Confusión en el tiempo
Ángela Coello
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LAS DESAPARICIONES
2 de noviembre de 2017
-Me gustaría mostrarle mi gratitud por permitirme realizar esta investigación, Sr. Murray –afirmó Alex cortésmente.
-En realidad tengo mi propia opinión formada al respecto de los hechos aquí acaecidos, Sr. Cooper –advirtió el Director del Orfanato Past-. Aunque no era usted más que un niño, recodará que yo ya trabajaba en este centro cuando desapareció la pequeña Abby. Creí haber averiguado algo importante pero cuando expuse mi teoría, ni siquiera se me escuchó ni mucho menos se me dio crédito alguno. Por aquel entonces yo era profesor en prácticas, aunque pareciera que para mis compañeros la inexperiencia no se limitase únicamente a la labor docente sino a todos los órdenes de la vida.
Alex le observaba interrogativo y expectante.
-No les culpo –continuó el Sr. Murray-. Yo era muy joven y lo que les conté, objetivamente, no tenía ningún sentido.
-¿Colaboraría en mi investigación? –preguntó Alex con gran interés.
-Ya me tomaron por loco una vez así que preferiría no ahondar más en el tema a título personal. De todas formas, siendo sincero, tengo la esperanza de que usted llegue al fondo de este asunto –Alex le escuchaba con atención-. Salvo para una declaración, puede contar con mi colaboración para lo que desee. Tiene a su disposición uno de los cuartos del servicio. Está todo dispuesto para que pueda pasar aquí todo el fin de semana si así lo desea. Le esperamos a la una y media en el comedor de profesores. Supongo que le agradará volver a ver caras conocidas.
Aquel día, el 2 de noviembre de 2017, Alex visitó el Past Nest tras doce años alejado de sus muros. A las nueve en punto de la mañana el director del centro lo recibió en su despacho, tal y como habían convenido días antes por teléfono. El hombre había accedido a permitir que Alex realizase un pequeño estudio de campo en el orfanato, entrevistando al personal y examinando viejos documentos. Además, fue muy amable al alojarle ya que el centro se hallaba bastante alejado de la ciudad y su estancia allí le permitiría aprovechar mucho mejor el tiempo.
Ese primer día entrevistó al personal, examinó viejos documentos y recorrió los pasillos, salas y corredores del orfanato, inmunes al paso del tiempo, recordando viejos tiempos de una infancia salpicada por ciertos episodios amargos.
Comió y cenó con el personal del centro. Muchos de ellos le recordaban de cuando era pequeño y se asombraban de que aquel chico tan alto y esbelto fuese el niño que habían conocido. Juntos revivieron los años en que luchaban por hacer de él el adulto en que finalmente se había convertido. Recordaban sus travesuras, cuando rompió la vidriera del hall principal jugando a la pelota o cuando en prescolar se le antojó ser rubio y trató de teñirse a sí mismo con pintura de acuarela. Algunos incluso bromeaban con las innumerables veces que tuvieron que reparar sus gafas, siempre mal ajustadas y con frecuencia víctimas de un balonazo o de una caída.
Aquella gente era muy agradable. Lo recordaban muy bien y lo habían recibido con los brazos abiertos. Alex sabía que había tenido una infancia, y sobre todo una adolescencia, difíciles y comprendía lo complejo que había sido para aquellas personas sacarlo adelante. Desde luego él no se lo había puesto nada fácil. Era una etapa de la que no estaba orgulloso y que prefería no recordar. Por eso no entendía por qué ellos insistían en revivir ciertas historias que a su juicio era mejor olvidar. En cierto modo, siempre se había sentido un incomprendido.
La vida de Alex estaba dando un giro importante por aquel entonces. Se había decidido a dar el gran paso y dedicarse a su gran pasión. Desde niño había soñado con convertirse en un gran novelista, pero los adultos que le rodeaban parecían haberse puesto de acuerdo para hacer de él lo que consideraban “un hombre de provecho” y, por desgracia, fantasear sobre el papel no entraba en el programa. El problema es que cuando uno tiene un sueño, resulta muy difícil desprenderse de él y es que, como suele decirse, la cabra siempre tira al monte. Por eso, cuando recién estrenada la treintena fue despedido por sexta vez, no lo dudó un segundo y decidió dedicarse por fin a escribir.
