Capítulo 1
Anno Domini 1403
Monasterio benedictino de San Benito.
Cataluña.
Aquella mañana de otoño era fría y húmeda, había llovido toda la noche y las goteras por toda la abadía eran abundantes. El hermano Benicio caminaba apresurado por el frío claustro de la abadía para no llegar tarde a la sala capitular, dado que al padre abad no le gustaba los retrasos cuando la comunidad se reunía. Su juventud le daba agilidad y rapidez a las piernas.
El hermano Jeremías lo miró con ojos de deseo. Era joven y fuerte. Llevaba dos meses entre ellos y todavía no había conseguido acercarse a él lo suficiente. Siempre estaba junto a Leonardo, su maestro, el cual tenía la misión de educarlo según las normas de la orden, basadas en el lema ora et labora : la meditación, la oración y el trabajo, generalmente agrario.
El padre abad entró con paso lento y se sentó sin mirar a nadie. Iba cabizbajo, con el libro de oraciones en la mano. Era extraño, ya que siempre que entraba les miraba y les dedicaba una sonrisa. Parecía que algo le preocupaba.
Iniciaron el primer oficio de la mañana como cada día, con normalidad. Al finalizar, el abad se puso en pie y todos los hermanos se levantaron junto a él. Les ordenó que se sentaran.
‒Hermanos ‒dijo con la voz ahogada en la tristeza‒, siento que el final de mis días ha llegado.
Se escucharon murmullos desaprobando sus palabras. Algunos hermanos se alteraron. El padre abad pidió silencio alzando la mano derecha.
‒Sé que muchos de vosotros me queréis, pero he decidido que mi lugar ha de ser ocupado por otro hermano ‒dijo con autoridad.
El revuelo en la sala fue enorme. Benicio miraba sorprendido a los hermanos. No entendía por qué reaccionaban así.
‒Hermano Leonardo ‒le preguntó Benicio‒, ¿por qué están todos tan alterados?
‒Ninguno de nosotros quiere que el abad ceda su lugar ‒dijo compungido.
‒¿Por qué? ‒insistió.
‒Ha sido un líder excelente y su función en este cometido ha sido ejemplar. La abadía ha prosperado mucho desde que cogió el cargo. No creo que ninguno de nosotros esté a su altura.
El padre abad tuvo que alzar la voz para que los hermanos se tranquilizaran. De nuevo se hizo el silencio en la sala capitular. Todos los hermanos le miraban expectantes.
‒El siguiente domingo, en siete días ‒puntualizó‒, después de vigilias, se realizará la votación y se hará la ceremonia durante la misa.
En silencio y cabizbajo, abandonó la estancia entre murmullos. Tras su salida, se hicieron corros en los que se escuchaban opiniones diversas. Leonardo y Benicio fueron hacia el claustro.
‒Hermano Leonardo ‒le preguntó‒, ¿podré votar?
‒No ‒negó con la cabeza‒. El superior de la comunidad o abad se escoge entre los votos de los hermanos que han hecho la profesión solemne, es decir, la entrada definitiva en la comunidad, después del período temporal.
‒Tras el noviciado ‒especificó Benicio.
‒Efectivamente. Además, el que salga elegido ha de tener como mínimo las dos terceras partes de los votos, el cual ha de ser secreto.
En un lugar apartado del calefactorio, Casiano, que era el hermano más antiguo, pensaba cuál sería su plan. Conocía muy bien a la comunidad, sus secretos, cómo manejar a los hermanos, cómo mantenerlos a raya. Durante la semana de reflexión, hablaría con todos ellos para convencerlos u obligarlos a darles su voto. Deseaba ser el próximo abad y haría lo que fuera por conseguirlo.
Del hermano Guillermo no dudaba, su lealtad hacia él era infinita. Después de estar muchos años luchando contra los moros en Oriente y regresar sin posesiones, mendigó por las calles de Barcelona hasta que él lo recogió y lo llevó al monasterio para darle una vida más digna. Haría cualquier cosa que le pidiera, de eso estaba totalmente seguro.
Terencio era como su hermano pequeño. Crecieron juntos en el mismo hogar, su familia lo adoptó después de la muerte de sus padres. Con Leonardo, en cambio, sería diferente. Era demasiado puro de espíritu. Sabía que tendría problemas.
