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Marcelo Birmajer - Historias de hombres casados

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Marcelo Birmajer Historias de hombres casados

Historias de hombres casados: resumen, descripción y anotación

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Marcelo Birmajer sabe que la literatura no busca dar respuesta sino hacer más bellas y terribles las preguntas, y para ello todo escritor está obligado a contar una historia. Estos cuentos que hablan del amor y del matrimonio, de la paternidad y de la muerte, del sexo y la pasión, del engaño y el miedo a la soledad, surgen de aquella convicción. Playas, fiestas, hoteles, aviones, taxis, bares y cajeros automáticos son los escenarios de este libro que puede leerse también como una radiografía social de la época que nos toca vivir. Con talento, humor y originalidad inusuales, Birmajer consolida su lugar en la narrativa en español y desliza, a través de personajes y situaciones memorables, una única certeza: todas nuestras desdichas provienen de la búsqueda de la felicidad.

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Historias de hombres casados — leer online gratis el libro completo

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¿Desea realizar otra transacción?

Ese día hacía dos años y un mes que mi hijo Julián había muerto.

Todos los días (todas las horas, todos los minutos) pienso en él. Pero cuando entro en los cajeros automáticos, pido por él. Pido que regrese a esta tierra. A esta tierra de desdichas, de llantos, de vaguedades; pero la única en donde pudimos ser padre e hijo.

La gente (esas personas a las que no se les ha muerto un hijo) dice que la tecnología avanza por sobre el espíritu, avasalla el alma.

Creo que están equivocados. El cajero automático, por ejemplo, es un oráculo. Cuando el cajero, al finalizar mi retiro semanal de dinero, me pregunta: «¿Desea realizar otra transacción?», yo contesto apoyando la mano: «Sí, deseo regresar al momento previo a subir a Julián al ómnibus». Permanezco unos segundos y me voy sabiendo que al menos tengo dónde pedir un deseo. Por el papel donde me arrojan el estado de mi saldo, cuento los días que llevo sin ver a mi hijo.

El alma no existiría de no ser por el cuerpo. El alma necesita del cuerpo para expresarse; y la tecnología es el avance de la materia hacia una mayor expresión del espíritu: el aire acondicionado (manejar los vientos, como Drácula), las heladeras de frío seco, las computadoras, nos sumergen en un mundo de magia y misterio, primitivo. El ascetismo limita las posibilidades de expresión del alma. La tecnología las potencia.

El azar es opuesto a la tecnología, es opuesto al alma. Que un ómnibus cargado de chicos de doce años se desbarranque, que suba como una rampa el cordón metálico de la ruta, se alce en el aire, caiga más allá de la banquina y muera sólo un chico, es una clara obra del azar.

Eran veintidós chicos de doce años, y murió uno solo. Al caer el micro sobre sus cuatro ruedas, todos salieron disparados hacia el techo, pero sólo a Julián se le incrustó el pequeño proyector de luz en el cráneo.

Tuve que hacer una pausa. Estoy agitado. Expresar de este modo crudo la muerte de mi hijo me agota. Estoy acostumbrado a describirme de este modo el episodio: pero con el tiempo, el odio se acrecienta.

Es una suerte poder hablar con uno mismo. Una suerte poder pensar.

El pensamiento es la tecnología del hombre. El cuerpo, fácilmente vulnerable, es el azar. Pero el pensamiento es tecnología. El pensamiento es silencioso y discreto. Puedo pensar: «Por qué no habrán muerto uno o dos chicos más». Que no muera ninguno o que muera por lo menos alguno más. No ser el único padre distinto en esa fiesta de niños que se salvaron del accidente. No tener que soportar las muecas de señores intentado entristecerse, acariciando a sus hijos ilesos o levemente heridos.

Mi mujer ha sido más sincera que yo. Desde entonces, no sale ni habla. Siente vergüenza.

—Murió Julián —dijo—. Ahora soy un monstruo.

Hacía dos años y un mes de la muerte de Julián cuando me encontré con Recalde. Yo salía del cajero y Recalde me llamó por el apellido.

—¿Sos vos? —me preguntó entrecerrando los ojos, preguntando con las cejas—. ¿Sos vos?

Asentí, moviendo la cabeza lentamente. Recalde era un compañero del secundario.

—¿Sabés que hace un rato nada más estaba pensando en vos? ¡Qué increíble!

En los últimos treinta años nos habíamos visto unas dos o tres veces.

Para su casamiento me mandó una participación. Y creo, ya no recordaba, que en una ocasión nos habíamos reunido todos los viejos amigos del secundario.

—¡No me digas que vos también sacás plata de este cajero! —me dijo—. ¡Qué increíble!

Estaba alegre y rejuvenecido. Yo me dejaba palmear, y aceptaba francamente, aunque en silencio, su camaradería.

—Si me esperás un segundo —dijo—, hago un retiro y nos reunimos con mi mujer. Está acá a dos cuadras.

—De acuerdo —logré hablar.

