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María Luisa García - El arte de cocinar 1ª parte

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María Luisa García El arte de cocinar 1ª parte

El arte de cocinar 1ª parte: resumen, descripción y anotación

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Podemos resumir todos los platos que se encuentran en este libro con dos - photo 1

Podemos resumir todos los platos que se encuentran en este libro con dos características: son platos de fácil preparación y muy económicos. De fácil preparación: no son necesarias las manos de un experto cocinero para conseguir unos buenos resultados con las sencillas explicaciones que da el libro. Muy económicos: aparte de emplear en todas las recetas los ingredientes más corrientes en toda cocina, se indican también otras con las que se aprovechan ingredientes que han sobrado antes.

Casi mil recetas perfectamente distribuidas según la presentación en la mesa: entremeses, sopas, verduras, huevos, pescados, carnes, salsas, ensaladas, dulces, platos fríos y repostería… pueden resolver los problemas diarios que se presentan a la hora de la mesa de una familia para salir de sus rutinas en los platos, así como recetas que hacen las delicias de los días extraordinarios. En un apéndice final se encuentran consejos prácticos sobre todo lo relacionado con la buena mesa.

En la distribución de las recetas se destaca la claridad de su presentación: distribución de las rectas por temas y, dentro de cada tema, por orden alfabético. En los distintos apartados se dan unos consejos generales para todos los platos que van debajo de ese epígrafe. Cada receta lleva claramente diferenciados los ingredientes (en negrita) de la preparación (en redonda) con algunas notas de consejos prácticos.

María Luisa García El arte de cocinar 1 parte ePub r11 Titivillus 240515 - photo 2

María Luisa García

El arte de cocinar 1ª parte

ePub r1.1

Titivillus 24.05.15

Título original: El arte de cocinar 1ª parte

María Luisa García, 1970

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Dedicado a todas mis alumnas LA AUTORA El primer libro que recuerdo haber - photo 3

Dedicado a todas mis alumnas.

LA AUTORA

El primer libro que recuerdo haber visto en la despensa inhóspita de mi casa, allá por los famélicos años cuarenta, era el famoso manual de recetas de don Manuel María Puga y Parga, La cocina práctica. O sea, El Picadillo. Se trataba con toda seguridad del libro más lujoso de una biblioteca nada desdeñable que contaba con no pocas joyas bibliográficas de los dos grandes épocas de la cultura asturiana, la Ilustración y la Institución. Estaban —felizmente, están— las primeras ediciones de la Lógica, de Condillac, los dos volúmenes del Tratado de Economía Política, de Juan Bautista Say, el Diccionario filosófico, de Voltaire, la Gaceta de los niños, de Canga y Arguelles, La Atala, de Chateuabriand, las Aventuras de Telémaco, de Fene-lon, las Reflexiones, de la Rochefoucauld, El bachiller de Salamanca, de Le-sage, y, naturalmente, cosas de Jovellanos, Feijoo, Flórez Estrada, Martínez Marina, Campomanes y ese etcétera ilustrado que todavía nos llena de orgullo a los asturianos. Y la maravillosa Historia Universal de Cesare Cantú, en diez soberbios tomos encuadernados en Oviedo por Lavandera, obra que es fuente principal, y secreta, de la envidiable erudición fantástica del señor don Jorge Luis Borges, y de cuya utilidad enciclopédica en estos momentos nada quiero decir para no dar pistas, que hay mucho plagiaro suelto y el Cantú es bocatto di cardinale.

Pero el más lujoso de todos los libros, ya digo, El Picadillo. Aunque ni siquiera se trataba de la edición de 1905, sino de una reimpresión vulgar de 1931, mal encuadernada, con numerosas manchas de grasa antigua en los márgenes, varias páginas garabateadas, algunas arrancadas, y de la que sospecho las barbaridades que Palau hubiera dicho en su catálogo. Sin embargo insisto en que el libro era entonces un verdadero lujo. Una reliquia memorable de los buenos tiempos pasados, cuando absolutamente todas las materias primas que exigían las recetas estaban al alcance de mi abuela, y la pobre no tenía la obligación bochornosa de hacer cola para conseguir un kilo de harina de pésima calidad o un cuartillo de azúcar de dudosa blancura, y la despensa era un lugar jubiloso, repleto de productos recién llegados de la aldea, y no existía la infamante Cartilla de Racionamiento.

De postre, después de las sopas de ajo con tomate y de una milagrosa tortilla de patata para cuatro personas lograda a base de dos huevos, leíamos, con nostalgia las recetas más suculentas de El Picadillo, y a mi abuela le caían lágrimas de la Institución Libre de Enseñanza sobre la edición de 1931.

Después de varios años de cortar cupones de la Cartilla, hacer colas polacas para conseguir subproductos de estraperlo y devorar meriendas de pan negro y chocolate inoxidable, allá por los finales de la época de la estabilización, surgió en la despensa, ya muchos menos tercermundista, un nuevo libro, el Ramillete del ama de casa, cuyo subtítulo rezaba: Contiene fórmulas de cocina y repostería. Me refiero a El Nieves. Ciertamente, aquel recetario no era nuevo en casa, databa de 1911, pero la edición que entonces manejaba mi madre era la 27, estaba impresa por Gráficas Summa, de Oviedo, y fechada en 1955. Sin yo saber muy bien por qué, el libro pasó de la biblioteca general a la cocina, y su hueco fue ocupado por El Picadillo, desterrado éste al terreno de la cultura, en donde todavía permanece.

Todas las señoras de la época tenían El Nieves cerca de la fresquera. Y es que había algo que fascinaba a aquellas amas de casa recién salidas de las hambres y los racionamientos de la posguerra: el inconfundible olor a fogones de la alta burguesía industrial de principios de siglo que emanaba de aquellas recetas caseras. No en vano bajo el seudónimo de «Nieves» se escondía el nombre de doña Josefa de las Alas Pumariño, y no pocas de aquellas fórmulas, sobre todo, las de repostería, tenían nombres y apellidos de «alto copete». Como me recuerda el gran Juan Santana, la mayor parte de las recetas de El Nieves procedían de un intenso intercambio social en las tardes de ocio de las damas de una burguesía enriquecida y refinada. Basta rastrear las páginas de El Nieves para respirar los humos sociales de los tiempos del gran desarrollo producido por la minería y la siderurgia, los maridos se dedicaban a la acumulación de capital y las santas esposas, a la acumulación de recetas. Hermosa división social del trabajo.

Tengo para mí que aquel Nieves que yo encontraba en todas las casas, a las que me arrastraban de visita mi madre y mis tías a finales de la década de los cincuenta, cuando ya merendábamos con naturalidad chocolate con churros dignos de tal nombre, y a los niños nos encerraban durante la reunión en la cocina para que ni molestáramos ni mancháramos la sala de estar, era algo más que un libro de enorme utilidad guisandera y repostera para aquellas repeinadas señoras de la clase media que fueron educadas, como mucho, en el arte del rancho, pero que, de pronto, se encontraron con la obligación social de las primeras cenas de matrimonios, las comidas interfamiliares, las meriendas de amigas e, incluso, las fiestas gastronómicas locales. Era también aquel ramillete la manera interrumpida. Y no me refiero solamente a la tradición culinaria de una burguesía industrial que era, de hecho, el modelo y el deseo imposible.

Cuando las fresqueras se transforman en frigoríficos y surgen en las cocinas las primeras ollas a presión, El Nieves entra en declive. Durante unos años, a mediados de los sesenta, su función es cumplida con gran dignidad por El Carmen

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