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Elizabeth Jane Howard - Los años ligeros. Crónicas de los Cazalet

Aquí puedes leer online Elizabeth Jane Howard - Los años ligeros. Crónicas de los Cazalet texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2017, Editor: Siruela, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Los años ligeros. Crónicas de los Cazalet: resumen, descripción y anotación

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El acontecimiento literario de la temporada. Por fin en castellano el último gran clásico de la novela inglesa del siglo XX. «Junto con Iris Murdoch, la escritora más importante de su generación».MARTIN AMIS«Tan distinguida, elegante y refinada como sus incontables admiradores podrían esperar». JULIAN BARNES«Una deslumbrante reconstrucción histórica». PENELOPE FITZGERALD«Una de esas escritoras que demuestran para qué sirve la novela, abriendo nuestros ojos y nuestros corazones». HILARY MANTEL«Con el tiempo sus Crónicas, como las de Trollope, se leerán como clásicos sobre la vida en Inglaterra». SYBILLE BEDFORDEl de 1937 y el de 1938. Dos veranos inolvidables, a salvo bajo la dorada luz de Sussex, donde los días se consumen en una sucesión de juegos infantiles y pícnics en la playa. Tres generaciones de la acomodada familia Cazalet reunidas en su finca natal. Los quehaceres de dos abuelos, cuatro hijos, nueve nietos, innumerables parientes políticos, criados y animales domésticos que abarcan desde lo cotidiano hasta lo más trascendental: el chófer conduce demasiado despacio, los niños rescatan a su gato de lo alto de un árbol, los adultos hablan de la amenaza de una nueva guerra, y los sueños y pasiones que acechan bajo su charla ligera apenas opacan la indolente rutina de los últimos años felices que en mucho tiempo conocerá Inglaterra.Cuando en 1990 Elizabeth Jane Howard publicó la primera novela de las Crónicas de los Cazalet, puso la piedra de toque de lo que se convertiría en un inmediato clásico contemporáneo y en la novela-río más importante escrita en Gran Bretaña desde Una danza para la música del tiempo de Anthony Powell. En Los años ligeros, la autora perfila con exquisitez la geografía íntima de una familia y de un modo de vida que, irremisiblemente, pertenecían ya al mundo de ayer.

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Edición en formato digital: abril de 2017

Título original: The light years

En cubierta: ilustración de © NRM / Science & Society Picture Library

Licensed by SCMG Enterprises Ltd. National Railway Museum Logo © SCMG

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Elizabeth Jane Howard, 1990

© De la traducción, Celia Montolío

© Ediciones Siruela, S. A., 2017

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-17041-69-4

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Para Jenner Roth

Árbol genealógico
de la familia Cazalet

Las familias Cazalet y su personal doméstico Casa de W ILLIAM C AZALET el - photo 3

Las familias Cazalet
y su personal doméstico

Casade:

W ILLIAM C AZALET (el Brigada)

Kitty (la Duquesita), su esposa

Rachel, su hija soltera

Personal doméstico:

Sra. Cripps (cocinera)

Eileen (doncella)

Peggy y Bertha (criadas)

Dottie (ayudanta de cocina)

Tonbridge (chófer)

McAlpine (jardinero)

Wren (mozo de cuadra)

Billy (ayudante del jardinero)

Casade:

H UGH C AZALET, primogénito

Sybil, su esposa

Hijos:

Simon

Polly

William (Wills)

Personal doméstico:

Nanny (aya)

Inge (criada alemana)

Casade:

E DWARD C AZALET , segundo hijo

Villy, su esposa

Hijos:

Louise

Teddy

Lydia

Personal doméstico:

Emily (cocinera)

Phyllis (doncella)

Edna (criada)

Nanny (aya)

Bracken (chófer)

Edie (asistenta en el campo)

Casade:

R UPERT C AZALET , tercer hijo

Zoë (segunda esposa)

Isobel (falleció en el parto de Neville)

Hijos de Rupert e Isobel:

Clarissa (Clary)

Neville

Isobel

Personal doméstico:

Ellen (niñera)

Casa de:

J ESSICA C ASTLE (hermana de Villy)

Raymond, su marido

Hijos:

Angela

Christopher

Nora

Judy

PRIMERA PARTE
Lansdowne Road
1937

El día comenzó a las siete menos cinco, cuando el despertador de Phyllis (regalo de su madre cuando entró a servir) sonó y siguió sonando y sonando hasta que lo apagó. La otra cama de hierro chirrió mientras Edna, refunfuñando, se daba la vuelta y se acurrucaba contra la pared; incluso en verano detestaba levantarse, y a veces en invierno Phyllis tenía que arrancarle las sábanas de un tirón. Se incorporó, se soltó la redecilla y empezó a quitarse los rulos: aquel día tenía la tarde libre, y se había lavado el pelo. Salió de la cama, recogió el edredón, que se había caído al suelo durante la noche, y descorrió las cortinas. La luz del sol renovó la habitación, convirtiendo el linóleo en tofe, tiñendo de azul pizarra el descascarillado esmalte blanco del aguamanil. Se desabrochó el camisón de franela y se lavó como le había enseñado su madre: la cara, las manos y, recatadamente y con una manopla mojada en el agua fría, las axilas. «Date prisa», le dijo a Edna. Echó las lavazas al cubo y empezó a vestirse. Primero se quitó el camisón y, dejándose puesta la ropa interior, se colocó el uniforme de mañana de algodón verde oscuro. Se plantó la cofia sobre los enmarañados tirabuzones y se ató el delantal a la cintura. Edna, que se lavaba mucho menos por la mañana, consiguió vestirse sin salir del todo de la cama: un vestigio del invierno (en el dormitorio no había calefacción y jamás de los jamases abrían la ventana). A las siete y diez ambas estaban listas para bajar en silencio por la casa dormida. Phyllis se detuvo en el primer piso y abrió la puerta de un dormitorio. Descorrió las cortinas y oyó al periquito rebullendo impaciente en su jaula.

