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Julia London - Los secretos de Hadley Green. Seducir a lady X

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Julia London Los secretos de Hadley Green. Seducir a lady X

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Seducir a
lady X

Julia London

Los secretos de Hadley Green

Sinopsis

Cuando Harrison Tolly, hijo ilegítimo del conde de Ashwood, se entera de que Alexa Carey está embarazada, se ofrece a casarse con ella para protegerla del escándalo y así salvar el honor de la familia. La perspectiva de la boda y del bebé que está en camino le garantizan una nueva vida de privilegios, pero su corazón pertenece a lady Olivia Carey —la esposa de su despótico señor y hermana de Alexa—, a la que intenta cortejar a pesar de las dificultades...

A Julie Kenner, Kathleen O’Reilly, Dee Davis,
Jacquie D’Allesandro, y Sherri Browning Erwin, mis cómplices.
Por su gran devoción a nuestra amistad durante todos estos años

Prólogo

Inglaterra, 1809

Veintiocho almas servían a la familia Carey en Everdon Court, y cada una de ellas, desde la joven que pelaba patatas en la cocina hasta el señor Brock, el mayordomo, sabían muy bien que debían mantenerse alejados de lord Carey si querían conservar su trabajo. Su señoría tenía un temperamento frío y calculador y, con una o dos copas de whisky en el cuerpo, se podía sentir provocado por el detalle más absurdo. Después de haberse tomado unas cuantas copas era muy capaz de despedir al jardinero que le había servido durante veinte largos años, sólo porque quizá no había conseguido podar los setos según había exigido el marqués ese día en concreto. Incluso podía llegar a ordenarle a un joven mozo de cuadra que empaquetara sus cosas y se marchara de la casa inmediatamente si lady Carey se reía de algo que el chico hubiera dicho mientras ella se subía al caballo.

Los sirvientes evitaban al marqués siempre que podían y, cuando no lo lograban, se esforzaban por no levantar los ojos del suelo y mantener la boca cerrada. Sin embargo, lady Carey no podía mantenerse oculta ante su marido. Cómo aquella mujer conseguía sobrellevar un matrimonio con aquel hombre tan frío era una fuente de interminable fascinación para dos viejas amigas que formaban parte del servicio de la casa: la señorita Foster, la cocinera, y la señora Perry, el ama de llaves. La señorita Foster creía que la habilidad de lord Carey en el lecho conyugal tenía que ser la clave de la lealtad que la marquesa le había demostrado durante los seis años que llevaban casados.

—Una mujer puede tolerar muchas cosas si se la maneja como es debido entre las sábanas, ¿no crees? —opinaba con alegría.

Pero la señora Perry, que llevaba casada mucho más de seis años, se lo discutía:

—Estás loca si crees que eso es lo único que hace falta. Yo apostaría a que lo que la hace comportarse así es más bien la amenaza; seguro que sabe que si lo hace enfadar, la tratará de alguna forma muy poco placentera.

—Tonterías —contestaba la señorita Foster—. Si eso fuera cierto, Nancy ya nos habría contado algo —dijo, refiriéndose a la doncella personal de lady Carey—. Además, tampoco creo que esté dispuesta a prescindir de todo esto, ¿no crees?

La señorita Foster se refería a la enorme mansión de Everdon Court. Tiempo atrás había sido una fortaleza, pero con el paso de los siglos, los Carey —tanto el apellido como el título procedían de las tierras fronterizas que en su día fueron conocidas como Careyridge— fueron añadiendo alas a la torre principal y eliminando almenas. En la actualidad, la casa disponía de dieciocho habitaciones, dos patios y un salón para banquetes anexo a una sala de baile que podía albergar a cien invitados. Estaba decorada con algunos de los muebles franceses más elegantes, piezas procedentes del desmantelamiento de la aristocracia francesa que se había llevado a cabo durante los veinte años anteriores.

