Este libro no habría sido posible sin las enseñanzas de Valerie Miles y Aurelio Major, editores de la revista Granta, quienes me mostraron las posibilidades literarias de la realidad. Juan Cruz fue una de las personas que mejor comprendió este interés y la que más me animó a ponerlo en práctica. Mi agente Silvia Bastos cumplió la importante labor de tenerme paciencia y soportar mis patadas al tablero de la literatura, esa señora tan respetable. Mi amigo de siempre, Diego Salazar, me prestó casi todos los libros del género que he leído. Gracias sinceras a todos ellos.
Introducción
La cárcel que encierra a Abimael Guzmán fue construida especialmente para él, y es la más segura del mundo. Para fugarse, Guzmán tendría que atravesar paredes de cuarenta centímetros de espesor hechas de concreto armado resistente a explosivos. Después, se enfrentaría a siete puertas metálicas custodiadas y a un muro de ocho metros rematado por alambre de púas y vigilado desde varias torres. El perímetro exterior está resguardado por un campo minado. Si consiguiese atravesarlo, aún le quedarían doscientos metros de pantanos hasta el mar. Si avanzase en la dirección contraria, se encontraría en plena Base Naval del Callao. A sus más de setenta años y con problemas de presión arterial, es poco probable que lo intente.
En el cautiverio, los entretenimientos son escasos. La celda de Guzmán mide 2 x 3 metros y consta de una cama de cemento, un lavamanos y una letrina que desagua desde afuera, a pedido del reo. Entre ocho de la mañana y ocho de la noche, el líder del movimiento terrorista Sendero Luminoso puede circular por un patio de diez metros cuadrados, pero no puede encontrarse con nadie. En teoría, se le permiten visitas familiares hasta el segundo grado de parentesco, pero no tiene padres ni hijos, y sus hermanos han muerto, están fuera del país o no quieren verlo. Ni siquiera le hacen compañía los demás internos, de quienes ha sido aislado mediante una reja. Entre las esporádicas visitas de la Cruz Roja o de su abogado, el hombre más peligroso de América llena las horas y los días contemplando el cielo gris de la capital.
Guzmán declaró una guerra contra el estado peruano que duró más de diez años y se saldó con 69.280 muertos y desaparecidos. Pero aparte de eso, poco o nada se sabe de él. Fuera del Perú, ni siquiera se recuerda que hubo una guerra. Y dentro, no circula ninguna biografía de Guzmán, y tampoco hay demasiados testigos dispuestos a declarar. Quienes lo conocieron antes de la clandestinidad prefieren que no se les relacione con su figura. El resto de su vida lo ha pasado rodeado de muy pocas personas, sobre todo senderistas o policías, y la mayoría de ellos se niegan o tienen prohibido hacer declaraciones públicas al respecto. Muchos forman parte de la lista de víctimas.
Existen dos entrevistas escritas concedidas por Guzmán, pero en ninguna de las dos hay menciones a una vida privada o acaso una visión del mundo más allá de los lineamientos de Sendero Luminoso, al que Guzmán considera el único y verdadero Partido Comunista del Perú. La primera entrevista, de 1988, fue publicada por El Diario, un periódico marxista peruano. Se trata de una conversación de doce horas en la que Guzmán expone su proyecto y su análisis marxista-leninista-maoísta de la política nacional e internacional. En un breve epílogo, apenas hace referencias a una vida personal fuera del partido. Cerca del final de la entrevista, el periodista le pregunta si tiene amigos. Guzmán responde: «No tengo; camaradas sí, y estoy muy orgulloso de tener los camaradas que tengo».
La segunda entrevista es el registro de sus diecinueve conversaciones con la Comisión de la Verdad, encargada de reconstruir sus actividades y las del ejército y la policía peruanos. Se puede solicitar acceso a esos archivos sólo con fines de investigación. Las grabaciones son casi inaudibles, y las transcripciones han sido hechas sobre ese audio y están llenas de vacíos. Pero hasta donde se entiende, Guzmán limita su relato a su historia política, como siempre, y remite a sus interrogadores a los documentos de su organización. Un periodista que participó en esas conversaciones recuerda que en algún momento trató de profundizar en la infancia de Guzmán, pero él respondió: «No tenía inquietudes políticas en esa época», y dio el tema por cerrado.
Si uno pregunta por las calles de Lima, la gente responde sin dudar que Guzmán es «un monstruo», «un psicópata», «un asesino sin escrúpulos». Más allá de esos adjetivos, la pregunta más simple parece la más difícil de responder: ¿quién es este hombre?
Primera parte
La escuela del terror
1
El pequeño comunista
El primer recuerdo que guardo de mi país es la imagen de varios perros callejeros muertos colgados de los postes del centro de Lima. Algunos habían sido ahorcados ahí mismo, en los postes, pero la mayoría había muerto antes. Un par de ellos estaban abiertos en canal. Otros tenían el pelaje pintado de negro. Al principio, la policía temió que sus cuerpos ocultasen bombas, pero no era el caso. Sólo llevaban encima carteles con una leyenda incomprensible y siniestra: «Deng Xiao Ping, hijo de perra».
Por entonces, yo vivía en México, donde mi familia cumplía asilo político. En casa siempre se leían noticias sobre el Perú. Otros exiliados le llevaron a papá una revista con la foto de un policía descolgando a uno de los perros. Detrás de él, la calle parecía un lugar sucio, tétrico. El blanco y negro de la imagen parecía el color de la ciudad. Yo tenía cinco años y ése, por lo que sabía, era mi país.
La imagen —y los posteriores hechos de sangre— fue materia de largos conciliábulos en casa. Los amigos de mis padres se preguntaban si al fin había llegado el turno revolucionario del Perú. Para ellos, la revolución latinoamericana era un hecho inminente, tan inevitable como un huracán del Caribe. No se preguntaban si llegaría alguna vez, sino cuándo lo haría y en qué orden de países iría triunfando. En mi casa, en largas sesiones humeantes de tabaco, hombres barbudos y con lentes de carey debatían, conspiraban o se escondían.
Los revolucionarios colaboraban sin reconocer fronteras nacionales. Nos visitaban socialistas chilenos, montoneros argentinos, tupamaros uruguayos, comunistas cubanos. Pero la foto de los perros los desconcertó a todos por igual. Nadie conocía a estos advenedizos del Perú. Nadie sabía de dónde había salido esta gente que no repetía los eslóganes habituales contra el imperialismo yanqui. Nadie entendía por qué hablaban de Deng Xiao Ping.