LA MAÑANA FINAL
C.L. Moore
Titulo de la obra en inglés : DOMSDAY MORNING
Traducción de JESUS SILANES
Primera edición: Abril 1962
CAPÍTULO PRIMERO
Después de cierto tiempo el traqueteo del autobús que nos transportaba adquirió un ritmo al que me pude acostumbrar, aunque cada vez que efectuaba algún movimiento el polvo revoloteaba por encima de mis ropas y a pesar de la oscuridad reinante podía ver entre los pliegues de mis uñas el tamo procedente de las resecas huertas de Ohio. Estoy de luto, iba pensando. Pregúntenme porqué llevo luto para toda mi vida.
El autobús traqueteaba y apestaba al mismo tiempo. Apestaba a sudor y a insecticida. El insecticida lo proporcionaba el Gobierno con el objeto de evitar que las plagas del campo fueran diseminadas por las huertas de Illinois por los cosechadores. También servía para aniquilar las plagas y piojos de los pasajeros, aunque de esto no se preocupaba la mayoría. Si nos tuviéramos que preocupar de los parásitos, no seríamos cosechadores.
Ya me había resignado a tolerar el ruido del coche y el mal olor a insecticida y me había recostado en mi asiento, cerrando los ojos para pensar en lo que fuera, cuando de repente se produjo un pequeño tumulto entre los viajeros. Creí que alguien me ponía una rodilla en el pecho y pronto me vi rodeado de gente que se apretujaba contra mí. Unos reían y otros gritaban y aquella situación se me hizo intolerable. Me desperté luchando contra la opresión que sentía.
Pero se habían echado todos sobre mí y a pesar de mis esfuerzos para librarme de aquella gente sentí que mis brazos quedaban inmovilizados y que apenas podía mover mi cuerpo. Me estaban aplastando sin piedad contra la pared del vehículo y mi cara estaba pegada contra el cristal de la ventanilla. Todo el mundo se había agolpado sobre las ventanillas de mi lado. El autobús se decantaba hacia la izquierda y casi todos los asientos de la derecha se hallaban desocupados. Haciendo un esfuerzo supremo conseguí liberar mis brazos.
—¡Fuera de aquí! —grité.
—Tenga paciencia, Rohan —contestó alguien.
—Dije que salgan de aquí.
Cállese. Eché una mirada hacia allí.
La presión se suavizó algo y miré a través del empañado cristal. A media milla de distancia y entre la oscuridad pude distinguir una gigantesca pantalla cinematográfica, lo suficientemente grande como para que a pesar de la distancia la muchacha que aparecía en ella se representara a mi vista de tamaño bastante mayor que el natural. Mis ojos la contemplaron durante un minuto y viéndola tan plena de vida pensé que todavía debía estar soñando.
—¡Miranda! —gritó alguien entusiásticamente.
—¡Miradla! ¡Qué hermosa!
—¡Vaya mujer!
—Aminore la marcha —le dijo alguien al conductor, pero éste no le hizo el menor caso. El autobús continuó su rápida marcha, pero para mí no era todavía lo suficientemente veloz. A medida que nos alejábamos la pantalla iba desapareciendo de nuestra vista, pero lentamente, muy lentamente. Conocía la película que se proyectaba sobre ella y recordaba la escena que entonces se representaba. Sabía también lo que iba a ocurrir en las próximas secuencias y no deseaba visionarias, pero no podía evitarlo. Aun cuando cerrara los ojos los movimientos de aquellas sombras que se vislumbraban a más de un cuarto de milla a través de los campos se hubieran metido entre mis párpados y mis ojos y hubieran penetrado en el recinto de mis recuerdos. Conocía aquella película.
Ahora se abría una enorme puerta detrás de la gigantesca figura de Miranda y un hombre penetraba en la brillantemente iluminada habitación. Era un hombre de anchos hombros y cuello de toro que se movía rápidamente, a un ritmo intolerable. Su negro pelo aparecía tan recortado que semejaba un casquete negro pintado sobre el cráneo, del que todos estuvieron de acuerdo en catalogar como perfecto. Lástima que dentro de él no hubiera nada.
Alguien de los que se apiñaban en torno mío gritó:
—¡Eh, Rohan, se te parece! —y otro contestó en voz baja e irritada a la vez:
—¡Cállate!
