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Elena Fortún - Oculto Sendero

Aquí puedes leer online Elena Fortún - Oculto Sendero texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2017, Editor: Ediciones Renacimiento, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Elena Fortún Oculto Sendero

Oculto Sendero: resumen, descripción y anotación

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Oculto sendero, novela inédita y testamento literario de Elena Fortún (1885-1952), por fin sale a la luz. Fortún escribe esta autobiografía novelada durante su exilio en Argentina y la firma con el seudónimo de Rosa María Castaños. La protagonista es María Luisa Arroyo, pintora y antes niña que quería vestirse de marinero, alter-ego de la autora. El camino de su vida es el sendero hacia el entendimiento de su homosexualidad, camino que avanza parejo al conocimiento y realización del potencial artístico e intelectual de la protagonista. Tras una infancia narrada al más puro estilo Fortún, María Luisa Arroyo irá dejando atrás, como la creadora de la inolvidable Celia, los dictados de la feminidad convencional para adentrarse en una modernidad inevitable y también desgarradora. Ambientada en la España anterior a 1936, Oculto sendero ofrece un retrato único y necesario de la intimidad y la lucha de una mujer excepcional.

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primera parte Primavera El vestido C uando llegué del colegio mamá hacía - photo 1

primera parte

Primavera

El vestido

C uando llegué del colegio mamá hacía ganchillo junto al balcón que daba sobre la plaza de Matute y me dijo:

—Ya ha mandado Justa tu vestido… ¡Está precioso! Encima de tu cama lo he puesto…

Y al verme salir corriendo gritó:

—¡No lo vayas a manchar!

Desde el pasillo lo vi, bien extendido, con los brazos abiertos, como si se hubiera desmayado… ¡No sé cómo no me desmayé yo…! ¡Dios mío, qué desastre…! ¡No era el traje de marinero que me habían prometido…!

La angustia que estalló en mi pecho se erizó de espinas y me subió a la garganta, inundándome los ojos de amargas lágrimas que corrieron por mis mejillas y cayeron sobre el vestido y la alfombrilla del suelo… Volví sollozando al gabinete donde mi madre seguía haciendo ganchillo, ignorante de la terrible catástrofe que acababa de provocar, y caí deshecha en lágrimas ardientes sobre una butaca.

—¿Qué te pasa? –dijo mamá sin moverse de su sitio, y sin demasiada emoción, acostumbrada a escenas semejantes.

—El vestido… el vestido –sollocé desesperada–, el vestido que no era así… ¡No lo quiero! No me lo pondré nunca… No lo quiero…

—¿Qué es eso? –protestó mi madre con dureza–. ¿Qué mañas son esas? Usted se pondrá el vestido… ¡No faltaba más! Usted no es aquí nadie… ¿Ha oído usted? En mi casa mando yo… y tu padre, como es natural.

Mamá se acordaba siempre después de proclamar sus derechos de que era solo reina consorte en la casa, lo cual hacía reír a mi buen padre, que en aquellos momentos estaría detrás del mostrador despachando madapolán o vichy para la primavera que se aproximaba.

—Pero yo dije… yo dije –seguía sollozando–, que el traje tenía que ser de marinero… con gorra y todo, y tú decías que… que bueno… y ahora… –y ya no me fue posible continuar porque a mi dolor le habían nacido nuevas aristas y ya no me cabía en el cuerpo que se dobló convulso sobre las rodillas.

No veía a mi madre pero sabía que ya no hacía ganchillo y que me miraba con sus ojos miopes mientras decía con voz áspera y cortante:

—¡Vamos a ver cómo te callas! ¡Ahora mismo, niña! Mira que si sigues así te mando mañana a un colegio interna… ¿Has oído? ¡A callar he dicho! Que no te oiga yo más… ¡Vete!

Me levanté tambaleando y, ahogando los sollozos con el pañuelo, me refugié en mi cuarto, donde la vista del vestido de lana azul marino, adornado con encaje grueso, que caía sobre los faroles de las mangas, volvió a producirme un acceso de desesperación furiosa que me obligó a tirarme al suelo enloquecida.

Lloré hasta rendirme y tal vez hasta quedarme dormida, porque cuando abrí los ojos era de noche y oí el llavín en la puerta. Mi padre y mis hermanos venían a cenar después de cerrar la tienda.

—¡María Luisa! ¿Dónde andas, hija? –Era mi padre que estaba acostumbrado a que saliera a recibirle.

Fui a él con el pañuelo empapado en lágrimas y el corazón triste y dolorido.

—¿Qué hacías a oscuras?

—¡Estaba llorando esta mona! –dijo riéndose Juan, mi hermano más pequeño, que me llevaba seis años y no era hijo de mamá.

—Deja a la chica –exclamó Ignacio, que era ya muy mayor y también era hijo solo de mi padre que se quedó viudo y había estado casado con una señora muy guapa.

