Annotation
Richard un joven alocado en busca de aventuras viaja a tailandia donde conoce a una pareja francesa… consiguen un mapa del tan buscado por todos "paraiso" y se sumergen en una aventura sin fin en la cual ven que lo que debería ser el edén se transforma ante sus ojos en el infierno del caos, locura y paranoia. Alex Garland nos deleita con su forma y estilo de contar las cosas de tal forma que te hace sentir como si estuvieras alli con ellos… Utiliza un vocabulario moderno y a la vez adaptado a las circunstancias de la historia lo cual lo hace mucho más real.
Alex Garland
LA PLAYA
FB2 Enhancer
Título original: The Beach
Traducción: Eduardo Chamorro
© Alex Garland, 1996
© Ediciones B, S.A., 1999
Diseño: Winfried Báhrle
Ilustración: Eidologic
Foto de solapa: Flash Press
Círculo de Lectores, S.A.
ISBN: 84-226-8143-9
Depósito legal: B. 9040-2000
A Suzy, Tbeo, Leo, Laura
y a mis padres
BUM-BUM
Vietnam, te amo desde hace tiempo. Día y noche, desde hace mucho tiempo. «Delta Uno-Nueve, aquí patrulla Alfa. Estamos en la ladera nordeste de la colina Siete-Cero-Cinco bajo el fuego, repito, bajo el fuego. Necesitamos ayuda aérea inmediata en esta jodida zona. Respondan.»
Estática radiofónica.
«Repito, aquí patrulla Alfa bajo el fuego. Necesitamos ayuda aérea inmediata. ¿Me reciben? Estamos bajo el fuego. Respondan, por favor. Estamos... ¡Ahí vienen, ahí vienen!»
Bum.
«¡... Médica!»
Lanzando ácido sobre el delta del Mekong, fumando hierba por el cañón de un fusil, volando en un helicóptero que vomita ópera por los altavoces, balas trazadoras y el paisaje de un arrozal, el olor del napalm por la mañana.
Desde hace mucho tiempo.
Sí, aunque camine por el valle de la muerte, a nada temeré, porque me llamo Richard. Nací en 1974.
BANGKOK
PLAYA
La primera vez que oí hablar de la playa fue en Khao San Road, Bangkok. Khao San Road era tierra de mochilas. Casi todos ¡os edificios se habían transformado en casas de huéspedes; contaba con cabinas telefónicas provistas de aire acondicionado, para llamadas a larga distancia, los cafés exhibían vídeos de películas recientes de Hollywood, y no podías caminar ni cien metros sin topar con un puesto de cintas de vídeo de contrabando. La principal función de la calle era servir de cámara de descompresión para quienes estaban a punto de entrar en Tailandia o de abandonarla, una especie de casa a mitad de camino entre Oriente y Occidente.
Había aterrizado en Bangkok al caer la tarde, y para cuando llegué a Khao San Road ya era de noche. El taxista me hizo un guiño y me dijo que al extremo de la calle había una comisaría, de modo que le pedí que me dejara en la otra punta. No planeaba cometer delito alguno, pero quería estar a la altura de su talante conspirador. Tampoco es que importara mucho en qué extremo de la calle se colocase uno, pues era obvio que la policía no estaba por la labor. Percibí el olor a hierba en cuanto bajé del taxi. La mitad de los turistas que me rodeaban estaban colocados.
Ale dejó frente a una casa de huéspedes con un comedor abierto a la calle. Le eché un vistazo a la clientela para hacerme una idea del lugar, y un hombre delgado que estaba sentado a la mesa más cercana se inclinó y me tocó el brazo. Lo miré. Supuse que se trataba de uno de esos hippies heroinómanos que pululan por India y Tailandia. Probablemente había viajado a Asia diez años atrás y el coqueteo ocasional se había transformado en adicción. Tenía la piel ajada, aunque no debía de pasar de los treinta. Por el modo en que me observaba tuve la sensación de que me sopesaba, como si considerase la posibilidad de desplumarme.
