Galliano - ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?
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“Hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” es una frase que nos cansamos de ver en redes sociales, tanto en su versión original como con las variaciones del caso. La pronunció Slavoj Žižek durante su discurso ante los manifestantes de Occupy Wall Street en octubre de 2011, quien la tomó del primer capítulo de Realismo capitalista, el exitoso ensayo de Mark Fisher de 2009, quien a su vez citaba a Fredric Jameson, quien a su vez, en su libro de 2005 Arqueologías del futuro, se la atribuye a “alguien” indefinido. Paradójicamente, la frase que mejor describe la imposibilidad contemporánea de pensar un futuro distinto al presente viaja de autor en autor hacia el pasado. Para encontrar el fin del futuro, nosotros también deberemos ir al pasado.
“La utopía, lejos de estar en ningún lugar, ha estado siempre en algún lugar: en Esparta, en la cristiandad primitiva, en los monasterios, entre los pueblos indígenas del Nuevo Mundo”, dice el historiador Gregory Claeys. En efecto, el impulso utópico no es un ejercicio fantasioso sino una especulación realista que toma experiencias concretas como modelos para futuros realizables. Así, Platón respondió a la crisis de la polis ateniense con una idealización del campamento espartano; Tomás Moro, a la crisis del feudalismo con una idealización de la vida monástica. Durante el siglo XVI, mientras Europa conquistaba el mundo y el capital comenzaba a acumularse, escritores como Tommaso Campanella, Johann Valentin Andreae y Francis Bacon absorbieron el desarrollo científico de la época para concebir sociedades progresistas y visionarias, sin resignar por eso elementos de alquimia o teocracia.
Siguiendo ese impulso, cada capitalismo demostró capacidad para imaginarse distinto. El capitalismo 1.0, con sus pesares y sus posibilidades, inspiró a los llamados socialistas utópicos. Henri de Saint-Simon, Charles Fourier, Étienne Cabet y Robert Owen fueron hombres de acción, involucrados políticamente en sus proyectos, decididos a domar el cambio tecnológico con ingeniería social. A Saint-Simon le debemos la primera tecnocracia de una tradición que llega hasta nuestros días: un gobierno mínimo de especialistas que comparten el progreso con trabajadores leales y satisfechos, sin más ideología que la eficacia y el desarrollo tecnológico. El industrial Owen, a quien le gustaba presentarse como “ingeniero de hombres y mujeres física y moralmente mejores”, pretendía rediseñar de una manera racional la producción, la vida pública y la educación. Fourier llevaría más lejos este principio, con menos énfasis en la racionalidad económica y más en la canalización de las pasiones. Todos pretendían prevenir las revoluciones sociales con sus refor- mas, y desconfiaban de la igualdad y la democracia. Todos ellos fueron sumamente influyentes en su época y, a pesar de que sus ideas resultaron desechadas, dejaron su simiente en funcionarios e ingenieros saintsimonianos, cooperativas y sindicatos owenianos, y el falansterio de Fourier, un precedente para tantos barrios privados y comunidades espirituales new age del presente.
