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Julien Green - Suite inglesa

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Julien Green Suite inglesa
  • Libro:
    Suite inglesa
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1927
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Suite inglesa: resumen, descripción y anotación

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JULIEN GREEN París 1900-1998 nació el 6 de septiembre en París hijo de - photo 1

JULIEN GREEN (París 1900-1998), nació el 6 de septiembre en París, hijo de padres americanos, fue el último de ocho hermanos.

Participó en la I Guerra Mundial con sólo 17 años como conductor de ambulancias y como soldado del Ejército francés.

Se estableció en París para estudiar pintura y música antes de dedicarse a la escritura. Con 19 años viaja a Estados Unidos y cursa estudios en la Universidad de Virginia. Su conversión al catolicismo no le impide escribir un panfleto Contra los católicos de Francia.

En sus novelas, escritas en francés, expone su preocupación por el mal y la locura. Destacan Adrienne Mesurat (1927), El jardín clausurado (1928), Leviatán (1929) y Partir antes de que amanezca (1963). Sus Diarios (1938-1955) reflejan su inquietud religiosa.

En 1971 se convirtió en el primer miembro extranjero de la Academia Francesa.

WILLIAM BLAKE, PROFETA

(1757-1827)

Como un demonio escondido en una nube.
WILLIAM BLAKE

Después de haber hablado de Johnson, resulta bastante difícil hablar de Blake, y estos dos nombres, uno cerca del otro, tienen algo de desconcertante. Si Johnson era un hombre, ¿cómo definir a Blake? El lenguaje es muy pobre y las palabras que nos ofrece han servido a demasiada gente. Por eso estamos tentados de hablar de Blake de una manera simbólica y decir de él que era un demonio o un ángel o una especie de divinidad. Casi creeríamos que no era hombre más que por error, ya que tan poco se parecía al resto de la humanidad.

Como todo verdadero místico, Blake jamás se dejó engañar por lo que es apariencia en este mundo. Un ser se presentaba a él bajo dos aspectos, y él sabía que de los dos el aspecto humano es el menos importante; el importante era el otro, el eterno, el aspecto que dicho ser reviste en el espíritu de su Creador. Por tanto si nos hubiese contado su vida hubiese sin duda empezado por decirnos quién era, no a los ojos de los londinenses ignorantes que vivieron a su alrededor, sino según el conocimiento perfecto que Dios tiene de toda criatura. Y pienso que nos hubiese dado un retrato de sí mismo desnudo, radiante el rostro, el cuerpo bañado por una luz misteriosa. Es muy probable que descuidase las futilidades biográficas que de ordinario se anotan con tanto celo: la fecha de su nacimiento y las casas en que habitara.

Pero si a cualquier costo tuviésemos que hacer el relato de los años que pasó sobre la tierra, convendría mejor al tema la manera larga y generosa de las viejas leyendas: érase una vez un gigante de mirada terrible, con voz de trueno, y se llamaba Blake, William Blake.

Fue un muchachito imaginativo y visionario. En esta época el suburbio londinense le parecía la obra más bella de la Creación, puesto que en ella descubrió los rasgos de un profundo simbolismo; y si, más tarde y por una especie de abjuración, declaró que la Naturaleza era de origen satánico, no es plausible que matase jamás en sí mismo ese amor de la hierba y de las flores que nos dio El libro de Thel y los Cantos de Inocencia.

De niño vio un árbol cargado de ángeles. Maravillas de este género le parecían normales y las refería con sencillez, ya que en modo alguno se sentía turbado por su comercio con el mundo sobrenatural y porque sus relaciones con los seres invisibles conservaron hasta el fin de su vida una especie de familiaridad ingenua. Otra vez informó a su madre que había visto al profeta Ezequiel sentado en un prado, lo cual le valió un bofetón. En fin, estando un día en su cuarto, pensó morir de terror al ver a Dios asomarse a la ventana.

