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Cornelius Castoriadis - Lo que hace a Grecia

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Cornelius Castoriadis Lo que hace a Grecia

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Cornelius Castoriadis - Lo Que Hace A Grecia I - De Homero A Heraclito

VI

Seminario del 5 de enero de 1983

Hoy hablaremos sobre todo de la religión homérica, y más precisamente de aquello que se llamó la revolución religiosa en Homero. Es un tema que toca el problema de la religión griega en su conjunto, pero más generalmente, la cuestión de la posibilidad de nuestra propia relación -de análisis, de comprensión- con esta religión particular, a la ve muy alejada de nosotros y muy diferente de todo un conjunto (a pesar de lo que haya podido decirse al respecto, en particular por el lado de los estructuralistas ) de otras religiones, mitos o creencias “arcaicas”.

Hay que señalarlo: para la filosofía moderna occidental, la religión griega sigue siendo un enigma. Hace unos quince años tuve la ocasión de leer una reseña de un libro sobre este tema en el Times Literary Supplemeni, en la cual se confesaba no comprender el hecho de que un pueblo que creó la filosofía, la geometría, la tragedia, haya podido permanecer apegado durante toda su existencia a creencias tan absurdas, infantiles, aberrantes, etcétera. Claro, el autor del artículo olvidaba que su propia cultura sigue apegada a creencias tan absurdas e infantiles como la concepción inmaculada de una santa virgen, un ser que es a la vez hombre y dios, que sube y baja del cielo -para resumir, todas esas historias inverosímiles, que no son ni más ni menos absurdas que la religión griega o que cualquier otra creencia-, Riles propósitos manifiestan simplemente un total desconocimiento de lo que es una religión. Pero hace falta observar una cosa más -o tres, para ser más precisos- con respecto a la manera de abordar la religión homérica.

Primero, lo que casi siempre se interpone como una suerte de velo delante de los ojos de los modernos, lo quieran o no, es su propia preconcepció n con respecto a la religión. Pues por religión entienden nuestra religión;"' así como por civilización entienden nuestra civilización; por literatura, nuestra literatura; por moral, nuestra moral por buenas costumbres o cortesía, nuestras buenas costumbres o cortesía. Lo que les digo puede parecerles muy elemental y muy estúpido, pero es así. Esta preconcepción, por cierto, está profunda mente marcada por las creencias monoteístas y por toda la ontoteología que las acompaña: hablaremos de ello al abordar la filosofía griega. A esto se agrega una tendencia de la cual les hablé el otro día. esta manía que tienen los modernos de introducir en su visión del mundo griego antiguo su noción de voluntad [1] ,1 para constatar de inmediato que está ausente de éste -y lo mismo ocurre en el caso de la moral o de la ética-. Muy a menudo se tiene la impresión de que la moral y la ética de la antigua Grecia se miden por el rasero de la Crítica de la razón práctica, de una ética de la reine Gesinnung, de la pura disposición de espíritu donde se quiere el bien por sí mismo, independientemente de toda otra motivación, como si friese el único criterio que permitiría definir una ética. Mientras que la aparición de este tipo de actitud en Occidente es justamente el producto del cristianismo,, de una filosofía idealista como la de Kant, etcétera. Por ejemplo, decir, como se ha osado, que en los griegos no hay conciencia moral, equivale a decir, en realidad, que no hay en ellos conciencia desdichada de un estado inaccesible, irrealizable; y lo mismo vale para la religión, la cual en la civilización cristiana implica una posición fundamental que define las relaciones del hombre con Dios en términos de amor. Se ama, debe amarse a Dios; amor que no excluye el temor, además, pero la paradoja esencial está ahí: ¿cómo un afecto puede ser objeto de un imperativo? Ésta es la falla central; el cristiano amar a Dios de manera sincera, espontánea, convenciéndose tic que es lo que debe hacer. Por otro lado, Dios nos ama—nos ama con ciertas condiciones-. A veces, en las versiones más dignas, su amor es totalmente arbitrario (véase la relación muy específica de Dios para

cojo los hebreos en el Antiguo Testamento). Ahora bien, para los griegos, estas dos ideas son absurdas, impensables. Así en Aristóteles, hacia fines del siglo IV, la palabra philótbeos (que ama a Dios o a los dioses) sólo aparece una vez; y Aristóteles dice que sería extravagante, absurdo [átopon), decir que uno ama a Zeus [2] .

