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Postales desde Grecia

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POSTALES

DESDE GRECIA

VICTORIA HISLOP

Traducción de Ana Isabel Sánchez

Fotografías de Alexandros Kakolyris

Llegaban sobadas, siempre rasgadas, a menudo casi ilegibles, como si hubieran cruzado Europa en el bolsillo trasero de un pantalón. En una o dos ocasiones le pareció que la tinta estaba emborronada por la lluvia, el vino o incluso las lágrimas. A veces estaban descoloridas por el sol, y los matasellos desvaídos demostraban que por lo general su viaje había durado muchas semanas.

La primera de esas postales había aparecido a finales de diciembre, y después fueron llegando cada vez con mayor regularidad. Ellie Thomas empezó a esperarlas con ilusión. Si no recibía una durante una semana o más, repasaba el correo dos veces, por si acaso. El contenido de su casillero, uno de los doce que había en el gran vestíbulo comunitario, estaba formado sobre todo por facturas (o por avisos de facturas impagadas) y por correo basura de comida basura. La mayor parte de él iba dirigido a antiguos inquilinos que hacía tiempo que se habían marchado, y Ellie suponía que el lector al que iban destinadas aquellas postales, S. Ibbotson, era uno de ellos.

A excepción de las imágenes coloridas, siempre de Grecia, se deshacía de todo el correo extraviado metiéndolo en el buzón que había en la esquina de su calle, con las palabras «Devolver al remitente» garabateadas en la parte superior. Seguro que en la oficina de Correos las lanzaban a la basura.

Las postales no podían devolverse al remitente, porque el remitente era desconocido. Siempre firmaba con una simple «A». «A» de «Anónimo». Y quienquiera que fuese S. Ibbotson, no había llegado ninguna otra cosa a nombre de ella (o quizá de él) en los tres años que Ellie llevaba viviendo en el lúgubre piso de Kensal Rise. Tirarlas parecía un desperdicio.

Empezó a sujetar las postales con chinchetas en un gran panel de corcho al que no le daba más uso que el de colgar alguna que otra lista de la compra y un trozo de papel con su número de la Seguridad Social. A medida que transcurrían las semanas, iban formando un mosaico colorido, sobre todo azul y blanco (cielos, mar, barcos y edificaciones encaladas con postigos azules). Incluso la bandera que aparecía en algunas de ellas era de los mismos colores puros.

... Metone, Mistrá, Monemvasía, Naupacto, Nauplia, Olimpia, Esparta...

Había un toque de alquimia en sus nombres, y ella les permitía lanzar su hechizo. Ansiaba estar en los lugares que retrataban. Daban vueltas sin parar en su mente, como cualquier palabra extranjera con sonidos musicales pero de significado desconocido: Kalamata, Kalavrita, Kosmas. Y seguían, y seguían.

El retablo de imágenes iluminaba aquel piso situado en un sótano, aportaba color a su por lo demás deprimente hogar, algo que las colchas de Habitat no habían logrado.

Con una caligrafía esmerada, ligeramente afectada (aunque en ocasiones ilegible), el autor transmitía poca información pero mucho entusiasmo.

Desde Nauplia: «Tiene algo especial.»

Desde Kalamata: «Posee una atmósfera muy cálida.»

Desde Olimpia: «Esta imagen no te ofrece más que un atisbo.»

Ellie empezó a permitirse imaginar que ella era «S», a soñar con los lugares hacia los que aquella «A» parecía atraerla.

El remitente solía brindar reflexiones sobre una forma de vida que Ellie jamás habría imaginado.

Al parecer aquí la gente no comprende la soledad. Incluso mientras estaba escribiendo esta postal una persona se ha acercado y me ha preguntado de dónde era y qué estaba haciendo aquí. No resultaba fácil de explicar.

Para los griegos, estar solo es lo peor del mundo, así que siempre hay alguien que viene a hablar conmigo, a preguntarme o decirme algo.

Me invitan a sus casas, a panegyris, hasta a bautizos. Jamás me había topado con tal hospitalidad. Soy un absoluto desconocido, pero me tratan como a un amigo al que le perdieron la pista hace mucho tiempo.