—¿Qué? —le dije con cierta cautela.
Levantó las manos con expresión de sorpresa. Después formó una O con el índice y el pulgar, y señaló hacia la casa de huéspedes.
—¿Es un buen sitio?
Asintió con la cabeza.
Miré otra vez a la gente que ocupaba las mesas. La mayoría eran jóvenes de aspecto agradable. Algunos miraban la televisión y otros charlaban entre bocado y bocado.
—De acuerdo. —Le sonreí por si no era un heroinómano, sino tan sólo un tipo tímido aunque simpático— Hecho.
Él sonrió a su vez y volvió la vista hacia la pantalla.
Un cuarto de hora después me encontraba instalado en una habitación un poco más grande que una cama doble. Estoy seguro de ello porque entre los lados de ésta y las paredes no había más de un palmo, lo justo para que cupiese mi mochila.
Una de las paredes, la maestra, era de hormigón, mientras que las otras eran simples tabiques de fórmica que se movieron en cuanto las toqué. Por un instante pensé que si me apoyaba en uno de ellos se vendría abajo arrastrando al siguiente, con lo que todas las paredes de las habitaciones vecinas se derrumbarían como fichas de dominó. Los tabiques acababan un poco antes del techo y el hueco estaba cubierto con una mosquitera metálica. Aquello casi producía la ilusión de que uno se hallaba en una especie de área restringida, personal, hasta que se tumbaba en la cama. En cuanto me relajé y dejé de moverme, comencé a oír las cucarachas que corrían por las otras habitaciones.
Detrás de mi cabeza, al otro lado del tabique, se alojaba una pareja de franceses que no debían de llegar a la veintena: una chica hermosa y delgada y un chico tan atractivo como su compañera. Salían de su habitación cuando yo me encaminaba a la mía, y al pasar por el corredor nos saludamos con un movimiento de la cabeza. En la habitación opuesta no había nadie. No se veía luz a través de la mosquitera y, en cualquier caso, si hubiese habido alguien, lo habría oído respirar. Era la última del corredor, de modo que supuse que daría a la calle y tendría una ventana.
En el techo había un ventilador con potencia suficiente para remover el aire. Durante un rato no hice otra cosa que reposar en la cama y mirarlo. Era muy relajante y pensé que la mezcla de calor y brisa suave me ayudaría a conciliar el sueño. Eso era, precisamente, lo que necesitaba. El desfase horario es mayor cuando se viaja de Occidente a Oriente, por lo que resulta estupendo descansar bien la primera noche.
Apagué la luz. El resplandor que llegaba del pasillo me permitía ver el ventilador. Me dormí enseguida.
Una o dos veces noté que alguien andaba por el pasillo, y me pareció oír que la pareja de franceses regresaba y volvía a marcharse, aunque sus ruidos no me despertaron del todo. Hasta que oí los pasos del hombre. Eran demasiado inquietantes para no perturbar un sueño ligero. No tenían ritmo ni peso, sencillamente se arrastraban.
El murmullo de unos juramentos en inglés se coló en mi habitación mientras forcejeaba con la cerradura de su puerta. Después se oyó un profundo suspiro, seguido del ruido del pestillo al ceder. La luz del cuarto se encendió y la mosquitera proyectó una sombra reticular sobre el techo.
Miré mi reloj, con fastidio. Eran las dos de la mañana. Estaba por anochecer en Inglaterra. Me pregunté si conseguiría dormirme de nuevo.
El hombre se dejó caer en la cama, y el tabique que nos separaba vibró de forma alarmante. Tosió y oí que se haba un porro. Al cabo de unos momentos la luz iluminó un humo azul que se filtraba por la mosquitera.
Aparte de una intensa exhalación ocasional, el hombre permanecía en silencio. Volví a dormirme, casi.
—Puta —dijo una voz.
Abrí los ojos.
—Jodida puta. Los dos vamos a acabar bien... —Tosió—. Muertos.
Para entonces yo ya estaba completamente despierto, así que me senté en la cama.