—Sí, pero ¿qué importancia puede tener todo esto cuando se está casada con una persona así? —argumentó la señora Perry. A ella habría muy pocas cosas capaces de convencerla de que se quedara en casa si el señor Perry la tratara tan mal como el marqués trataba a la marquesa—. Esto sólo son objetos materiales. Lady Carey se merece tener el afecto de un hombre.

—Quizá lo que ella quiera sea un hijo —sugirió la señorita Foster—. Un heredero le iría muy bien.

La señora Perry la fulminó con la mirada.

—Si hubiera tenido que nacer un hijo de esta unión, ya habría nacido hace mucho tiempo.

Hasta el último de los veintiocho empleados de la casa conocía muy bien el problema de la pareja en ese sentido. Todos esperaban cada mes con ansiosa expectación: ¿estaba o no estaba embarazada?

—Entonces, ¿tú crees que la señora es estéril? —preguntó la señorita Foster.

—No —contestó la señora Perry con seguridad—. Yo creo que el problema es de él, con todo el whisky que bebe.

—Quizá tengas razón —dijo la señorita Foster—. Y también es posible que no pueda hacerlo.

Las dos mujeres se miraron y dejaron escapar unas risitas.

Lo que ninguna de las dos podía saber era que el matrimonio del marqués y la marquesa de Carey existía de forma mecánica entre las sábanas y, más allá de eso, apenas existía. La mayoría de las veces, lord Carey no era un amante ni exigente ni excitante; se limitaba a cumplir con los deberes maritales necesarios para conseguir un heredero y guardaba sus preferencias para una joven de la ciudad que llevaba cuatro años recibiéndolo con los brazos abiertos.

Cuatro años atrás, lady Carey creyó estar embarazada, y tal como habría hecho cualquier mujer, le dio la feliz noticia a su marido, que se sintió abrumado de alivio y gratitud. Sin embargo, dos meses después, lady Carey descubrió que ya no estaba embarazada, o que quizá nunca lo había estado, y la decepción que se apoderó del marqués fue tan profunda que jamás llegó a recuperarse del golpe.

Desde entonces, lady Olivia Carey, que se había casado en una elegante ceremonia, rodeada de la alta sociedad inglesa, abandonó toda esperanza de poder disfrutar de un matrimonio basado en el respeto y la admiración mutua. No había nada que detestara más —excepto su tendencia a beber en exceso— que las dos visitas semanales que su marido hacía a su dormitorio, y siempre se sentía muy agradecida de que los encuentros acabaran en cuestión de minutos.

A veces, mientras esperaba tendida a que Edward la fecundara, se preguntaba lo que se debía de sentir al tener un amante apasionado. O cariñoso. De hecho, Olivia aceptaría encantada a cualquier amante que no se comportara como un animal respondiendo a una primitiva necesidad de procrear.

A veces se quedaba allí tumbada y contaba los paneles del techo, mientras calculaba cuántos llegaría a contar antes de que él terminara.

Y otras veces, cuando aparecía apestando a whisky y la manoseaba con torpeza, Olivia se pasaba el rato pensando en cómo podría asesinarlo sin que nadie lo descubriera. Dispararle era demasiado arriesgado, ya que no estaba muy segura de cómo se disparaba un arma. Estaba convencida de que se pondría a trastear con el artefacto y acabaría perdiendo el elemento sorpresa.

Empujarlo desde la azotea de Everdon Court era una alternativa mucho mejor, aunque podía hacerlo sospechar si lo invitaba a reunirse con ella allí. Y además necesitaría que se colocara justo en el borde, preferiblemente en algún lugar donde ella pudiera coger carrerilla y tener la fuerza suficiente para empujarlo.

El envenenamiento parecía la alternativa más inteligente, pero la señorita Foster jamás la dejaría acercarse a la comida de su señoría. La cocinera era extremadamente meticulosa y se enorgullecía mucho de lo que servía. Le costaría demasiado convencerla de que, de repente, tenía interés en prepararle el almuerzo a su marido. Y, además, ¿cuánto veneno se necesitaba para matar a un hombre? ¿Y si no le ponía la cantidad suficiente? ¿Y si le ponía tanto que estropeaba el sabor del plato?

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