Lo esperé tras la puerta transparente. Salió. Me palmeó una vez más y caminamos por la avenida hasta la confitería donde lo aguardaba su mujer.

Silvia, así se llamaba, se definía en la primera impresión: era fea. Su cuerpo y su piel tenían algo de blando, de derretido. Yo era especialmente lábil a la belleza de las mujeres: mi mujer ya no dormía conmigo y las mujeres definitivamente feas me tranquilizaban. La muerte es lo que queda en las personas que amaban al muerto. Eso y nada más es la muerte. Esa marca que queda en el corazón y en el cuerpo del que entierra al ser amado.

Recalde hizo la charla amena. Y Silvia era amable y simpática.

Recalde me recordó uno por uno los compañeros y amigos del secundario. Me habló de sus hijos.

—¿Y ustedes, che, cuántos pibes tienen? Contesté de inmediato: —Ninguno.

Me parecía una falta de respeto decir, en esa charla amistosa:

—Teníamos uno, pero se le clavó un velador de ómnibus en el cráneo.

Como fuera, mi respuesta no daba lugar a comentarios ni preguntas incómodas: a nuestra edad, si no habíamos tenido hijos, no cabía más que un silencio comprensivo. Sólo alguien muy íntimo o muy desubicado podría preguntar «¿y no pensaron en adoptar?», y Recalde no ocupaba ninguna de las dos categorías.

Si en alguno de nuestros anteriores encuentros, por boca de otro o mía, se había enterado de la existencia de Julián, tampoco tenía el tipo del mamerto que puede repreguntar. Y, finalmente, yo no estaba mintiendo. Yo ya no tenía ningún hijo. Alguna vez pensé, jamás se lo comenté a nadie y menos aún a mi esposa, qué hubiera sido de nuestra vida de haber tenido Julián un hermano. Pero Julián tiene un hermano gemelo: su recuerdo. Y esa presencia no hace menos horrible mi vida.

La conversación con Recalde no duró mucho más. Habíamos intercambiado teléfonos y prometido llamarnos, como en cada uno de nuestros escasos encuentros. Tampoco esta vez nuestros respectivos teléfonos eran los mismos. Pero, a diferencia de todos los anteriores encuentros, a mí se me había muerto un hijo y a él no.

Cuando llegué a casa, Delia estaba sentada en el sillón frente al televisor apagado.

—A qué no sabés con quién me encontré —dije.

Delia no contestó.

—Con Recalde —agregué, caminando hacia la pieza.

Ahora yo dormía en la pieza de Julián, en un colchón en el suelo. Le hice creer a Delia que tomaba esa pieza a la fuerza, para respetarle su necesidad de estar sola; pero en realidad soy yo el que no soporta dormir al lado de ese cuerpo vencido.

Junté las manos bajo la nuca y cerré los ojos. Repasé uno a uno los nombres que me había recordado Recalde. Intenté armar nuestra foto de quinto año. Incluso tuve el impulso de buscarla por la casa. Mariana Develop. El pelo rubio y la cara oscura. Una tez bronceada bajo un pelo amarillo luminoso, un rancho. Un rancho donde detenerse luego de un viaje por el desierto, y preparar un asado, alguna infusión; beber un vaso de agua fresca de pozo. Mariana Develop. Hacía esquí. Una vez me pidió un machete y se lo arrojé. Anoté la respuesta en un papelito y se lo tiré. Cayó al suelo y no lo encontró. Cuando terminó la clase, tampoco yo lo encontré. Lo buscamos un buen rato.

—No me tiraste nada, mentiroso —me dijo.

—Te juro que sí —le dije.

—No importa —dijo ella.

Fue un verdadero misterio. El papelito no apareció.

Decía: «1755», que era el año en que un terremoto feroz había asolado y marcado para siempre la ciudad de Lisboa. «Lisboa» es un derivado árabe y romano de Ulissipo, que fue el nombre con que los fenicios llamaron a la ciudad. Yo sospechaba que la llamaron así en referencia a Ulises: o bien para homenajearlo, o bien porque la ciudad había tenido alguna importancia en su largo peregrinar. Pero era una pura sospecha. En el papelito que desapareció, yo le había escrito a Mariana, solamente, con certeza, 1755.

Descubrí, como quien se golpea la cabeza, que había estado casi un minuto pensando. Había hablado conmigo mismo de otra persona que no era Julián. Esta nueva situación fue tan sorpresiva que no hice a tiempo de detenerla. Mariana. En una clase de cajón y colchoneta la vi saltar con un bombachón negro y rozar levemente el cajón; temí que se lastimara. Mariana. En el viaje de egresados, sentados a dos asientos de distancia, ella caminó por el pasillo del ómnibus hasta mí: me preguntó si quería jugo, le agradecí, bebí un sorbo, ella me observó con un gesto de picardía, un mohín, como si hubiera algo erótico en estar bebiendo a su lado. La vi irse, vi sus piernas, se sentaba junto a Recalde.

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