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David Sainz - Malviviendo. La historia de Forme

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David Sainz Malviviendo. La historia de Forme

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C APÍTULO 1

El 9 de abril a las ocho y media de la mañana empezaba mi nueva vida como ayudante de mantenimiento en el hospital psiquiátrico católico Los Santos Dormidos de los Banderilleros. Era el edificio más antiguo del barrio. Allí estaban internos muchos viejos vecinos que durante sus locas y narcóticas juventudes sobrepasaron esa línea invisible de la que ya no se vuelve nunca. Siempre me pareció curioso que una institución mental dedicada mayormente a demencias producidas por la droga tuviese como siglas LSD. Me habían llamado la semana anterior para darme el trabajo. Arreglar los baños de un manicomio no era el sueño de mi vida, pero estaba cerca de casa y pagaban muy bien. Era perfecto para volver a empezar.

Perfecto para volver a empezar, no está tan mal, era lo que me iba repitiendo en mi mente mientras atravesaba las dos calles que separaban mi piso del hospital. Simplemente era otro tío cerca de los cuarenta que se alegraba de no seguir cargando con un montón de currículums a pesar de que hacía poco estaba insatisfecho con un negocio propio, una novia y un Seat Ibiza. Podría echarle la culpa a la crisis pero no. Tenía exactamente lo que me merecía. Podría haber evitado esta situación, la había visto venir de lejos sin hacer nada. Como un tipo que se empeña en montar un videoclub después de vivir el Emule, el Kazaa, el Torrent, el Megaupload y veinte páginas más de descarga de películas por internet. Merece la ruina que se ha buscado.

Me había vestido bien para dar buena impresión en mi primer día. Un vaquero oscuro, calcetines negros, zapatos y un polo. Teniendo en cuenta que crecí traumatizado por el polo del uniforme color mierda que marcó mi infancia en el colegio, me lo estaba tomando en serio. Me había cortado el pelo y me había afeitado. Antes de llegar me eché colirio en los ojos, que tenía algo perjudicados desde el desayuno, y me aseguré de tener buen aspecto mirándome en el cristal de un escaparate. Estaba bastante decente, parecía un tipo responsable. Me vi tan cambiado que temí que algún colega del barrio no me reconociera y me intentase atracar. Era buena señal.

En la puerta me esperaba fumándose un cigarrillo un tipo alto, de unos cincuenta años, vestido con un sucio mono gris. Tenía una descuidada melena blanca que cada vez iba haciendo menos juego con un bigote despeinado y amarillento por culpa del tabaco. Mientras me acercaba, me miró y tiró el pitillo para poder arreglarse bien el cuello del uniforme.

—¿Eres…? —comprobó mi nombre mirándose la palma de la mano sin disimular, lo tenía apuntado con rotulador verde—. ¿Eres Jesús Blanco?

Tenía la voz rota y la actitud del que no llegó a sobrepasar la línea invisible de la que antes os hablé, pero que estuvo pisándola mucho tiempo. Aun así, era un tipo bastante amable.

—Sí, me dijeron que preguntara por un tal Jonathan.

—Soy yo, pero por aquí todos me llaman el Oreja… no me molesta. Pasa.

En aquel momento me di cuenta de dos cosas importantes: de que ya habíamos llegado al punto en que la gente mayor tenía nombres como Jonathan y de que era el auténtico Oreja, del que había escuchado muchas historias en el barrio. Se decía que era un tipo tranquilo que un día apuñaló a un gitano en el cuello con la mitad de un CD de Junco y desapareció. Pero en la calle se inventan cientos de gilipolleces así al día, así que… bueno, quién sabe.

Lo seguí por un pasillo largo de hospital que olía a medicamentos y productos de limpieza. El Oreja iba delante de mí hablando con desgana y sin mirarme en ningún momento.

—La verdad es que no eres el típico chaval que viene a ocupar este puesto… normalmente son más jóvenes y más… no sé, tienes pinta de ser alguien responsable. De todas formas eres el primero en mucho tiempo que viene buscando curro… desde hace años lo ocupan críos forzados a realizar trabajos sociales para evitar el reformatorio o una multa… de hecho tienes dos compañeros así ahora.

Se paró y abrió una de las puertas con una llave de su enorme llavero. Era un pequeño ropero de mantenimiento lleno de herramientas, útiles de limpieza y una cuerda de donde colgaban algunas perchas que sostenían unos cuantos monos idénticos al del Oreja. Me miró de arriba abajo y sacó uno de ellos.

—Toma, ponte esto por encima de la ropa… Para mañana deberías venir más cómodo… un chándal, una camiseta, zapatillas deportivas… Vas a limpiar mucha mierda aquí.

Me lanzó el mono. Me lo puse y vi lo ridículo que quedaba con mis relucientes zapatos negros para sábados y bautizos. Mi jefe cerró el armario de nuevo con llave y caminamos unos metros más hasta el fondo. Abrió una puerta de emergencia y me indicó que pasara delante de él. Llegué a un pasillo como el que había atravesado antes pero ruidoso y lleno de personas que caminaban sin orden. Entre un enjambre de chándales, batas y miradas perdidas destacaban unos pocos enfermeros. Algunos llevaban pijama verde y otros lo llevaban blanco. Era un lugar muy desagradable que me hizo sentir incómodo desde entonces.

—Vamos, chaval.

Seguí al viejo conserje por el pasillo durante quince metros esquivando enfermos mentales. Muchos me miraban fijamente, algunos intentaban hablarme. Yo sólo bajaba la cabeza y seguía mi camino, como cuando alguien entra en mi vagón de metro e intenta explicar el hambre que pasan sus hijos y pasar la gorra antes de llegar a la siguiente estación. Llegamos a un enorme salón del tamaño de cuatro campos de fútbol sala mucho menos saturado. Había unas diez mesas donde numerosos pacientes jugaban a las cartas o al dominó, otros discutían acaloradamente sobre temas triviales. Al fondo un grupo considerable de ancianos escuchaba con relativa atención a un joven gordito de unos veinte años, vestido con un mono igual que el mío. Les hablaba muy motivado apoyado en una fregona. El Oreja suspiró resignado y caminó tranquilamente hacia el chico. Lo seguí por inercia. Mientras nos acercábamos iba escuchando gradualmente lo que les decía a los viejos.

—… así que el agotado guerrero cargó y rebanó el cuello del poderoso hechicero «Cara de serpiente». Los valles que el malvado mago había hecho arder brotaron de nuevo y el gran guerrero Tormax salvó a la princesa arquera del castillo negro.

—¿Y qué pasó después? —preguntó una señora tras un breve silencio.

—¿Qué?

—Sí… con el espadachín y la mocita…

—¿Se casaron? —preguntó otra del grupo, octogenaria, tatuada y casi calva.

—Ah… sí, sí… se casaron.

—¿Tuvieron hijos? —volvió a preguntar la primera.

—Pues… sí, tuvieron tres hijos.

—¿Cómo se llamaron? —insistía la de siempre.

—Eh… bueno… eh, sí… William Segundo…

—¿Sólo tres hijos? En aquellos tiempos se tenían más… —interrumpió la tatuada.

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