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Galliano Marcelo - Musica Para Un Crimen

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Galliano Marcelo Musica Para Un Crimen

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Música para un crimen Por Marcelo Galliano HESIODO EDICIONES PUBLICADA - photo 1

Música para un crimen

Por

Marcelo Galliano

HESIODO EDICIONES

PUBLICADA POR:

Marcelo Galliano

Música para un crimen

Todos los derechos reservados © 2016 por Marcelo Galliano

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total, ni parcial, de este libro; ni la recopilación en un sistema informático ajeno a HESDIODO; ni en otro sistema mecánico, fotocopias (u otros medios) sin la autorización previa del propietario de los derechos de autor.

*****

Primera parte

I Primera conversación con el oficial Vera

—Adelante Vera, adelante.

El Inspector Manarino vio al oficial en la puerta del despacho, vacilante, quizá dubitativo ante el requerimiento de presentarse una vez más para “eso”, para charlar de algo obvio, de lo que ya se sabe.

—Permiso.

—Sí, tome asiento. Usted no fuma, ¿no? –preguntó Manarino, perfumando el incipiente diálogo con el aire a habanos de la caja abierta. Vera se había sentado y lo miraba, impaciente, sin responder—. Hace bien, yo debería dejar, al menos eso dice mi esposa, entre tantas otras cosas que dice. En fin, voy al grano: lo llamé por el caso Risso. Quiero ordenar ideas, testimonios, replantearme lo sucedido.

—Pero parece un caso resuelto – se animó a decir Vera, con dudas.

—¿Sí? –preguntó el inspector Manarino, encendiendo el cigarro ya despuntado, enrojeciéndose el rostro uno, dos segundos con el calor próximo del fósforo, para luego soplar la breve llama y dejar escapar un hilo celeste de humo que se elevó desde la madera ya ennegrecida.

—Bueno…según los hechos…

—Los hechos… Para eso lo llamé —dijo el Inspector poniéndose de pie, acercándose a la ventana, observando el atardecer a punto de ovillarse—. Quiero escuchar la música nuevamente.

—¿La música? –preguntó el oficial Vera.

Manarino sonrió, boqueó el cigarro y caminó hacia un viejo tocadiscos para colocar un long play y elegir el Segundo Concierto de Brandeburgo.

—¿Le gusta Bach, Vera? —el oficial no respondió, sólo armó en su cara una expresión de intriga y siguió oyendo—. Qué belleza, pero también qué desmesura de ideas que uno no llega a apreciar del todo. La primera vez que escuché una obra de Johann Sebastian Bach me pareció hermosa –continuó Manarino—, pero no llegué a comprender la importancia de esa música hasta que volví a escucharla. Bach fue un embustero, ¿sabe? Un genial embustero. Hace que uno se pierda en alguna de las líneas sonoras que escucha y, mientras tanto, suceden una, dos o más cosas que no llegan a apreciarse del todo hasta que se vuelve a oír la composición. Los crímenes son como la música de Bach.

—¿Los crímenes? ¿Usted cree que el caso Risso…?

Manarino giró su cabeza y fijó su mirada en la figura del oficial. La habitación comenzaba a ensombrecerse y tuvo la rara, irracional sensación de que de esa forma, sin distinguir los rasgos de su interlocutor y sólo con la estricta apreciación de las palabras a decirse, la charla sería más propicia para descifrar las cuestiones oscuras del caso.

—¿Usted qué cree?

—Un suicidio… Es obvio —se atrevió a decir el oficial Vera, temiendo que el Inspector pensara en una subestimación de su parte.

—Es obvio, sí. Por eso lo tengo aquí a usted un día como éste, cuando seguramente tiene ganas de salir y festejar la Nochebuena con su familia, y por eso cité a las personas del caso: para que toquen.

—¿Para que toquen?

—Sí, quiero escuchar nuevamente cada voz de esta partitura, cada instrumento por separado como si fuera una novedad. ¿Le gustaría comenzar?

—¿Yo?

—Sí, usted. Mire, figúreme como una especie de turista, alguien que desconoce lo que pasó. Dígame, ¿qué es eso del caso Risso?