Es algo completamente diferente cuando se trata, en la filosofía aristotélica, de un amor que experimentan la physis y todos los seres, y que los impulsa hacia un dios sin relación alguna con el mundo, que es puro pensamiento. Lo que cuenta aquí es la diferencia entre dos verbos griegos que el francés traduce a ambos por aimer [“amar”]: philéin y erán (que da eros). Sin entrar en los detalles, lo que el cristiano llamaría amor, lo que la lengua de los Evangelios llama agape y la Vulgata traduce por caritas, es lo que mejor correspondería al philéin de Aristóteles. El erán, por su parte, contiene un elemento erótico, un elemento de deseo por algo. Ahora bien, para Aristóteles, este eros que impulsa a los seres y a toda la naturaleza hacia un dios que, además, ellos no conocen se identifica con la enorme atracción que siente lo inferior hacia lo superior. Y si escribe que serta absurdo decir que un hombre ama a Zeus (phiiéi Día), ni siquiera evoca como hipótesis -porque sería inconcebible y extravagante— que un dios pueda rebajarse a amar (en el sentido de eran) a la humanidad. Ésta es la posición de Aristóteles, que ya es un autor tardío; en los autores anteriores, la cuestión ni siquiera se plantea, es completamente ajena a sus mentalidades. Observen, además, que los griegos ignoran esa distancia infinita, esa separación rigurosa que las religiones monoteístas han intentado establecer, sin lograrlo completamente, entre este mundo y el más allá, entre el ser humano y el ser divino. En ellos existe, por cierto, una diferencia, que no es simplemente cuan t ita ti va sino cualitativa ; pero en cierta manera no se trata de una ililc- retteia omológíca. Los dioses son excelentes, son infinitamente superiores a los humanos: pero no se encuentran del otro lado de un precipicio ontológico que los separaría radicalmente de ellos. Es, por ejemplo, lo que traduce este hecho sobre el que Hannah Argent insista con mucha razón, según el cual los dioses griegos son inmortales pero no eternos3 : no están ni en la totalidad del tiempo —puesto que nacen , ni siquiera fuera del tiempo, como quisiera con razón una teología racional, en el caso del cristianismo.

