Philipp Vandenberg
El quinto evangelio
Titulo de la edición original Das funfte Evangelium
Traducción del alemán Perc Bonnin
Ante todo guardaos del fermento de los fariseos, que es la hipocresía. Nada hay oculto que no deba descubrirse, y nada escondido que no llegue a saberse. Por esto, todo lo que decís en las tinieblas será oído en la luz; y lo que habláis al oído en vuestros aposentos será pregonado desde los terrados.
Lucas 12,1-3
En ninguna ciudad que yo conozca hay cementerios tan interesantes como en París. Son totalmente diferentes, casi alegres, y no tienen en sí nada mórbido o misterioso, al contrario de lo que ocurre con los cementerios alemanes. Parece como si los franceses cuidasen mejor a sus muertos, y todo escolar sabe que, por ejemplo, Edgar Degas está enterrado en Montmartre, en cambio Maupassant y Baudelaire, en Montparnasse.
Desde el bulevar de Ménilmontant se accede al cementerio de Père-Lachaise. Así se llama el cementerio más grande y más bello de París. Un nombre extraño, que se remonta al père Lachaise, el confesor de Luis XIV. Junto a Edith Piaf, Jim Morrison y Simone Signoret, uno encuentra aquí las tumbas de Moliere, Balzac, Chopin, Bizet y Oscar Wilde. Dónde, lo dice un guardián que por unos francos incluso proporciona un plano.
En días soleados, sobre todo en primavera y otoño, muchas personas van en peregrinación a visitar las sepulturas de sus ídolos, y allí se encuentran los que se llevan la impresión fugaz de haber estado por lo menos una vez y los que vienen aquí regularmente, algunos incluso a diario, casi siempre a la misma hora y siguiendo un mismo rito: un breve recuerdo.
Esta observación supone que uno haya visitado durante varios días a la misma hora el cementerio de Père-Lachaise, cosa que yo hice al principio sin ninguna idea preconcebida, en cualquier caso no con la expectativa de toparme con una de las historias más excitantes con que nunca me haya encontrado.
Ya al segundo día me fijé en un señor entrado en años, bien parecido, que estaba frente a una tumba con la simple inscripción «Anne 1920-1971»; es decir, viéndolo retrospectivamente, lo que me llamó la atención fue aquella flor naranja y azul que llevaba en la mano y, como por mi experiencia sé que detrás de una flor rara se esconde una historia extraordinaria, cedí al impulso de hablar al desconocido.
Con sorpresa constaté haberme encontrado con un alemán que vivía en París; por lo demás se mostró esquivo, casi huraño, respecto al significado de aquella flor exótica (se trataba de una flor del ave del paraíso, también llamada ravenala). Al día siguiente, al repetirse nuestro encuentro, la situación se invirtió, puesto que ahora era el otro quien hacía lo posible por saber de mí, y tardó tiempo en creer que sólo me había impulsado mi curiosidad de escritor a hacerle esta pregunta y que no había oscuros maquinadores que me hubiesen enviado a él.
Sólo la actitud escéptica del hombre frente a mi inocente pregunta me reafirmó la sospecha de que detrás de la pequeña ceremonia diaria en el cementerio de Père-Lachaise podía ocultarse algo mucho más importante que un simple gesto emotivo. Aunque yo hacía mucho tiempo que me había presentado, todavía desconocía su nombre, pero no vi inconveniente en invitarle a comer a mi hotel, caso de que su tiempo se lo permitiera.
Debo reconocer que entonces no creía que el otro mantendría su palabra; más bien suponía que había aceptado para librarse de mi testarudez. Me asombré, pues, cuando, como habíamos convenido, el hombre apareció en el restaurante del Grand Hotel en el distrito 9, donde yo vivía, y colocó sobre la mesa una revista antiquísima, que en seguida picó mi curiosidad.
