Agradecimientos
Agradecimientos
ESTE LIBRO SE HA BENEFICIADO mucho de la sabiduría, el apoyo intelectual y la ayuda práctica de colegas y amigos en el Reino Unido, España y Norteamérica. Quisiera dar las gracias a:
John Aalto Jr., Montse Armengou, Richard Baxell, Hilary Canavan, Cathie Carmichael, Peter Carroll, Angela Cenarro, Jane y Cheli Durán, Francisco Espinosa Maestre, Mercedes Esteban-Maes Kemp, Sebastiaan Faber, Giuliana di Febo, James Fernández, María Jesús González-Hernández, Penny Green, Joel Isaac, Lala Isla, Angela Jackson, Becky Jinks, Jo Labanyi, Andrew Lee, Magdalena Maes Barayón, Jorge Marco, Mayte Martín, Josie McLellan, Judith Meddick, Carole Naggar, Linda Palfreeman, Bernard Perlin, Lisa Power, Alex Quiroga, Michael Richards, Isabelle Rohr, Francisco Romero, Rúben Serém, Scott Soo, Sandra Souto, Maria Thomas, Bill Thornycroft, Francesc Torres, Piero Tosi, Vanessa Vieux, Marta Vilaseca y Ángel Viñas.
También quiero dar las gracias por su ayuda en la búsqueda de fotografías y documentos o por proporcionarme fotos a:
Peter Anderson, John Aalto Jr. y su familia, Manuela Alonso, el personal del Arxiu Històric de Poblenou, Barcelona, Tom Bannan, Sara Bhagchandani, EFE (Madrid), Jonathan Bell (Magnum); William A. Christian Jr., Elena Delgado, Florence Dumahut (Maternité Suisse d’Elne), Helen Ennis, John Foot, Emilio Grandío, Elena Hormigo León (Hemeroteca/Fototeca Municipal de Sevilla), Robert Jinks, Martin Jönsson, Nathan Kernan, Robert Lubar, Gail Malmgreen (Tamiment Library, Universidad de Nueva York), Philomena Mariani (International Center of Photography [ICP], Nueva York), Matti Mattson (m.), Francisco Moreno Gómez, Dieter Nelles, John Palmer (Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica —ARMH— Zamora), Jean Peneff, sobrino de Manuel Moros, Victoria Ramos (Archivo Histórico del Partido Comunista de España, Madrid), Óscar Rodríguez (ARMH), Miquel Ruiz Avilés, Javier Santacruz, Peter G. Schmitt (Tamiment Library, Universidad de Nueva York), Ramón Sender-Barayón, Juan Salas (Universidad de Nueva York), Emilio Silva (ARMH, Madrid), Sue Susman, Rémi Skoutelsky, Maria Thomas, Francesc Torres, Grégory Tuban, Sylvia Thompson, Ricard Vinyes, Nik Wachsmann, Mikko Ylikangas (Helsinki), Cynthia Young y Claartje Van Dijk (ICP, Nueva York).
Tengo una deuda con mis compañeros especialistas en Europa del Departamento de Historia del Royal Holloway (University of London) —Daniel Beer, Rudolf Muhs y Dan Stone— por su colaboración durante varios años en el desarrollo de nuestro curso de máster sobre las guerras civiles europeas. Estoy también profundamente agradecida al leal grupo de amigos y colegas que leyeron distintas versiones de este libro y me dieron sus perspicaces e inestimables consejos: en este aspecto, quiero dar las gracias a Becky Jinks, Rudolf Muhs, Alex Quiroga, Dan Stone y Maria Thomas. Paul Preston ha sido una constante fuente de consejos y ánimos a lo largo de todo el proceso de elaboración de este libro. También quisiera dar las gracias por su apoyo al equipo de la Editorial Crítica, en especial a Carmen Esteban y a Joaquín Arias Pereira.
Este libro está dedicado a la memoria de dos personas: el artista y director de cine Fernando Ruiz Vergara, que sufrió directamente en su propia vida la violencia estructural de la transición española. Su documental, Rocío, se analiza en el capítulo 7. También dedico este libro a la memoria de un amigo, David Vilaseca, escritor y profesor de teoría de la literatura en el Royal Holloway, que murió en febrero de 2010 en un accidente en el centro de Londres cuando iba con su bicicleta. Su trabajo se apartaba mucho del mío y en los aspectos teóricos nuestras perspectivas no siempre coincidieron. Precisamente por eso, aprendí mucho de él. Echo de menos nuestras conversaciones y su tranquila presencia.
