Jimena Hoyos - Transformar el dolor

A mí me criaron tres pastores alemanes, un perro salchicha y mi mamá. Ella me cuenta que nací con la necesidad de estar cerca de estos seres. Literalmente, la única manera en la que accedía a tomarme mis teteros era encima de ellos, especialmente de Beltza o “Chunga”, como yo le decía. Sé que suena increíble, pero aún la recuerdo… físicamente no tanto, pero sí puedo revivir lo que sentía al recostarme sobre ella. Me acuerdo cómo me mecía su respiración, recuerdo sentir su calma, lo calentita y suavecita que era, recuerdo sentir su protección infalible, ancestral, de loba cuidando su cachorra. Nada podría pasarme a su lado. Cuando dormía, por más profundo que fuera mi sueño, me despertaba dando alaridos si me separaban de los perros para pasarme a mi cuarto, así que finalmente mi mamá decidió acomodar mi cuna estratégicamente en medio de ellos.

Para descifrar mi historia y su sentido debo encontrar primero la semilla. ¿Habré nacido con ella? Siento que sí… y, además, siento que floreció en el momento en el que llegué a este mundo. Mi vida inició en Bogotá en una casa ubicada en una zona poco residencial, en el barrio de Suba, que en esa época era una montaña rodeada de bosques y en los alrededores había solo dos o tres casas que en realidad parecían fincas. Cuando tenía cuatro años, mi papá se fue a vivir a España con la que más adelante se convertiría en su esposa. En la casa quedamos mi mamá, mi hermano Nicolás, que me lleva seis años, los tres pastores alemanes y Fritz, el perro salchicha que no me acuerdo de dónde salió. Lo que sí sé es que es Fritz era mi “Barbie” preferida y ese fue su papel desde el día en el que llegó a mi vida. Pobre perro, cómo lo jodí… cargándolo todo el día como si fuera un bebé o en mi coche de muñecas para arriba y para abajo: le ponía vestidos, collares, bufandas, pelucas… Así vivió durante sus doce años. En ese entonces mi hermano no me daba ni la hora y mi mamá vivía ahogada en su trabajo así que mi parche eran Beltza, Max, Furia y Fritz.

Junto a mi manada di mis primeros pasos, con su apoyo aprendí a caminar, luego a correr descalza por el monte como ellos. Andábamos como una tropa todos juntos a todas partes. Cuando entré al colegio me llevaban y me recogían en el paradero. El bus no podía subir hasta la casa ya que era una carretera destapada. Mi mamá tuvo que enviar una carta al colegio explicando que era normal que en el paradero me estuvieran esperando cuatro perros y no ella, o algún ser humano.

El líder de la manada era Max. A él lo entrené casi hasta ser capaz de comer con palitos chinos. Él era el que sabía la hora exacta de los horarios del paradero del bus, el que cargaba mi lonchera y el que la recibía cuando regresaba del colegio. Siempre iba adelante, abriendo paso por el camino más seguro. Siempre alerta. Siempre listo. Tenía una agilidad que hasta hoy de adulta me parece inverosímil. No había que hablarle, con una mirada entendía cuándo debía sentarse, parase, irse y venir. Beltza era mi mamá loba, devota, amorosa, que pasó de ser mi almohada para tomar tetero a convertirse en mi escritorio para hacer mis tareas. Furia era mi hermana, o sea hija de Max y Beltza. Era enorme, de pelo oscuro y abundante, ojos negros, imponente, elegante, guapísima. La gente le tenía pavor, por eso creo que le pusieron ese nombre, porque de esa tal “furia” nunca vi ni el rastro. Era un poco intensa, sí, sobre todo en su adolescencia, que al parecer fue eterna. Cualquier juguete, palo, piedra o zapato era motivo de una fiesta eufórica. Desde el día en que la conocí, Furia solo quería jugar las veintiocho horas del día, sin descanso. Pensándolo bien, creo que nunca la vi dormir. Y Fritz, mi pobre Fritz, duró toda su vida siendo mi muñeca. No sobra decir que, encima de todo, era macho.