la casa de los lamentos
Crónica de un juicio por asesinato
Helen Garner
Traducción de Alba Ballesta
primera edición: octubre de 2018
título original: This House of Grief
© Helen Garner, 2014
© de la traducción, Alba Ballesta
© Libros del K.O., S.L.L., 2018
Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511
28020 - Madrid
isbn : 978-84-17678-00-5
código ibic : DNJ, LNFJ, BTC, 1MBF
ilustración de cubierta: Victoria Chezner (detalle de la obra Roads )
maquetación y artes finales: María O ʼ Shea
corrección: Andrés Molina
A la Corte Suprema de Victoria:
«Esa atmósfera sórdida, esa casa de fuerza y lamentos».
Dezső Kosztolányi, Kornél Esti
¿Vas a ir a la audiencia de Farquharson? Tengo sentimientos encontrados. Resulta imposible que lo haya hecho él, pero no hay ninguna otra explicación.
Un abogado en la Corte Suprema de Victoria,16 de noviembre de 2007
*
No hay explicación alguna de la muerte de niños que sea aceptable.
Leon Wieseltier , Kaddish
*
… la vida se vive en dos niveles de pensamiento y acción: uno en nuestra consciencia, y el otro solo se puede inferir de los sueños, de la punta de la lengua y de un comportamiento inexplicable.
Janet Malcolm , The Purloined Clinic
I
En una pequeña ciudad del estado de Victoria, Australia, vivía un hombre junto con su mujer y sus tres hijos pequeños. Luchaban por salir adelante con el sueldo de limpiador de él, mientras se construían poco a poco una casa más grande. Un día, de repente, su mujer le soltó que ya no estaba enamorada. No quería seguir adelante con el matrimonio. Le pidió que se mudara. Los niños se quedarían con ella, y él podría verlos siempre que lo deseara. Le instó a que se llevase de la casa todo lo que él quisiera. Lo único que le reclamó, y que consiguió, fue el más nuevo de los dos coches que tenían.
El desdichado marido agarró su almohada y se fue a vivir a casa de su padre viudo, a un par de calles de distancia. Poco después, a su mujer se la empezó a ver en compañía del albañil que habían contratado para enlosar la casa nueva. El obrero era un cristiano renacido con varios hijos y su propio matrimonio roto. La mujer recién separada comenzó a acudir con él a la iglesia, y más adelante el marido lo identificó conduciendo por la ciudad al volante del coche que él mismo había comprado con el sudor de su frente.
Llegados a este punto, el relato evoca una canción country, una historia triste de amores traicionados, una melodía lacerante y dulce a la vez.
Sin embargo, diez meses más tarde, una noche de septiembre de 2005, justo después de que oscureciese, mientras el marido rechazado, tras una excursión por el Día del Padre, llevaba a sus hijos en coche de vuelta a casa de su madre, el viejo Holden Commodore de color blanco se salió de la carretera, apenas cinco minutos antes de llegar, y se precipitó a una balsa. Él consiguió salir del coche y nadó hasta la orilla. El vehículo se hundió hasta el fondo, y los niños se ahogaron.
*
Lo vi en las noticias. De noche. Matorrales. Agua turbia y oscura. En la penumbra, un helicóptero. Hombres con chalecos y cascos. Algo terrible. Algo estremecedor.
Ay, Dios, que sea un accidente.
*
Cualquiera puede acceder al lugar en que murieron los niños. Saliendo de Melbourne por el suroeste, hay que tomar la autopista Princes, la carretera que rodea el continente. Dejar Geelong a un lado, resistir la llamada de la salida a la Surf Coast y seguir adentrándose en dirección a Colac, en el majestuoso valle volcánico que se extiende por el suroeste de Victoria.
En agosto de 2006, después de que en una audiencia en Geelong un juez enviase a juicio a Robert Farquharson por tres cargos de asesinato, me dirigí hacia allí un domingo por la mañana, acompañada por una vieja amiga. Hacía poco que su marido la había dejado. Su pelo estaba teñido de un rojo desafiante, pero su mirada, huera y triste, estaba llena de desconsuelo. Ambas pasábamos de los sesenta. Cada una de nosotras había encontrado la manera de superar —pero también de infligir— el dolor y la humillación de un divorcio.