1. Un conflicto para nuestro tiempo: la guerra civil española desde la perspectiva del siglo XXI
Un conflicto para nuestro tiempo: la guerra civil española desde la perspectiva del siglo XXI
La Guerra con su luz de fusilería nos ha abierto los ojos a todos. La idea de turno político ha sido sustituida para siempre por la idea de exterminio y de expulsión, única válida frente a un enemigo que está haciendo en España un destrozo como jamás en la Historia nos lo causó ninguna nación invasora.
Nosotros mismos somos la Guerra
(diario de un Freikorps-Kämpfer)
EN LA ESPAÑA ACTUAL, la guerra civil desencadenada hace setenta y cinco años es todavía «el pasado que no acaba de pasar» y un juez español, Baltasar Garzón, de renombre internacional por su defensa de los derechos humanos, ha sido recientemente excluido de la carrera judicial a través de unos procesos en cuyo desarrollo tuvo gran importancia su intento de investigar los crímenes de la dictadura franquista que nació de aquella guerra.
Sin embargo, es la larga sombra de la guerra mundial la que ahora devuelve a un marco central los aspectos más inquietantes de lo que sucedió en España. El terremoto de cambios producidos en Europa desde 1989 ha permitido un análisis profundo y sin precedentes de la convulsión continental de 1939-1945 (más exactamente, de 1938-1947) y está ahora empezando a dejar al descubierto a un público más amplio la cruda verdad ya conocida por historiadores especialistas: que esta fue una guerra hecha principalmente contra civiles. Una guerra de enemigos íntimos y masacres locales, por tanto, que ocurrió a lo largo de Europa y cuya intensidad derivó de ser tanto o más guerras culturales que guerras de posiciones políticas; o, más bien, fueron posibles como conflictos de masas por la fuerza de sus profundas raíces culturales, entendiendo por cultura la narrativa común sobre cómo está organizada una sociedad y cómo es explicada recíprocamente por sus habitantes con referencia a un conjunto de valores colectivos considerados apropiados para sustentarla.
Estos conflictos multiformes eran las manifestaciones microcósmicas, en la vida diaria, de procesos «impersonales» de transformación social derivados, en último término, de la industrialización y la urbanización. A finales del siglo XIX este impacto estaba empezando a ser más evidente, directa o indirectamente, también en el este, centro y sur del continente europeo, y se aceleró aún más con las consecuencias de la movilización bélica de masas —probablemente mayor en las fábricas que en el frente militar en sí mismo— durante la Gran Guerra de 1914-1918. Esta fue una guerra que, antes de que sucediera, había sido imaginada por muchos, incluyendo entre ellos a las elites imperiales y agrarias tradicionales de Europa, como una «abrazadera» que iba a mantener acorraladas o, incluso, neutralizar las consecuencias sociales inesperadas del cambio industrial que estaba ya actuando como un disolvente de las viejas formas de orden político y social. Pero el «suceso» en sí mismo fue bastante diferente de cómo lo habían imaginado. La aceleración de la movilización laboral en la retaguardia y de la movilización militar de masas para hacer frente a las necesidades de una guerra industrializada moderna cambió para siempre el equilibrio de poder en todo el continente. De hecho, con la perspectiva de un siglo de distancia, podemos ver como muchos de los cambios sociales y la movilización económica que precedieron al conflicto estaban ya influyendo activamente en lo que serían las consecuencias sociales y políticas de la guerra a medio plazo. Pero, en el intermedio, la Gran Guerra produjo una especie de punto muerto o empate, hiriendo mortalmente al viejo orden continental de imperios, gobiernos de elite, jerarquía y deferencia social, pero sin rematarlos completamente.
Por tanto, en este punto, en los años veinte y treinta estalló un torbellino de posibilidades. La gente estaba moviéndose físicamente, al intensificarse el desplazamiento demográfico con la movilización militar y el trabajo bélico. Y sus ideas, el mismo sentido de su propia vida, a menudo se estaban moviendo con ellos. ¿Quién debía ahora intervenir en la política? ¿Qué valían más: los nuevos derechos políticos concedidos por los sistemas constitucionales emergentes o en desarrollo o los deberes y nociones de servicio/trabajo derivados de un orden social más viejo y rígidamente jerárquico? ¿Qué privilegios —políticos, económicos y culturales— podían los ricos mantener todavía sobre aquellos cuyo único «capital» eran su ciudadanía o su pertenencia a un estado o nación recientemente adquirida? ¿Cómo podían las ideas seculares de comunidad coexistir con los valores y la cultura religiosa? Especialmente porque estos últimos no habían sido, en general, independientes, sino más bien esenciales para reforzar y mantener las relaciones tradicionales (y, por tanto, normalmente jerárquicas) en las aldeas y pueblos pequeños en los que todavía vivían la mayoría de los habitantes de la Europa continental-central, del este y del sur.