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Varios Autores - Mongoliad. Libro Primero

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Varios Autores Mongoliad. Libro Primero

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Europa en 1241 se encuentra al borde del desastre. Las hordas mongolas han surgido de lo más profundo de las estepas de Asia central y amenazan con aplastar todos los reinos e imperios que encuentran a su paso. Los reinos cristianos han ido de derrota en derrota y parece que el fin del mundo se aproxima con cada avance de los mongoles, pero un pequeño grupo de guerreros y místicos, pertenecientes a una orden militar están convencidos de que es posible detener a los invasores, aunque quizás el arma que deban utilizar no es el filo de la espada sino el poder del conocimiento.


Neal Stephenson

Greg Bear, Mark Teppo, Cooper Moo, E.D. deBirmingham, Erik Bear y Joseph Brassey

Mongoliad


Libro Primero

Traducción de

Domingo Almendros Abollo


Título original: Mongoliad

Primera edición, marzo de 2013

© Foreworld LLC, 2012

© de la traducción: Domingo Almendros Abollo, 2013

© 2013, de la presente edición: RBA Libros S.A.

ISBN: 978-84-9006-514-3


A MICHAEL «TINKER» PEARCE, ANGUS TRIM Y GUY WINDSOR
Pusieron espadas en nuestras manos

y nos enseñaron a usarlas.


1241
A MEDIADOS DEL VERANO



BROTES NUEVOS ENTRE VIEJAS PIEDRAS

Cnán se detuvo antes de entrar en el claro que rodeaba el monasterio de piedra y se puso en cuclillas. Para ella era fácil moverse en silencio por los densos bosques del norte, y se había acercado a las aisladas ruinas sin hacer más ruido que la brisa entre las ramas o los insectos que reptaban bajo las hojas del año anterior.

A través de los jirones de niebla de la mañana, podía distinguir las ruinas del monasterio en el extremo norte. Los restos de los muros sin tejado de los edificios auxiliares se extendían hacia el sur desde las ruinas principales formando un arco interrumpido. En el lugar donde probablemente tuvieron su huerto los monjes habían crecido abedules y algunos robles jóvenes. El resto del claro estaba cubierto de hierba y zarzas y cruzado por senderos recién abiertos. Al otro lado de la tapia de piedra del cementerio invadido por la vegetación habían edificado cuatro cobertizos.

Había dado con un campamento, de eso no cabía duda. Pero ¿de quién era?

Desde muy lejos le llegó el repiqueteo de un pájaro carpintero recolectando su desayuno, interrumpido por un choque de aceros más sonoro y más cercano: el ruido nada natural que había llamado su atención. Desde tan cerca podía oír a unos hombres hablar (muchos hombres), pero aún no había podido ver a los nuevos huéspedes del monasterio.

Dos días antes, una banda de mongoles huesos negros la había perseguido como si fuera un venado hasta el límite del espeso bosque, donde se detuvieron sin alcanzarla y se dedicaron a asaetear los árboles mientras la insultaban en alguna lengua túrquica de dudosa procedencia. Los guerreros criados en las estepas odiaban las fatigas que les imponían las arboledas, donde no podían galopar con libertad ni maniobrar velozmente con sus fuertes ponis. Los bosques cerrados seguían siendo seguros, aunque fuera imposible cruzarlos con rapidez.

Acababa de pasar el solsticio: habían transcurrido tres meses desde que el disoluto kan conocido como Onghwe derrotara a los ejércitos de la cristiandad en Legnica, a pocos kilómetros de allí, y poco más de un mes desde que el kan lanzara su desafío.

Cnán se movió hacia la izquierda para ocultarse rápidamente tras el tronco de un venerable roble. Acarició su corteza como pidiendo orientación al árbol y luego se pasó los dedos por los ojos en una antigua oración de las unificadoras. La niebla ya empezaba a disiparse; podía esperar. En aquellas tierras, un adepto bien instruido sabía ser paciente.

Le llegaron retazos de una conversación, una disputa que no parecía haber comenzado esa mañana ni tampoco que fuera a concluir pronto. Cnán reconoció la cadencia del latín, una lengua que hacía tiempo que no oía y que no había hablado desde su niñez.