—Bueno… —comenzó Vera, con dudas, como formando parte de un juego del que desconocía las reglas completas—, hace dos días recibimos una llamada…, alguien decía que en una fiesta en una mansión de Parque Leloir, la anfitriona se había suicidado. Nos dio la dirección y nos apersonamos.

—¿Qué encontraron?

—Bueno, usted vio todo.

—Un turista, Vera.

—¡No, señor!

—Quiero decir que me lo cuente como si fuera un turista, o un amigo que nada tiene que ver con la criminología.

—Ah, sí. Al llegar al lugar los invitados estaban en el living, consternados, consolando al viudo. Subimos a la habitación y encontramos una mujer muerta con un disparo en la sien, y el revólver en la mano.

—¿El revólver? ¿O un revólver?

—El revólver. Los peritajes evidenciaron que era el arma utilizada.

—¿Y por qué piensa que fue un suicidio?

—Los testigos concuerdan. La mujer sacó el arma delante de todos, el marido intentó disuadirla y sacársela de las manos, pero ella logró escaparse y corrió a la habitación, y al instante se escuchó un disparo.

—Alguien pudo haberla matado ahí dentro.

—Imposible. El viudo entró en seguida, la encontró muerta y pidió auxilio inmediatamente, no hubo tiempo suficiente para que alguien pudiera simular un suicidio, hubiera necesitado varios segundos para acomodar el cuerpo y colocar el arma en la mano. Además no hubiera sido necesario.

—¿Por qué?

—Porque la mujer corrió dispuesta a matarse.

—¿Hay pruebas de eso?

—Todos los invitados la vieron.

—Así que todos la vieron.

—Sí, y disculpe que se lo recuerde, pero usted mismo lo vio todo cuando llegó al lugar.

—¿Qué es lo que vi?

—La gente murmurando, el viudo destrozado y la suicida tirada en la cama.

—Es cierto, y también lo vi a usted y a los demás policías que ya estaban en la escena.

—Es que usted llegó después, recuerde que…

—Sí, me demoré por un neumático de mi auto. Llegué casi media hora tarde, ¿no? —dijo Manarino, pensativamente, caminando por la oficina y volviendo a mirar, tras la ventana, el cielo que ahora dejaba asomar un cuerno amarillento de luna.

—Casi cuarenta minutos —dijo el oficial con cierto temor—, pero no piense que es un reclamo…

—No. Pero llegué cuarenta minutos tarde y en la escena del hecho solamente estaban el viudo y los agentes, además del cuerpo de la suicida, claro.

—Los invitados seguían azorados en el living, usted los vio.

—Pero… ¿nadie se acercó, ni para preguntar, ni siquiera por pura morbosidad? –preguntó Manarino.

—El propio Sr. Risso pidió no hacer un espectáculo de eso, y no dejó que nadie se acercara a esa escena tan desagradable, excepto nosotros, claro.

—Sí, yo mismo pude ser parte del efecto Bach… —murmuró Manarino.

—¿Perdón?

—Nada, nada, puede irse, y hacer entrar al primer testigo.

—Si no me necesita para otra cosa…

—Quédese.

—Pero…

—Vera, yo también tengo una familia que me espera con un pionono y una sidra. Pero no brindaría tranquilo sabiendo que soy cómplice involuntario en este caso.

—¿Cómplice? Pero… ¿cómo se puede ser cómplice de un suicidio?

—Buena pregunta, Vera. Quizá Bach nos la conteste, ¿no?

Ambos hombres se silenciaron y el Segundo Concierto de Brandeburgo pareció entender la invitación a desplegar sus alas desde el viejo tocadiscos.

II Conversación con la secretaria del Sr. Risso

—Nombre completo, Señorita –preguntó Manarino apenas sentada, frente a él, una bellísima joven.

—Alicia Graciela Blemer.

—Srta. Blemer, según sé, usted trabaja en la empresa del Sr. Risso.

—Sí, soy su secretaria.

—¿Su secretaria? –preguntó Manarino con cierta ironía, pitando y exhalando una bocanada de humo que se aquietó en el aire unos instantes como una grisácea, petrificada y traslúcida paloma tras la cual cada uno podía descifrar el rostro ajeno. Al instante, el propio Manarino encendió una lámpara con la que amarilleó con más intensidad los hermosos rasgos de la mujer, y completó:

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