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Helen Garner - Historias reales

Aquí puedes leer online Helen Garner - Historias reales texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2018, Editor: Libros del Asteroide, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Helen Garner Historias reales
  • Libro:
    Historias reales
  • Autor:
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    Libros del Asteroide
  • Genre:
  • Año:
    2018
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Historias reales: resumen, descripción y anotación

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Helen Garner visita un depósito de cadáveres y se va de crucero en un barco ruso; la despiden de un colegio por hablar de sexo con sus alumnos; asiste a un parto y a una boda; escribe sobre cumplir los cincuenta, sobre su familia y sobre el revuelo causado por uno de sus libros. Garner vive y observa, y luego lo cuenta con inteligencia y compasión. Sus piezas de no ficción, escritas originalmente para prensa, abarcan los más diversos temas: «siempre vendrá una idea a salvarme justo cuando esté a punto de sentarme ante el abismo de comenzar una novela». En todas ellas encontramos aquello que solo la auténtica literatura es capaz de darnos: trozos de vida.

Helen Garner es una de las más importantes escritoras australianas contemporáneas; Historias reales reúne sus principales piezas de no ficción, reportajes y artículos seleccionados por la propia autora entre los más destacados de su dilatada carrera.

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Helen Garner

Historias reales

Traducción de Cruz Rodríguez Juiz

Índice Primera edición 2018 Título original True Stories Queda rigurosamente - photo 1

Índice

Primera edición, 2018

Título original: True Stories Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Copyright © Helen Garner, 1996

© de la traducción, Cruz Rodríguez Juiz, 2018

© de esta edición, Libros del Asteroide S.L.U.

Fotografía de la autora: © Nicholas Purcell

Imagen de cubierta: Helen Garner 1973 por Rennie Ellis

© Rennie Ellis Photographic Archive

Publicado por Libros del Asteroide S.L.U.

Avió Plus Ultra, 23

08017 Barcelona

España

www.librosdelasteroide.com

ISBN: 978-84-17007-66-9

Composición digital: Newcomlab S.L.L.

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Duró

A Michael Davie

El arte de la pregunta tonta

Mi vida laboral ha consistido en una serie de deslizamientos laterales, de adaptaciones más que ambiciones. Tengo la impresión de que nunca me han educado para nada, excepto una persona. Cuando tenía nueve años mis padres me sacaron de la escuela pública de Ocean Grove, en la costa sur de Victoria, y me matricularon en quinto curso en The Hermitage, una escuela anglicana para niñas de Geelong. Allí tuve una maestra feroz llamada señora Dunkley. Era delgada, con el pelo corto y negro y manos temblorosas. Se burlaba de mi acento marcado y de mi lentitud para el cálculo mental. Le tenía tanto miedo que aprendí a contar con los dedos por debajo de la mesa a la velocidad de la luz (habilidad que todavía conservo). Mi madre dice que solía gritar en sueños el nombre de la señora Dunkley. Pero la señora Dunkley también impartía gramática y sintaxis. Dibujaba meticulosas columnas en la pizarra y nos enseñaba las categorías gramaticales, análisis sintáctico y morfoló-gico. Fue la persona que me inculcó el gusto por cómo funciona el inglés y me proporcionó las herramientas para utilizarlo.

Dejé la escuela y no volví a verla nunca más. Como es natural, falleció. Hace diez años soñé con ella. En el sueño yo me paseaba por la galería a la que se abría la sala de profesores del Hermitage y me asomaba a las grandes puertas cristaleras. Veía a la señora Dunkley moverse por la sala como por debajo del agua, pero en lugar de su austero traje negro de los años cuarenta vestía una espléndida chaqueta de gamuza multicolor. Cuando se movía, desprendía lazos y guirnaldas de colores, de forma que iba dejando a su paso una estela irisada, emborronada y densa. Solo ahora, al escribirlo, relaciono a la señora Dunkley con mi personaje de ficción favorito, el Hada Varanegra de La rosa y el anillo de Thackeray, que al asistir al bautizo de una princesa dice al verla en la cuna: «Y a esta jovencita, lo mejor que puedo desearle es una pequeña desgracia».