«... Deja descansar la vista; sabes dónde está la espada; deja de mirarla...».

«... ¡No cierres los ojos! También podrías tirar la espada; ¿eres un estúpido borrego?».

«... Si miras su espada, será demasiado tarde. No puedes verle los ojos; entonces, ¿por qué estás...?».

A menos de un tiro de piedra, un hombre joven, de no más de veinte años y con unos cabellos tan rubios que eran casi blancos, se enfrentaba a un hombre mayor, un corpulento pelirrojo lleno de cicatrices de los combates. Ambos llevaban grandes espadas de guerra y hacían sus ejercicios repetitivos ante la mirada de un hombre que vestía como un monje.

Probablemente aquellos hombres eran caballeros de la Hermandad del Escudo, a quienes tenía orden de encontrar. Si hacían honor a su reputación, habrían respondido en cuestión de días a la insólita invitación del kan. La Hermandad del Escudo estaba diseminada, pero su rama más próxima se encontraba en Petraathen, un antiguo fuerte roquero en las montañas al sur de Cracovia, a solo unos pocos días de allí. Su instinto (al revés que a los mongoles) les dictaba acampar en los bosques, y sus exploradores habían descubierto aquel viejo monasterio abandonado desde hacía mucho tiempo. A ella le parecía un templo pagano, le recordaba al mithraeum subterráneo, el templo donde tiempo atrás su gente celebraba sus esotéricos ritos. Las ruinas, fuera cual fuera su utilidad original, habían sido convertidas en una improvisada casa capitular, un santuario donde aquellos caballeros podían esperar y practicar mientras reconocían el territorio que rodeaba el sangriento campo de batalla de Legnica, y la enorme y apestosa ciudad de tiendas de campaña que Onghwe había ordenado levantar allí.

Desde detrás del cementerio llegó un jinete que montaba un macho negro ruano. Cnán se encogió al ver en sus manos un arco de estilo mongol, rayado y articulado como la pata de un insecto. Pero aquel hombre no era mongol: su cabello era castaño, largo y voluminoso, y bajo su nariz afilada colgaba un poblado bigote. Hizo girar a su montura y galopó a lo largo del arco de edificios; luego volvió a girar y cabalgó adelante y atrás por la hierba. Sus movimientos aparentemente sin propósito cobraron sentido para Cnán cuando comprendió que estaba practicando con el arco. Cuando su vista captaba algo que podría servir de blanco, lanzaba una flecha, unas veces según pasaba por delante al galope y otras desde más distancia, o detenía en seco su caballo para después lanzar la flecha.

Ella solo conocía a aquellos caballeros por su reputación, pero el jinete le pareció alguien que había sufrido durante el poder de los mongoles, había aprendido de ellos y había adoptado y adaptado sus armas.

En un punto más lejano del claro, visible a través de los jirones de la niebla que se iba disipando y más allá de los desmoronados muros de un refectorio, un joven golpeaba un poste de madera con una espada y repetía el ataque una y otra vez. Cerca de él, otros dos practicaban el combate con dos bastones de madera tallados mientras un tercero se movía a su alrededor y los esquivaba cuando era necesario. A la izquierda de Cnán, sentados bajo la fresca sombra de un roble joven a una mesa construida con tablas medio podridas, había dos hombres que compartían el descanso bebiendo en copas de latón abolladas. Ambos lucían cabello oscuro y corto. Uno tenía barba oscura y ojos negros en consonancia con su ascendencia siria («alguna clase de sarraceno», pensó ella), apreciable incluso en el corte de su vestimenta.

El otro, con la cara más redondeada y más alegre, tenía los ojos claros y brillantes y no dejaba de mover nerviosamente los dedos mientras susurraba frases breves, como si estuviera exponiendo planes que sabía que no contarían con la aprobación del hombre de los ojos negros.

Hasta ese momento había podido ver a nueve de ellos. Un buen grupo, pero la mayoría eran jóvenes y no de la clase de hombres que es corriente encontrar formando pandilla. Eso era bueno y esperable o desde luego muy malo (porque en la Tierra de las Calaveras, esa región devastada por el paso de las hordas mongolas, la desesperación y las malas intenciones a menudo unían a vagabundos muy dispares).

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