No es que fuera mal abogado sino más bien todo lo contrario, pero su dificultad para acatar la autoridad se había convertido en un verdadero obstáculo para su crecimiento profesional. Y tampoco es que le costase demasiado superar una entrevista de trabajo pues lo cierto era que su labia, rápida reacción y encanto personal, con frecuencia disfrazaban su indisciplina y rebeldía natural.
Cuando tuvieron lugar los hechos que aquí se relatan, trabajaba en una historia de suspense y misterio inspirada en las desapariciones acaecidas en el orfanato que había sido su hogar desde muy temprana edad. El Orfanato Past Nest, fue en su día centro de referencia internacional por sus avanzadas técnicas educativas pero, víctima del infortunio, acabó dominado por la desmotivación, el miedo y, en cierto modo, condenado a la decadencia.
Hasta que cumplió los dieciocho años, Alex residió allí, acogido al sistema estatal de protección de menores, y durante esos años vivió las consecuencias de semejante desdicha. Los adultos responsables del centro sobreprotegían a los menores internos ante el temor de que alguno pudiera sufrir algún daño. Las medidas de seguridad eran cada vez más fuertes, no sólo en lo que se refiere a la selección de personal y control exhaustivo del acceso al recinto de personas ajenas al mismo, sino también en relación con el control alimentario e, incluso, a algunos internos, en función de su edad y madurez, se les impartían clases de defensa personal y de primeros auxilios. Pudiera parecer una reacción exagerada, pero cuando se registran tres desapariciones en extrañas circunstancias, toda precaución es poca.
La primera desaparición fue la de uno de los conserjes, Richard Evans, en los años ochenta. Alex no había llegado a conocerlo, ni siquiera había nacido cuando ocurrió, pero su historia se había convertido en leyenda en el orfanato, por lo que tales hechos no le eran ajenos en absoluto.
Al parecer, sucedió una noche de otoño. Todos los días, pasadas las diez de la noche, los tres bedeles hacían la ronda para comprobar que todas las puertas y ventanas estuviesen bien cerradas, las luces apagadas… En fin, ese tipo de cosas. Se repartían el edificio por zonas y al finalizar el chequeo se reunían en el comedor para tomar juntos una infusión o una taza de leche caliente mientras hablaban de sus cosas y de cómo les había ido el día. Al Sr. Evans le correspondían los corredores de las aulas de la primera planta, solitarios a esas horas.
La noche del 20 de octubre de 1981, el Sr. Evans había hecho su ronda como todos los días. Varias personas pueden atestiguarlo. Sin embargo, aquella noche no se reunió con sus compañeros después de la tarea. Tratándose de un hombre por lo general huraño, no les extrañó demasiado que hubiese decidido retirarse a su cuarto sin avisar, pero a la mañana siguiente tampoco se presentó en su puesto de trabajo, lo cual sí resultó preocupante pues tal comportamiento no era propio de él.
Lo buscaron por todas partes. No estaba en su cuarto aunque sí encontraron en el lugar todas sus pertenencias, no se había llevado nada. Además, los empleados del servicio informaron de que la cama estaba hecha cuando entraron en la habitación por la mañana para hacer la limpieza; por tanto, todo apuntaba a que no había pasado la noche allí. También miraron en el cobertizo de las herramientas que se encontraba en los jardines, donde con frecuencia se encerraba para hacer bricolaje. Era poco probable, por muy excéntrico que pudiera ser el individuo, que tras la ronda decidiese ponerse a hacer bricolaje, pero sí cabía la posibilidad de que hubiese ido a la caseta a buscar alguna cosa e igualmente cabría considerar que se hubiese dado un golpe o hubiese tenido algún tipo de accidente y estuviese malherido o incluso inconsciente. Pero nada. Tampoco allí lo encontraron.
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