—¡Señorita Louise! Las siete y cuarto.

—¡Ay, Phyllis!

—Me pidió que la despertase.

—¿Hace bueno?

—Hace un sol espléndido.

—Quítale el trapo a Ferdie.

—Si no se lo quito, tardará usted menos en salir de la cama.

En la cocina, que estaba abajo en el sótano, Edna ya había puesto el agua a hervir y estaba colocando las tazas sobre la mesa recién fregada. Había que preparar dos teteras: la marrón oscuro con rayas para las criadas (además de la taza que le subía Edna a Emily, la cocinera) y, para el piso de arriba, la de porcelana blanca, que ya estaba sobre la bandeja con sus tazas, sus platitos, su jarrita de leche y su azucarero a juego. Del té de la mañana del señor y la señora Cazalet se encargaba Phyllis. Después recogía las tazas de café y los vasos del salón, que Edna ya habría empezado a ventilar y a limpiar. Pero antes les esperaba su taza de té indio, fuerte y humeante. En el piso de arriba se bebía té chino, del que Emily decía que aborrecía hasta el olor, y más aún beberlo. Se lo tomaron de pie, sin remover siquiera el azúcar lo necesario para disolverlo.

—¿Qué tal va tu granito?

Phyllis se tocó con cautela un lado de la nariz.

—Parece que está bajando un poco. Menos mal que no me lo reventé.

—Te lo dije. —Edna, que no tenía granos, era toda una autoridad al respecto; sus consejos, profusos, gratuitos y movidos por un espíritu de contradicción, eran, con todo, reconfortantes, y Phyllis se los tomaba como una muestra de interés.

—Ya, pero no creo que con esto nos vayamos a hacer millonarias.

Ni con esto ni con nada, pensó Edna, mohína; y vale, puede que Phyllis tuviera problemas con su cutis, pero también tenía mucha suerte. A Edna le parecía que el señor Cazalet era un encanto, y, a diferencia de Phyllis, no le veía en pijama todas las mañanas.

Nada más cerrar Phyllis la puerta, Louise se levantó de un salto y quitó el trapo de la jaula. El pájaro empezó a brincar como si estuviera asustado, pero Louise sabía que estaba contento. La habitación, que daba al jardín de atrás, recibía un poco del sol de la mañana, lo cual le parecía bueno para el pájaro, y la jaula estaba sobre la mesa de enfrente de la ventana, junto a la pecera. Era una habitación pequeña y estaba abarrotada de sus cosas: sus programas de teatro, las condecoraciones y dos copas minúsculas que había ganado en sendas yincanas, sus álbumes de fotos, el cofrecito de madera de boj con cajones poco profundos en los que guardaba su colección de conchas, sus animales de porcelana sobre la repisa de la chimenea, su labor de punto; sobre la cómoda, además de su preciado pintalabios Tangee que parecía naranja chillón pero que una vez puesto quedaba rosa, la crema fría de Pond’s y una lata de polvos de talco Amapola de California, su mejor raqueta de tenis y, sobre todo, sus libros, que iban desde Winnie the Pooh hasta sus más recientes y apreciadas adquisiciones: dos volúmenes de la editorial Phaidon de reproducciones de Holbein y Van Gogh, en estos momentos sus dos pintores favoritos. Había una cómoda llena de ropa que casi nunca se ponía y un escritorio —regalo de su padre por su último cumpleaños— hecho a partir de un tronco de roble inglés que al parecer tenía una veta singularmente insólita y que contenía sus tesoros más secretos: una fotografía de John Gielgud con su autógrafo, un minúsculo montoncito de cartas que le había escrito su hermano Teddy desde el colegio (de tono deportista y frívolo, pero las únicas cartas que poseía escritas por un chico) y su colección de lacre..., seguramente, pensaba, la mayor de todo el país. La habitación también contenía un gran baúl viejo lleno de ropa para disfrazarse: vestidos de noche que su madre ya no usaba, vestidos tubo con bordados de cuentas, gasas y rasos, chaquetas de terciopelo estampadas, pañuelos y chales vaporosos y vagamente orientales de otros tiempos, boas de plumas sucias y seductoras, una bata china bordada a mano, traída por algún familiar de algún viaje, pantalones y túnicas de satén..., chismes perfectos para las piezas teatrales que representaban en familia. Al abrirlo, el baúl olía a un perfume antiquísimo, a naftalina y a emoción... Este último aroma era vagamente metálico y procedía, pensaba Louise, de los deslustrados hilos de oro y plata de algunas de las prendas. Disfrazarse y actuar era cosa del invierno; ahora estaban en julio, y las eternas y maravillosas vacaciones de verano estaban a la vuelta de la esquina. Se puso una túnica de lino con una camisa Aertex —escarlata, su color favorito— y salió a pasear a Derry.

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