La historia es la realidad del hombre. No tiene otra. Este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET
La rebelión de las masas
Sí… Nos olvidarán. ¡Ese es nuestro sino, contra el que nada se puede!… ¡Lo que ahora nos parece serio, significativo, de gran importancia…, llegará el día en que lo olvidemos o se nos antoje poco importante!…
¡Es interesante, en realidad!… En el momento actual no podemos saber qué, con el tiempo, llegará a tenerse por importante y qué por lastimoso y ridículo. ¿Acaso el descubrimiento de Copérnico o el de Colón no fueron considerados, en sus principios, como fútiles y risibles, mientras cualquier majadería que escribiera un chiflado era tenida por una verdad?… ¡Puede que esta vida actual nuestra, que ahora nos satisface, llegue un día a resultar extraña, incómoda, necia, y no solo insuficientemente pura, sino hasta pecaminosa!…
ANTÓN CHÉJOV
Tres hermanas
Todas las imágenes desaparecerán.
la mujer en cuclillas que orinaba a plena luz del día detrás de un barracón que hacía las veces de bar junto a las ruinas, en Yvetot, después de la guerra, se subía las bragas de pie, con la falda remangada, y se volvía al bar
la cara cubierta de lágrimas de Alida Valli bailando con Georges Wilson en la película Una larga ausencia
el hombre con el que nos cruzábamos en una acera de Padua, en el verano de 1990, con las manos pegadas a los hombros, evocando inmediatamente el recuerdo de la talidomida prescrita a las mujeres embarazadas contra las náuseas treinta años antes y a la vez el chiste que se contaba justo después: una futura madre está tejiendo una canastilla mientras toma talidomida, una vuelta, una pastilla. Una amiga espantada le dice, no sabes que tu bebé puede nacer sin brazos, y ella contesta, sí, ya lo sé, pero no sé tejer mangas
Claude Piéplu, a la cabeza de un regimiento de legionarios, con la bandera en una mano y con la otra tirando de una cabra, en una película de Los Chariots
esa dama majestuosa, enferma de Alzheimer, vestida con una camisola de flores como el resto de los pensionistas de la residencia de ancianos, pero ella, con un chal azul por los hombros, caminando sin cesar a zancadas por los pasillos, con altivez, como la duquesa de Guermantes en el Bois de Boulogne y que evocaba a Céleste Albaret tal y como apareció una noche en un programa de Bernard Pivot
en un escenario de teatro al aire libre, la mujer encerrada en una caja que unos hombres habían atravesado de parte a parte con lanzas de plata, rescatada viva porque se trataba de un truco de prestidigitación denominado El martirio de una mujer
las momias en harapos de encaje colgando de las paredes del convento dei Cappuccini de Palermo la cara de Simone Signoret en el cartel de Thérèse Raquin
el zapato girando en una plataforma rotatoria de una tienda de la cadena André en la Rue Gros-Horloge en Rouen, y alrededor la misma frase desfilando continuamente: «Con Babybota el bebé trota y crece bien».
el desconocido de la estación Termini en Roma, que había bajado a medias el estor de su compartimento de primera e invisible hasta la cintura, de perfil, manipulaba su sexo en dirección a unas jóvenes viajeras del tren del andén de enfrente, acodadas en la barra de la ventanilla
aquel tipo en un anuncio en el cine de Paic Vajilla, que rompía alegremente los platos sucios en lugar de lavarlos. Una voz en off decía severamente «¡Esa no es la solución!» y el tipo miraba con aire desesperado a los espectadores, «¿y cuál es la solución?».
la playa de Arenys de Mar junto a las vías del ferrocarril, el cliente del hotel que se parecía al animador radiofónico belga Zappy Max
el recién nacido agitado en el aire como un conejo desollado en la sala de partos de la clínica Pasteur de Caudéran, vuelto a ver media hora más tarde, todo vestido, durmiendo de costado en la cunita, con una mano fuera y la sábana estirada hasta los hombros
la silueta vivaracha del actor Philippe Lemaire, casado con Juliette Gréco
en un anuncio en la tele, el padre, oculto tras su periódico, intentando en vano lanzar al aire un bombón Picorette y atraparlo con la boca como su hija pequeña
una casa con un cenador cubierto de parras, que era un hotel en los años sesenta, en el 90 A de la Fondamenta delle Zattere, en Venecia
los cientos de rostros petrificados, fotografiados por la Administración antes de su partida hacia los campos de concentración, en las paredes de una sala del museo del Palais de Tokyo, en París, a mediados de los años 1980
el retrete instalado justo sobre el río, en el patio trasero de la casa de Lillebonne, los excrementos mezclados con el papel arrastrados lentamente por el agua que chapoteaba alrededor
todas las imágenes crepusculares de los primeros años, con los charcos luminosos de un domingo de verano, las de los sueños en los que resucitan los padres muertos, en los que caminamos por rutas indefinibles
la de Escarlata O’Hara arrastrando por las escaleras al soldado yanqui al que acaba de matar o corriendo por las calles de Atlanta en busca de un médico para Melania que va a dar a luz
de Molly Bloom acostada junto a su marido y acordándose de la primera vez que un muchacho la besó y ella dijo sí sí sí
de Elisabeth Drummond asesinada junto a sus padres en una carretera de Lurs, en 1952
las imágenes reales o imaginarias, las que perduran hasta durante el sueño
las imágenes de un momento bañadas por una luz que les es propia
Se desvanecerán todas de golpe como ha sucedido con los millones de imágenes que estaban tras las frentes de los abuelos muertos hace medio siglo, de los padres, muertos también ellos. Imágenes donde aparecíamos como niñas en medio de otros seres ya desaparecidos antes de que naciéramos, igual que en nuestra memoria están presentes nuestros hijos pequeños junto a nuestros padres y nuestras compañeras de colegio. Y un día estaremos en el recuerdo de nuestros hijos entre nietos y personas que aún no han nacido. Como el deseo sexual, la memoria no se detiene nunca. Empareja a muertos y vivos, a seres reales e imaginarios, el sueño y la historia.
Se anularán súbitamente los miles de palabras que han servido para nombrar las cosas, las caras de las personas, los actos y los sentimientos, que han ordenado el mundo, que han hecho latir el corazón y humedecer el sexo.
los eslóganes, los grafitis en las paredes de las calles y de los váteres, los poemas y los chistes verdes, los títulos anamnesis, epígono, noema, teorético, los términos copiados en una libreta con su definición para no mirar cada vez en el diccionario
los giros que otros utilizaban con naturalidad y que nos sentíamos incapaces de llegar a usarlos un día, resulta innegable que, no queda sino admitir que
las frases tremendas que habríamos debido olvidar, más tenaces que otras por el esfuerzo mismo hecho para borrarlas, pareces una puta mustia
las frases de los hombres en la cama por la noche. Hazme lo que quieras, soy tu cosa
existir es beberse sin sed, de Jean-Paul Sartre
¿dónde estaba usted el 11 de septiembre de 2001?
in filo tempore el domingo en misa
un carroza, ¡menudo zipizape!, ¡chachi!, ¡eres un gárrulo! Expresiones en desuso, escuchadas de nuevo por casualidad, bruscamente valiosas como objetos perdidos y reencontrados, y nos preguntamos cómo han podido conservarse
las palabras relacionadas para siempre con una persona como una divisa, en un lugar preciso de la nacional 14, porque un ocupante del coche las ha dicho justo cuando pasábamos por ahí y no podemos volver a pasar por el mismo sitio sin que esas palabras nos salten a la cara como los surtidores enterrados del Palacio de Verano de Pedro el Grande que brotan cuando los pisamos