A veces me invitan a compartir su mesa en una cafetería, y entonces, invariablemente, tienen una historia que contar. Escucho y la escribo de principio a fin. Ya sabes cómo pueden ser los viejos. La memoria suele suavizar un poco la verdad. Pero eso no importa. Quiero compartir estas historias contigo.

Pero todas terminaban en tono triste:

Sin ti este lugar no es nada. Ojalá estuvieras aquí. A.

La despedida era sencilla, sincera y apesadumbrada. «S» nunca llegaría a saber cuánto deseaba el autor anónimo que ambos estuvieran allí, juntos.

Un día de abril, llegaron tres postales de golpe. Ellie dio con su viejo atlas y se puso a localizar los lugares. Arrancó la página y la colgó junto a las tarjetas en el panel de corcho, después marcó todos los destinos y siguió el recorrido del autor. Arta, Préveza, Meteora. Todos ellos nombres mágicos y extraños.

Ese país que nunca había visitado se estaba convirtiendo en parte de la vida de Ellie. Tal como le encantaba señalar al autor, las imágenes no podían transmitir los aromas ni los ruidos de Grecia. No proporcionaban más que una instantánea, un vislumbre. Sin embargo, Ellie se estaba enamorando de aquel territorio.

Semana a semana, y con cada tarjeta postal, el deseo de Ellie por ver Grecia con sus propios ojos aumentaba. Anhelaba los colores luminosos y los rayos solares que las postales daban la impresión de prometer. A lo largo de todo el invierno, había salido hacia el trabajo antes del amanecer y había vuelto a casa a las siete, de manera que las cortinas habían permanecido cerradas ininterrumpidamente. Ni siquiera cuando llegó la primavera notó la diferencia. El sol no encontraba la forma de entrar. No parecía una gran vida, sin duda no era lo que ella había esperado al mudarse desde Cardiff. Las luces que había esperado encontrar en Londres distaban mucho de ser brillantes. Solo las postales conseguían animarla: en cuanto llegaron, añadió Kalambaka, Karditsa y Katerini al montaje.

Su trabajo vendiendo espacios publicitarios en una revista de negocios nunca la había entusiasmado, ni siquiera el primer día, pero una agencia de colocación la había convencido de que era una forma de entrar en el mundo de la publicidad. Más tarde, se había dado cuenta de que debía de ser por una ruta muy indirecta. Los clientes se mostraban sensibles a su sonora voz galesa, así que cumplía con facilidad los objetivos que le marcaba el jefe de ventas telefónicas. Eso le dejaba unas cuantas horas libres al día para ganarse una comisión extra o para, como estaba haciendo en ese momento, perder el tiempo en internet buscando imágenes e información sobre Grecia. Entre las filas de los demás empleados rayanos en los treinta que desempeñaban el mismo trabajo, muchos eran actores o cantantes «que se estaban tomando un descanso» y que querían estar en cualquier lugar que no fuera donde estaban. Para la mayor parte de los que ocupaban las anónimas hileras cercanas, el sueño era estar en un escenario. Para Ellie, el sueño era estar en un lugar mucho más alejado del West End.

Las postales se habían convertido en una obsesión. Las imágenes idealizadas que iba coleccionando cobraban una importancia cada vez mayor para ella. Con el verano llegaron también postales de islas. Eran imágenes increíblemente hermosas, con mares y cielos azules destellantes. Andros, Icaria. ¿Esos sitios eran reales? ¿Habían retocado las fotos?

Pasaron unas cuantas semanas y no recibió ninguna postal más. Todas las mañanas de agosto, Ellie comprobaba su casillero y, cuando veía que no había llegado ninguna, sentía una punzada de decepción. Cada búsqueda infructuosa era una esperanza frustrada, pero no podía contenerse. Hubo un fin de semana de puente y se fue a Cardiff a ver a sus padres. Allí pasó la noche del sábado visitando los bares de siempre con las amigas de siempre. Ahora ya estaban todas casadas y empezando a tener hijos. Una de ellas, de la que había sido dama de honor, le pidió que fuera la madrina de su bebé. Se sintió obligada a aceptar, pero, al mismo tiempo, un tanto desconcertada por su sensación de distancia respecto a sus coetáneas.

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