Además de esta preconcepción moderna que falsea la visión, existen también otros dos factores muy importantes que se refieren a la cuestión misma, y ya no a los prejuicios. Ambos tienen, además, un alcance que supera ampliamente el problema de la comprensión de la religión griega. En primer lugar, todo fenómeno social se despliega, a la ver para el individuo y para la sociedad en cuestión, en las tres dimensiones muy conocidas por la psicología corriente. Existe una homología entre la representación del individuo (su imagen del mundo) y un conjunto de significaciones imaginarias propias a esta sociedad; un conjunto de miras o de vectores que orientan el hacer, el actuar social en algunas direcciones bien determinadas; y luego algo más misterioso aún, que podríamos llamar el afecto de una sociedad. Más allá de la simple metáfora, se trata de una cierta manera -coloreada afectivamente- de investir el mundo y de vivirlo, que se observa más fácilmente, claro está, en el nivel de los individuos concretos, pero que los supera y, por así decir, empapa las actitudes colectivas. Pero este afecto , ligado a la institución de cada sociedad, depende estrechamente de la manera que tiene dicha sociedad de vivir el tiempo, de constituir su tiempo propio. De manera general, en el nivel individual encontramos dos modalidades opuestas de investidura del tiempo: o es aquello que va a traer lo mejor, está cargado de esperanza y colorea de manera positiva la experiencia de vida; o no puede traer más que disminución, empobrecimiento y, en última instancia, la catástrofe y la muerte. De ahí, dos tipos de experiencia de vida de las sociedades. Es claro que hablo aquí por imágenes y por abuso de lenguaje; no hay experiencia de vida más que de individuos, pero esta experiencia de vida se hace posible, y está orientada, por todo lo que está depositado en la institución de la sociedad y sus significaciones. Ahora bien, es evidente que no podríamos hablar de religión —y todavía menos que en el caso de cualquier otro fenómeno social- haciendo abstracción del afecto . Los individuos y la colectividad tienen una actitud con respecto de lo que para ellos es lo divino o lo sagrado que no depende de la representación pura y simple. Un sistema de creencias religiosas no se reduce a un sistema de ideas, menos aún a una ideología como pretende un neologismo estúpido en boga desde hace un tiempo. Existe, claro está, este conjunto de representaciones que constituye la parte decible y descriptible de una religión; pero hay también un modo de ser del sujeto religioso con respecto a lo que se supone que representan, precisamente, estas representaciones que es del orden del afecto: es una realidad fundamental para toda religión. Nos topamos aquí con una de las consecuencias muy conocidas del racionalismo o del pseudorradonalismo moderno: la intelectualización a ultranza de la historia. Así, se pretende identificar a las sociedades diferentes de las del observador con un conjunto de fuerzas productivas y de superestructuras, con sistemas de representación -por lo tanto, con lo que puede decirse, describirse, y en el caso de los estructuralistas, ordenarse en un cuadro para completar con signos + y —, oposiciones sí/no, frío/caliente, arriba/abajo, derecha/izquierda, etcétera. Es escandalosamente falso: una sociedad es -por supuesto, también a través de sus representaciones— una manera de vivir el mundo y de crear su propio tiempo, una manera, eventualmente, de destruir el mundo. Cierta incapacidad contemporánea para captar el fenómeno totalitario es inseparable de esta intelectualizacion de la historia. Del totalitarismo quiere hacerse un sistema lógico que sería, por ejemplo, el resultado aberrante de ciertas ideas filosóficas, revolucionarias u otras -lo cual desemboca, por lo general, en deducciones sin gran rigor incluso desde su propia perspectiva-, y no se ve lo esencial, a saber, que el totalitarismo es un sistema histórico-social a la ve2 propiamente delirante y fuertemente investido de un afecto que es preciso describir como tal: en el caso del nazismo, un afecto de victoria que se invierte inmediata y visiblemente en un deseo de muerte y de destrucción del otro... Todo esto, por cierto, también se aplica a las religiones. Aunque dejemos de lado la tentación inetelectualizante, es cierto que es sumamente difícil, y en principio imposible, llegar a una verdadera comprensión en la medida en que no podemos vivir el afecto de otro; pero existe, con todo, algo que se llama empatía y simpatía, aunque estas nociones, aplicadas a una cultura distante de varios milenios, nos confrontan con temibles enigmas. De todos modos, el problema está ahí, y remite a la posición del historiador: todo gran historiador es como un artista creador —o recreador—. No se contenta con describir los hechos y analizar las situaciones sociales e históricas, es capaz de restituir (enorme signo de interrogación: ¿cómo controlar esta restitución?) esta totalidad indisociable: las representaciones, las aspiraciones de una sociedad y su manera de vivir el mundo y de vivirse a sí misma —es decir, su afecto-. Es cieno, muy pocos historiadores supieron hacerlo (e incluso, a su manera, muy pocos novelistas): pensamos en ciertas páginas de Tucídides, o de Michelet sobre la Revolución Francesa, o. incluso, ciertas páginas de la Paideia de Jaeger4 , donde, en mi opinión, encontramos en algunos momentos una restitución muy vivaz y muy “verdadera”.

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