Como si hubiese tenido intención de torturarme de este modo, cosa que en una persona curiosa como yo provoca un estado casi enfermizo, conversaba plácidamente sobre las bellezas de París (a mi entender era puro sadismo) y, cada vez que yo intentaba encauzar la conversación hacia el tema propiamente dicho, sacaba alguna cosa digna de visitarse. Más tarde comprendí que el hombre luchaba consigo mismo por saber si podía confiarme su historia o no.
Había perdido ya toda esperanza, cuando de repente cogió la revista, la abrió por el medio y la puso así sobre la mesa diciendo:
– Ése soy yo. O mejor, lo fui. O todavía mejor: debiera haberlo sido. -Escudriñaba mi reacción.
Los segundos en los que me concentré en la información de la revista depararon un ostensible placer al desconocido; sentía sobre mí su mirada y tenía la sensación de que estaba siguiendo cada uno de mis movimientos, como si esperase una exclamación de sorpresa. Pero nada de esto sucedió. El artículo informaba sobre un reportero de la revista que perdió la vida en la guerra de Argelia y mostraba fotos de su vida, así como el retrato de un cadáver totalmente maltrecho. Quedé bastante desconcertado.
– No lo entenderá -comentó al fin-, a mí me ha costado mucho tiempo comprenderlo. Y sin duda es la historia más absurda que usted jamás haya escuchado.
Le respondí que ya había topado con historias increíbles. Lo normal es raras veces tema para un escritor. Referí a mi invitado el caso de aquel monje en silla de ruedas, que hace años me contó la historia de su vida y con palabras apremiantes me explicó por qué se había arrojado de una ventana del Vaticano con intención suicida. Describí su vida en mi libro Conspiración sixtina, pero, antes de salir el libro a la luz, el inválido desapareció del convento, y su abad aseguraba constantemente que nunca hubo en aquel lugar un monje en silla de ruedas; a lo que yo respondía que habíamos estado sentados allí frente a frente durante varios días.
Hubiera sido mejor no haberle contado esto, pues de pronto el hombre tuvo prisa. Manifestó que antes de decidirse a revelar su historia debía meditarlo de nuevo y mejor que nos viéramos al día siguiente en el café La Flore, en el bulevar Saint-Germain, que por lo demás es frecuentado por muchos escritores.
Resumiendo: hube de tomarme yo solo un café en La Flore, y debo confesar que no me sorprendió. Evidentemente el desconocido perdió su audacia ante la perspectiva de que su sino pudiera servir de argumento para un libro. Pero esto reafirmó mi idea de que aquello que tanto preocupaba al hombre excedía en mucho el destino de una persona particular.
Todos los grandes misterios de la humanidad tienen un origen insignificante. Yo presentía un tal misterio tras la ventura de aquel extraño. En aquel momento no podía sospechar que fuese tan grave ni tampoco que aquel hombre con la flor de papagayo sólo jugaría un papel secundario en este drama. El papel principal, adelantémoslo, lo jugó aquella dama del cementerio, de la cual yo sólo conocía el nombre: Anne.
Sin embargo, ya tenía un rastro: el artículo de la revista. Una pista conducía a Munich, una segunda a París, luego se volcaron los acontecimientos en mis investigaciones. Roma, Grecia y San Diego fueron otras estaciones, y poco a poco, progresivamente, veía más claro por qué el desconocido recelaba en confiarme su historia.
Aún visité algunas veces el cementerio, pero nunca más me encontré con aquel hombre extraño.
ORFEO Y EURIDICEcausando la muerte
A su alrededor era todo blanco y, como si le dolieran las paredes blancas, el suelo blanco, las puertas blancas relucientes y los deslumbrantes tubos de neón, Anne hundió su rostro en las manos. No comprendía nada. Sólo había escuchado la palabra «coma» y que él estaba muy mal. Una figura asexuada en bata blanca la arrinconó en la silla explicándole con delicadeza, como una azafata aérea que infunde confianza en el reglamento para el caso de urgencia, que los médicos harían lo humanamente posible, que aquello podría durar mucho y que hiciera el favor de rellenar el formulario y firmarlo.
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