Era un día primaveral. Dejamos Geelong atrás y enseguida atravesamos praderas amarillas con margaritas, delimitadas por oscuros cipreses que hacían de cortavientos. Nubes planas y de un blanco luminoso danzaban en el cielo. Mi amiga y yo nos habíamos criado en esa región. Conocíamos bien esa belleza melancólica, esas vastas y apacibles superficies. Mientras avanzábamos por la carretera de doble sentido, abrimos las ventanillas para que entrara el aire.
Unos cuatro o cinco kilómetros antes de llegar a Winchelsea se presentó ante nosotras la larga y suave pendiente del paso elevado. ¿Sería ese el lugar? Dejamos de hablar. Cruzamos aquella colina artificial. Desde arriba miramos el paso elevado en dirección a Winchelsea, obligándonos a seguir con la mirada fija hacia la derecha, vimos algunas cruces blancas, tres de ellas bien clavadas en la hierba entre la carretera y la valla. Avanzamos, como si no nos estuviese permitido detenernos.
Calculábamos, de forma algo vaga, que Winchelsea tendría cerca de seis mil habitantes, pero en la entrada al municipio una señal rezaba que la población era de 1.180, y una vez que habíamos bajado la cuesta hasta el paso elevado de color azul que cruzaba el río y lo habíamos subido por el otro lado, y que habíamos pasado una hilera de tiendas y colegios, ya divisábamos los límites de la ciudad. En un lugar tan pequeño, todo el mundo estaría al corriente de lo que hicieras.
A menos de dos kilómetros de la ciudad, doblamos por una carretera secundaria y dimos con una zona verde donde podríamos comer nuestros bocadillos. Nos sentíamos torpes, casi culpables. ¿Por qué habíamos ido? Hablábamos en voz baja, evitando el contacto visual, con la mirada fija en los campos soleados.
¿Crees que la historia que le contó a la policía podría ser cierta, que un ataque de tos hizo que se desmayara al volante? Eso existe. Se conoce como síncope tusígeno. La exmujer juró en la audiencia preliminar que él amaba a sus hijos. ¿Y eso qué tendrá que ver? ¿Desde cuándo amar a alguien significa que no quieras matarlo en algún momento? Dijo que fue un accidente trágico, que él nunca les habría hecho el más mínimo daño. Cuenta con el apoyo de toda su familia. En el juzgado tenía a una hermana a cada lado y un pañuelo bien planchado en la mano. Incluso la familia de la exmujer afirmó que no era culpa suya. Pero ¿acaso no había pruebas policiales controvertidas? ¿Qué hay de las huellas que había dejado el coche? ¿Y qué decir de la huida? Sí. Dejó a los niños dentro del coche que estaba hundiéndose y se fue a dedo hasta la casa de su exmujer. En las fotos se le veía enorme. ¿Es un tipo alto? Para nada, era achaparrado, los ojos hinchados. ¿Lo viste de cerca en la audiencia preliminar? Sí, me aguantó la puerta. ¿Te sonrió? Lo intentó. Tal vez sea un psicópata. ¿No es así como consiguen atraerte, siendo encantadores? Su aspecto no era encantador. Era terrible. Penoso. ¿Qué pasa? ¿Sientes pena por él? Bueno, no sé si me da pena. No sé lo que esperaba, pero era un tipo corriente. Un hombre como cualquier otro.
El cementerio, a las afueras de Winchelsea, debía de ocupar más o menos una hectárea de terreno inclinado, a cielo abierto. No había nadie por allí. Estuvimos un rato deambulando arriba y abajo. Ni rastro de los Farquharson. Tal vez la familia fuese originaria de otra ciudad. Pero mientras avanzábamos despacio hacia el coche vislumbré un grupo de arbustos, y entre ellos descubrí una lápida muy alta de granito pulido, con un apellido largo grabado en ella y tres fotografías ovaladas. Nos aproximamos con cierta reticencia.
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