* * *
El domingo siguiente a la renuncia del padre abad, la comunidad celebró el primer oficio del día. Una vez finalizado, toda la comunidad se dirigió a la sala capitular y los hermanos con derecho a voto iniciaron la votación. Cada uno escribió en un trozo de papel un nombre. Uno a uno y por orden de antigüedad, pasaron por delante del novicio más joven que sostenía una bolsa de cuero e introdujeron el trozo de papel con su votación. Después de que todos ellos votaran en un absoluto silencio, el novicio le entregó el saco al padre abad, quien empezó a sacarlos y a mostrárselos al novicio que actuaba como testimonio y que los anotaba en un pergamino. Transcurrida la lectura y el recuento de votos, el abad anunció el sucesor.
‒Después de ejercer el voto en secreto ‒dijo poniéndose en pie con cara de satisfacción‒, anuncio que el hermano elegido es Leonardo, con 245 votos.
Leonardo se quedó sorprendido y así lo demostraba su expresión, aunque quien más desconcertado estaba era Casiano. No entendía cómo no había salido elegido él, si durante la semana se había asegurado que obtendría los votos de la mayor parte de la comunidad. Le habían traicionado y la rabia se reflejaba en su expresión. Al contrario, la sorpresa y la alegría aparecían en el semblante de Leonardo. Todos los hermanos se acercaron a elogiarle, menos él, que vio cómo se le alejaba su última oportunidad.
Se abrieron las puertas de la iglesia y la gente del pueblo entró para felicitar al nuevo abad. Leonardo era muy querido por todos y la comunidad estaba satisfecha con el resultado.
A las doce de la mañana, tras el repique de las campanas de la abadía, el abad saliente empezó la misa. Después de la epístola inició la ceremonia. Antes de su consagración, Leonardo juró obediencia a la Santa Sede, realizó un examen canónico y recibió los signos de su cargo de manos del prelado oficiante: la mitra, el báculo, la cruz pectoral, el anillo, los guantes y las sandalias. Durante el ofertorio le presentó dos vinajeras de vino, dos piezas de pan y dos velas grandes de cera. Dijo la misa junto al prelado y recibió de él la sagrada comunión. Durante el canto del Te Deum , Leonardo, como nuevo abad consagrado con mitra y báculo, anduvo a través de la nave de la iglesia bendiciendo a los fieles. Cuando regresó a su asiento, todos los hermanos de la comunidad, uno a uno, se arrodillaron ante él para recibir el beso de la paz.
Cuando Casiano se acercó, Leonardo percibió una extraña sensación. La vista se le nubló y tuvo una visión que lo dejó aturdido: veía a Casiano que llevaba la cruz pectoral y se reía burlescamente y lo peor de todo era que entre ambos había una reja. Su respiración se aceleró y se quedó sumido en una especie de sueño, un trance que se rompió ante las palabras de Benicio y el contacto de su mano. Leonardo no entendía qué le había pasado.
‒Padre abad‒dijo Benicio con una gran sonrisa en los labios. Inclinó la cabeza y se arrodilló. Leonardo, sudoroso, le besó ante la mirada de todos los fieles.
El abad, con la tez pálida y algo aturdido, se levantó para concluir la ceremonia desde el altar mayor con la bendición solemne.
Casiano pensaba que aunque no fuera el sucesor, tenía de su parte a los frailes más importantes de la comunidad. Cada uno de ellos movía un hilo que unidos, gobernaban el monasterio a espaldas del abad. Si este se percataba de la situación, se veía obligado a aceptar la corrupción a cambio de su vida o de su cargo, una corrupción interna muy bien dirigida. Sabía que Leonardo era incorrupto, puesto que lo había intentado en varias ocasiones. No se dejaba convencer ni era fácil doblegarlo. Tendría problemas. Quizá la solución sería la más drástica. Acabaría rápido con su mandato si no cedía.
* * *
La vida transcurría con cierta normalidad en la abadía. Benicio dejó su aprendizaje por unos días hasta que Leonardo decidiera quién sería su nuevo maestro. Después de misa se dirigieron a la sala capitular. Jeremías, ansioso de hacer una amistad más profunda con el joven novicio, expuso ante toda la comunidad el deseo de ser su maestro. De esa manera conseguiría acercarse al chico y hacerlo suyo poco a poco.