El capitalismo 2.0 llevó el idealismo tecnocrático al paroxismo. En 1888 Edward Bellamy publicó Mirando atrás desde 2000 a 1887, una novela que imaginaba un siglo XXI maquinal y antiindividualista, con un sistema de producción centralizado de empresas estatales en el que todos participan como accionistas y miembros de un ejército de trabajadores con servicio obligatorio, so pena de cárcel por no trabajar. En el futuro de Bellamy hay coches que vuelan, comedores colectivos, tarjetas de débito, radio, televisión y poca, muy poca libertad. En menos de un año la novela vendió 400.000 ejemplares solo en los Estados Unidos, fue traducida al chino e inspiró movimientos políticos en los cinco continentes. Ese colectivismo industrial-militar muchas veces se combinó con el darwinismo y la eugenesia para dar lugar a utopías difícilmente digeribles hoy en día, entre ellas Pyrna: una comuna (1875), de Ellis James Davis, o Vida en Utopía (1890), de John Petzler, donde no se permite vivir a los niños enfermizos y quienes padecen enfermedades tienen prohi- bido casarse. Este tipo de utopismo opresivo moderno dejaba ver el contenido potencialmente distópico que la revolución bolchevique y la contrarrevolución fascista harían realidad.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, los proyectos utópicos quedaron encerrados en la lógica bipolar sin mucho criterio ideológico: Occidente secuestró las granjas cooperativas israelíes; la Unión Soviética hizo otro tanto con varios nacionalismos africanos. La imaginación colectiva se simplificó. Se difundió por todo Occidente una crítica al pensamiento utópico. En los años sesenta, el erudito Lewis Mumford, sociólogo, urbanista, filólogo y autor de una historia de las utopías, rastreaba su origen en las ciudades del Neolí- tico, auténticas máquinas humanas administradas militarmente por un monarca teocrático. Los griegos idealizaron ese modelo cerrado que llega hasta nosotros cargado de autoritarismo, negador del crecimiento individual y la conflictividad humana. Liberales como Karl Popper, Friedrich von Hayek, Yaakov Talmón y Norman Cohn coincidieron en identificar en el pensamiento utópico religioso los orígenes del totalitarismo político del siglo XX.
El pensamiento utópico se escondió en la literatura de ciencia ficción, en especial la sci fi sociológica y especulativa de los sesenta que, según Jameson, preparó a los lectores para el impacto del futuro como experiencia diaria, extrañando el presente como el pasado de algo por venir. Pero la caída del comunismo fue la estocada final al pensamiento utópico. Incluso la ciencia ficción cedió a entender el futuro como exacerbación del presente, como puede leerse en la obra de J. G. Ballard o el ciberpunk. El futuro parecía haber llegado a su fin.
La crisis del pensamiento utópico es la manifestación de un problema más grande: la ausencia de ideas o, al menos, de imágenes de futuros alternativos. Uno de los primeros en diagnosticar esta tendencia no fue precisamente un partidario del futuro, la modernidad, ni el progreso. Reinhart Koselleck fue voluntario del ejército del III Reich en el frente oriental durante la Segunda Guerra Mundial. Luego de la derrota y tras una estadía en un campo de prisioneros soviético, estudió Historia y Filosofía en Heidelberg, buscando la tutela o al menos el consejo de docentes más o menos involucrados con el nazismo, como Martin Heidegger, Carl Schmitt, Werner Conze u Otto Brunner.
Para Koselleck, con la modernidad cambia nuestra relación con el pasado y el futuro, que él categoriza respectivamente como espacio de la experiencia (el conjunto de los acontecimientos que han sido incorporados a nuestra memoria colectiva y nos permiten enten- der el presente) y horizonte de expectativas (temores, esperanzas, certezas e incertidumbres del presente orientados hacia lo que aún no experimentamos). En la sociedad tradicional las expectativas se alimentaban exclusivamente del pasado. La concepción del tiempo era circular y previsible: solo podían pasar cosas que ya habían pasado. La expansión ultramarina y el desarrollo tecnológico de la modernidad abrieron un nuevo horizonte de expectativas. El tiempo se aceleró y el espacio de la experiencia se alejó cada vez más del horizonte de expectativas. El tiempo ya no se repetiría y la historia tenía poco que enseñar. No es casual que durante el siglo XX los conceptos que despertaron mayores expectativas fueron los que menos pasado contenían: el socialismo y el fascismo. Lo que nos inte- resa aquí es que Koselleck contempla la posibilidad de que, en la medida en que nuestras expectativas se realicen o se frustren y se transformen así en experiencias, nuestra relación con el tiempo vuelva a su cauce anterior: el pasado se llenaría de historia, de expe- riencias logradas o fallidas, y el horizonte de expectativas se reduciría nuevamente. Sería la lenta extinción del futuro.
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