A mediados de la década de 1960, cuando salí a rastras de la Universidad de Melbourne con resaca y una licenciatura mediocre en inglés y francés, cualquier idiota con título conseguía trabajo de profesor de instituto. Estaban tan desesperados que no hacía falta ni que el título fuera de Magisterio. Una mañana de verano me planté en el Departamento de Educación, en Treasury Place, y presenté mis tristes credenciales a la señora de recepción. Me echó un vistazo y señaló al mapa de Victoria que colgaba de la pared detrás de ella. «¿Qué quieres? —preguntó, en tono cansino—. ¿Werribee o Wycheproof?» Lo único que yo sabía de Wycheproof, al noroeste de Victoria, era que el tren circulaba por mitad de la calle principal. Elegí Werribee, con lo que perdí el derecho a vivir y trabajar en el Mallee, la región de donde es mi padre.

Mi agradable pero nada brillante carrera docente duró, con interrupciones, unos siete años y acabó en la ignominia, tal como cuenta uno de los relatos de este libro. A día de hoy, profesores de ambos sexos todavía se me acercan con una sonrisa y me recuerdan: «Me debes el sueldo de un día. En 1973 fui a la huelga por ti». Causé un gran revuelo, y agradezco el apoyo, pero después de malgastar un montón de tiempo lamentándome y fustigándome, me vi obligada a admitir que el despido era lo mejor que podía pasarme. Me forzó a ponerme a escribir para ganarme la vida.

A principios de la década de 1970 trabajé un par de años... o, mejor dicho, «formé parte de un colectivo que publicaba» la revista contracultural Digger. Luego cogí la hepatitis. Me fui a casa y me metí en la cama y en ella permanecí, bajo los expertos cuidados de mis compañeros de piso, durante semanas. Leí Guerra y paz. Alguien me llevó los cuentos del escritor ruso Isaak Bábel. Cuando leí, en la introducción de Lionel Trilling, que la obra de Bábel lo había enfrentado a las autoridades soviéticas porque «insinuaba que uno podía vivir en la duda, que uno podía vivir mediante una pregunta», dejé el libro y aullé.

Tal vez fuera la melancolía que acompaña a la hepatitis, pero lo más probable es que hasta ese momento nunca había admitido lo a disgusto que estaba escribiendo para una revista como Digger. (Solo una de las historias que escribí para ellos se incluye en esta selección.) Las cosas que escribía por entonces me parecían falsas. Iba de farol. En el fondo me sabía una burguesa sin remedio.

También me impresionó muchísimo la afirmación de Bábel de que «no hay hierro que pueda penetrar en el corazón humano de forma tan efectiva como un punto colocado en su sitio». Este, por supuesto, era el terreno de la señora Dunkley, aunque en su momento yo no supiera verlo y aunque ella no se hubiera expresado con tanto estilo. Años después me recomendarían reprimir mi pasión por la puntuación al jactarme ante mi amigo Tim Winton de haber escrito «un párrafo de doscientas palabras consistente en una única oración de sintaxis perfecta». Mi amigo me fulminó con su mirada de surfista y espetó: «Me trae completamente sin cuidado».

Cuando me recuperé, fui en bici al Silver Top de la calle Rathdowne y presenté mi solicitud para sacarme una licencia de taxi. Pero antes de pasar el examen, una amiga comunista me recordó que existía una prestación de apoyo a la maternidad a la que, en tanto que madre separada con una hija pequeña, tenía derecho. Así que la solicité y la conseguí. Todavía me arrepiento de no haber conducido un taxi.

Era la época que ahora llaman «los setenta». El grupo era primordial. En ciertos círculos una persona podía ofender por «expresarse demasiado bien». Pero en paralelo a las absorbentes actividades colectivas —bailes y aventuras amorosas y hogares comunales y grupos de despertar de la conciencia y periódicos para la liberación de la mujer y espectáculos de la Pram Factory y manis y ácidos y veranos con los niños en las piscinas públicas de Fitzroy— disfruté de una buena dosis de lectura en solitario. A expensas del gobierno, y no creáis que no lo agradezco, me zambullí en Proust, tumbada todo el día en la cama junto a la ventana abierta con la cabeza recostada en dos almohadones y otro cojín duro y pequeño, y el pesado volumen apoyado en el pecho.

Un día, mientras me peleaba con un soneto de Shakespeare, me empantané en la sintaxis y acudí, cruzando al otro lado del pasillo, a un bajista con un título en ciencias que no aprovechaba. Este dejó el instrumento sobre la cama y dijo: «Vale. Vamos a ver si lo desentrañamos». Desmontó el soneto y lo recompuso. El placer del proceso fue de una intensidad casi insoportable: me pareció más ilícito que el sexo. Ninguno de los dos volvió a mencionarlo jamás. Más típica de la vida que había elegido por entonces fue la respuesta que me dio un novio enfermo en la cama cuando, convencida de que aliviaba su aburrimiento (o el mío, pienso ahora), le propuse:

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