriquecían nuestra granja de juguete.

Nuestros padres estaban contentos con sus niños. Al atardecer jugábamos generalmente a perseguirnos, sacudíamos los cerezos y hacíamos salir de ellos a la multitud de abejorros de San Juan, y antes de acostarnos volvíamos a estar bien despejados. Un día mi madre me puso un bonito vestido de terciopelo rojo y me sentó en la carretilla para ir a buscar cerveza y llevarla a la trilla del trigo. De camino hacia el pueblo me presentaba a la gente de las casas por las que pasábamos, porque estaba muy orgullosa de su primera niña.

En una ocasión estaba mi madre en la cama, no sé por qué, y los niños mayores estábamos con ella en el cuarto de arriba cuando oímos una discusión que llegaba desde abajo. Mi madre se arrodilló en el suelo y quitó un trozo que estaba suelto. Miró hacia abajo. Mi padre y el abuelo estaban discutiendo. El abuelo había traído agua del pozo de detrás de la casa y mi padre había cerrado con llave la puerta de la calle, por lo que el abuelo no podía entrar. Así había surgido la discusión.

Una vez también estábamos jugando tan alegres y contentos y corríamos todos alrededor de la casa. De pronto apareció Fanny por la puerta de entrada con nuestra palangana del baño y vertió mucha sangre cerca de la casa. Entre todos la rodeamos y le dijimos: «¡Eh, eh!, ¿qué es lo que hemos matado?». Nos dijo que eso era de nuestra madre. ¿Es que hemos matado a nuestra madre? Queríamos ir a verla. Nos dijo que nos esperáramos allí que ya nos avisaría cuando pudiéramos entrar.

Esperamos. Luego subimos las escaleras hasta el cuarto de arriba. Primero nos encontramos con dos hombres que llevaban batas blancas. Estaban allí dos vecinas, y nuestro padre y todos lloraban. Mi madre estaba en la cama. Tenía la boca abierta y su pecho se elevaba y se hundía entre grandes estertores. Entre las sábanas había un niño pequeño que gritaba. Los niños pudimos acercarnos a la cama y coger cada uno un dedo de la mano de mi madre. Más tarde volvieron a enviarnos a jugar fuera.

Al atardecer vinieron los vecinos y mucha gente a rezar el rosario. Mi madre yacía amortajada en el antepatio, en el vestíbulo de entrada. Le habían rizado sus preciosos cabellos rojizos del mismo modo que lo había hecho ella siempre delante del espejo. Llevaba puesto un vestido negro y también unos zapatos. Los niños preguntamos: «¿Por qué lleva zapatos mi madre?». La vecina dijo que esto es una antigua costumbre, porque una parturienta tiene que pasar por encima de espinas para ir al cielo. Los vecinos rezaron un rosario. Luego se les dio pan y un trago. Después se rezó otro rosario. Esto transcurrió así durante dos tardes.

El mismo día que murió mi madre, la madrina se llevó al pequeño bebé consigo, a pesar de que nunca había tenido un niño y ya era bastante mayor. Teníamos hambre y no había nada para comer. Los cuatro pequeños estaban tendidos en el sofá, dos hacia atrás y dos hacia delante, y las chaquetas les servían de almohadas y para cubrirse. Los mayores también habíamos cogido alguna prenda de vestir y nos habíamos echado sobre los bancos de madera que había a lo largo de las paredes de la habitación. Llorábamos porque ya no teníamos a nuestra madre, y acabamos durmiéndonos de tanta hambre y tanta pena. Mi padre nos metió más tarde en la cama.

Mi padre buscó en seguida un ama de casa y ésta vino de verdad. Se quedó dos semanas. Un día puso todas las cubetas y cubos, todo lo que teníamos, llenos de ropa en remojo sobre los bancos de la habitación y se fue. Mi padre buscó a otra, que tampoco duró mucho más. Colocó igualmente la ropa sobre los bancos y desapareció. Alguien de la vecindad debía de lavar la ropa. Nunca vi a nadie planchar. Mi padre buscó entonces una novia; se le recomendó a una y a otra, y siempre quedaba comprobado que éstas también hubieran traído consigo a dos o tres niños más. Entonces pensó que estas mujeres querrían echar a los primeros niños e instituir a sus hijos como herederos. Esto no lo quería. Así que desistió de este proyecto. Los niños tenían hambre.

Estando ya en el lecho de muerte, mi madre había pedido a una vecina que fuera mi madrina en la confirmación. Esta vino entonces a ordeñar, y a cambio recibía un delantal lleno de manzanas. Era verano. Mi madre había muerto el 21 de julio de 1927.

Llegó la época de la cosecha y la mayoría de las faenas había que realizarlas en el campo. Todos estaban cansados de tener que ayudar una y otra vez. Mi padre pensó entonces que tenía que ayudarse a sí mismo. No le quedó otro remedio que poner a trabajar a los niños.

Franz era el mayor, todavía no tenía trece años, y la vecina le enseñó a ordeñar. El siguiente era Michl, once años, a quien le tocó la limpieza del establo. Otra vecina vino para enseñarme a guisar y a remendar la ropa, y a indicarme cómo debía cuidar a los niños pequeños. Yo tenía ocho años. El tercero, Hans, también tenía que colaborar. Para dar el pasto a los animales teníamos que levantarnos todos los niños mayores. Nos despertábamos hacia las cinco. Mi padre cogía la guadaña, un hermano la carretilla y los menores llevábamos rastrillos. En una hora habíamos distribuido el forraje con la carretilla; los pequeños todavía dormían. Franz ordeñaba las dos vacas que eran más fáciles de ordeñar. La vecina las otras dos, las que costaban más. Yo encendía el fuego y hervía la leche, la vertía en el cuenco, añadía un poco de sal y luego desmigajaba el pan. Entonces nos sentábamos todos alrededor de la mesa, rezábamos la oración matinal, el credo y el padrenuestro por mi madre. A veces se levantaba en seguida alguno de mis hermanos pequeños y entonces tenía que preocuparme de él, de manera que casi no me daba tiempo a comer. Tras el desayuno rezábamos la oración de gracias y otro padrenuestro por mi madre. Los chicos ya se habían lavado y peinado, con lo que alcanzaban todavía a ir a misa antes de que empezara la escuela. Yo en cambio tenía que ir a despertar a los más pequeños y ayudarles a arreglarse, a vestirse y a desayunar. A veces lloraban, quizá porque no estaban contentos conmigo. El abuelo todavía no se levantaba. A partir de ese momento podía vestirme y arreglarme para ir a la escuela. Me iba cuando mi padre volvía del trabajo en el establo. Entonces corría lo más rápido posible los cuatro kilómetros que me separaban de la escuela. A veces tenía que ir parando porque sentía una punzada fuerte en un lado, y a menudo llegaba cuando ya había empezado el primer recreo. Entonces los demás niños se reían de mí.

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