—¡Llorando! ¿Qué te pasa, hija…? Di, querida ¿qué te pasa?

—El vestido nuevo…

—¿Has roto el vestido nuevo? –preguntó mi padre siempre a cien leguas de todo lo que ocurría en casa.

—No, es que no me gusta, ¡tiene puntillas!

—«Rondín, rondando,

navegué navegando,

el vestido nuevo» –cantó Juan.

—¿Quieres dejar a la niña? –gruñó mi padre, y aunque yo ya era una grandullona de diez años, me levantó en sus brazos y yo apoyé la cabeza sobre su hombro.

La voz de mi madre llegó segura por el pasillo en sombras.

—No le hagas caso… Es una caprichosa… Por supuesto que tienes tú la culpa.

Yo me encontraba a gusto sobre el fuerte pecho de mi padre, sostenida por sus brazos robustos y sintiendo contra mi cara la aspereza de su barba. Así entramos en el gabinete y mi madre prosiguió:

—Figúrate que se ha puesto como si le fuera a dar un ataque cuando ha visto el vestido que le ha hecho la Justa… y que es precioso, ya lo verás…

Sin levantar la cabeza del hombro de mi padre sentí salir a mi madre en busca del malhadado vestido, y dejé esta amarga frase en el oído paterno:

—¡¡Tiene puntillas!!

Mi padre quiso apartarme la cara para verme y dijo:

—Y eso, ¿qué importa?

—¡Que no me gusta!

Pero ya el vestido debía de estar delante de sus ojos, porque dijo sin demasiada convicción:

—¡Está bien! ¿Qué más quieres, tontuela?

A la incomprensión de mi padre volvió a apoderarse de mí la angustia primera, volvió a llenarse de aristas mi pena y volví a sollozar perdidamente. Mi padre, extrañado, al sentir mi cuerpo trémulo, quiso hacerme separar la cara de su hombro.

—A ver… que te vea yo… Mírame, pequeña –y me cogía la barbilla a la fuerza–. ¿No te da vergüenza ponerte así por una tontería?

—No… no es una tontería…

—Sí, lo es –continuó mi padre–. Lo es… y una chica como tú, que ya ha cumplido diez años, no debe ponerse así por un vestido… Si no te gustan las puntillas que las quiten…

Ahora estalló contra mi padre toda la furia maternal.

—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Quitar los encajes? Pero si son del vestido de tul crudo que me hice cuando nos casamos… ¡de casa de mi tía! –y estas palabras eran tan aplastantes que no admitían comentarios.

Sin embargo, la inocencia de mi padre los hizo:

—Pues por eso, mujer, porque deben ser cosas antiguas.

Mamá quiso perder la cabeza al oír semejante tontería. ¡Antiguo! Pero ¿es que no sabía que los encajes cuanto más antiguos más valor tienen? Además, su tía Teresa ha sido y es la mujer más elegante de Burgos y si la apuraban un poco de España entera, y ella fue la que eligió los encajes para aquel vestido del que habló toda la prensa local cuando se expuso el trousseau .

Porque mamá pertenece a la más rancia aristocracia castellana, aunque sus padres perdieron toda la fortuna y ella fue criada por caridad en casa de su tía, a quien ella considera como la más alta autoridad de elegancia y distinción.

Mientras la tempestad familiar caía sobre mi padre, este me apretaba nerviosamente contra su pecho sin decir nada. Después de un silencio continuó mamá:

—Y, sobre todo, que yo soy su madre y ella se pondrá lo que yo quiera. ¡Vamos! ¡Pues no faltaba más! ¡Como que va a mandar en mi casa esta mocosa!

Yo, que me había resignado, al oír la injusticia del insulto volví a llorar.

—¡Mujer! ¡Perdona ya a la chica y no le hagas llorar! ¿Verdad, hija, que vas a obedecer a tu madre? ¿Verdad, hija?

—Sí… –dije arrancándome con la afirmación una de mis más caras ilusiones: ¡vestirme de marinero!

—¿Lo ves, mujer? Y yo, en premio a su obediencia, le regalaré un sombrerito…

—Sí, sí; dale mimos, no seas tonto –volvió a enfurecerse mamá–. No le hace falta sombrero. Le he mandado arreglar el de paja de arroz del año pasado y le van a poner dos pájaros…

Al anuncio de tal fatalidad los sollozos volvieron a sacudirme.


. Para la edición del siguiente texto se ha regularizado el uso de tildes y signos de puntuación y se han enmendado los leísmos, laísmos y loísmos del manuscrito ( Nota de las editoras ).

El restaurant

C omo todos los años el mismo día, fuimos a comer al restaurant de un hotel elegante.

Era esta una costumbre de mis padres desde que se casaron. Allí habían comido el día de su boda y allí comían en igual fecha todos los años. Mis hermanos, Ignacio y Juan, que asistieron a la boda siendo pequeños, recordaban siempre lo mucho que se habían divertido.

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