Nos ha confiado que más tarde jamás leía la Biblia sin que un ángel caído, por lo demás muy culto, viniese ex profeso del Infierno para explicarle el texto santo. Dante y Moisés congeniaban también con Blake, sin que se admirasen de ello ni los unos ni el otro. Milton usaba la misma libertad, a veces se hacía inoportuno y había que despedirlo. Las conversaciones entre el poeta muerto y el poeta vivo tomaban a la vez un giro literario y religioso. Milton insistía en que Blake corrigiese ciertos errores teológicos que se habían deslizado en El Paraíso perdido. Blake así lo prometía y siempre lo demoraba; por fin declaró con brusquedad que tenía otras cosas que hacer. Era frecuente que se adentrasen en discusiones.

«He visto ayer a Milton declaraba Blake. Me ha dicho esto o lo otro. He procurado demostrarle que uno tenía razón. Imposible».

«¿A quién saluda Ud.?» preguntó a Blake un amigo en el curso de un paseo, puesto que nadie había pasado.

«Al apóstol Pablo» dijo Blake.

«Es fatigoso confió un día a alguien, pero Eduardo I interrumpe siempre mis conversaciones con Sir William Wallace».

Cantidad de espíritus anónimos dictaban rapsodias proféticas que no escribía a veces sino muy a su pesar. Así compuso Jerusalén. Lo que resulta en él asombroso es menos la selección de sus amigos que la desenvoltura con que les recibía. Nada evocaba en él al convulsivo o al espiritista, y era un hombre jovial que cantaba sus poemas no importa dónde y sobre aires improvisados. Tenía la mirada un poco arisca y con frecuencia se dejaba llevar por una extremada vehemencia, pero su cólera cedía pronto y estaba siempre sorprendido de que no se le quisiese bien.

Sólo se le conoce un gran amor que duró toda su vida. Comenzó de manera harto particular. En el curso de un paseo con la hija de un jardinero, Blake le confió las penas sentimentales que tenía que padecer. Ella le escuchó en silencio. Luego, conmovida por su malestar, le dijo que lamentaba mucho que no fuese feliz.

«¿De veras? dijo Blake rápidamente. Pues bien, os amo».

La muchacha reflexionó unos minutos y respondió por fin reposadamente:

«También yo os amo».

Se llamaba Catherine Boucher y, no sabiendo escribir, firmó con una cruz en el contrato matrimonial. Hacia ella se volvió Blake, en su lecho de muerte, justamente cuando había terminado el extraordinario dibujo en el que se ve a Dios midiendo los cielos con un compás.

«Es preciso que dibuje un ángel le dijo. Tú has sido mi ángel». Y la dibujó.

Se ha movido en vano la cuestión de si estaba loco o no lo estaba. Los ingleses le llamaban mad Blake, pero algunos, para aligerar dicho epíteto, añadían que su locura era una locura transcendente, y si yo entiendo bien el término, equivale éste a un cumplido. Otros han afirmado que su locura no era nada extraordinaria y que, entre otros, llevaba en sí el signo de la manía persecutoria. Nada hay que retener de estas triviales discusiones. En absoluto se conoce la locura y tampoco se sabe a dónde va, y es todopoderosa la razón que domina el universo de Blake, pero una razón de mística que la razón humana no puede juzgar a su medida.

Las excentricidades de Blake son famosas. En general parece que se deben al cuidado por conformarse estrechamente a las reglas de las Escrituras, del Antiguo Testamento sobre todo. De ahí apenas hay un paso a respetar como leyes las costumbres que estos libros refieren, y no es preciso estar loco para hacerlo. Esta manera de interpretar la Biblia le valió los sarcasmos de Inglaterra que difícilmente perdona las faltas contra la decencia. Un hombre leal es un hombre decente. Lo que no es decente es infame. Se había visto a Blake sentado en el suelo, desnudo, leyendo a Milton con su mujer, obediente e igualmente desnuda.

«Entre Ud. le había dicho al visitante azorado. No somos más que Adán y Eva».

Era indecente. Se le llamó mad, naked Blake. ¿Pero no tenía a su favor el testimonio de las Escrituras, la desnudez del Paraíso terrestre? Quizás es que creía que los vestidos tenían un poder maléfico.

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