No quise prestar atención. Estaba contemplando como el joven Rohan de hacía cuatro años se acercaba a su esposa y la abrazaba y como ella apoyaba dulcemente la cabeza sobre su hombro. Era lo mismo que estar contemplando a dos dioses haciéndose el amor; una escena hermosa, vivida, más realista que la misma vida, pero a una gran distancia de tiempo y espacio. El colorido de la mágica habitación y el movimiento de las dos sombras reverberaban en la lejanía sin verse afectados por el ardiente aire de la noche, por el tiempo ni por la distancia.
La pantalla se fue ladeando a medida que el coche avanzaba por la polvorienta carretera. Las dos sombras de la iluminada habitación se fueron estrechando cada vez más, hasta formar dos largas líneas verticales. Después desaparecieron.
Pero no yo. Miranda desapareció. Ella ya estaba fuera y quizá no fuera demasiado malo, considerando la forma en que murió. Pero, en cuanto a mí, estaba atrapado en un autobús que atravesaba el tiempo, oprimido contra mi asiento mientras las ruedas continuaban rodando y mi viejo mundo desaparecía de mis recuerdos estrechándose hasta convertirse en una línea que desapareció por completo, y con ella la figura de Miranda.
—Ya todo ha pasado y ha terminado —me dije—. Sucedió hace tres años y ya nadie lo recuerda. Ni siquiera tú mismo...
Me revolví furiosamente contra los cuerpos que continuaban apretujándose contra mí. Empezaron a separarse gruñendo y protestando. El individuo que se había estado apoyando en mi hombro perdió el equilibrio ante un brusco movimiento del autobús y se precipitó sobre mí. Trató de sostenerse y apoyó una mano sobre la ventanilla y la otra cayó pesadamente sobre mi pecho.
Le di con el puño en la cara.
Le descargué el puñetazo con toda la potencia que me permitió mi posición, con todo el ímpetu de mi contenida irritación. Fue como si de repente se hubiera encendido un foco para iluminar una oscura escena. Estaba completamente seguro de mí mismo y me sentí mucho mejor. Ahora lucharemos, pensé. Ésta es la mejor manera.
Pero no ocurrió nada. Se apoyó en el respaldo del próximo asiento y se marchó tambaleándose por el pasillo. Se quedó unos instantes frotándose la mandíbula y mirándome cabizbajo, pero sin pronunciar palabra. aunque entre los pasajeros se empezaron a hacer conjeturas sobre lo ocurrido.
—¿Qué ha pasado?
—Pues otra vez ese Rohan.
—¡Eh, Rohan! ¿Por qué no se pega un tiro?
Miré al hombre del pasillo. Yo estaba preparado y con ganas de buscar camorra, pero lentamente el encendido foco de mi imaginación fue apagándose. Sabía que aquel tipo no estaba dispuesto a enfrentarse conmigo.
Me encogí de hombros y me volví al asiento. Mi presunto oponente buscó su asiento y desapareció de mi vista. Eché mano al bolsillo y extraje la botella y, después de romper el precinto, eché un trago al coleto. Sabía a veneno matarratas, pero, naturalmente, el primer trago siempre sabe igual.
—¿Qué le ha parecido, Rohan? —preguntóme el hombre más próximo a mí.
—Que no tengo bastante con esto —repliqué, taponando la botella.
—Creo que le va a sobrar.
—Hay mucha distancia hasta Springfield.
—Pero no puede bebérsela toda.
—Pues vaya viendo como la termino.
Se dio por vencido. Todavía continuaba la algarabía entre -los demás pasajeros. El conductor, harto ya de tanto bullicio, murmuró algo y conectó el receptor de televisión, colocado en la parte delantera del autobús. Se televisaba una cinta de policías y ladrones. Los policías iban uniformados con las guerreras rojas del «Comus» y la heroína llevaba la cabellera peinada imitando el estilo de Miranda en la película «Bright Illusion». Lentamente, los, cosecha- dores se fueron callando.
Siendo un cosechador no se puede mantener demasiado tiempo la excitación nerviosa. No le queda a uno energía suficiente ni interés. Para la mayoría de los cosechadores la vida es un círculo cerrado. Una vez que se ha firmado el contrato ya sabe uno lo que le espera. La duración normal del contrato es de cinco años, pero mucho tiempo antes de que termine el plazo ya le debe uno a la Compañía tanto dinero en bebidas y comidas que nunca se puede liberar de ella,
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