John Boyne
La casa del propósito especial
para Mark Herman, David Heyman y Rosie Alison, con gratitud .
El de mis padres no fue un matrimonio feliz.
Han pasado muchos años desde la última vez que soporté su compañía, décadas, pero casi todos los días aparecen en mis pensamientos unos instantes, nada más. Un soplo de recuerdo, tan leve como el aliento de Zoya en mi nuca cuando duerme a mi lado por la noche. Tan suave como sus labios contra mi mejilla cuando me besa a la luz del amanecer. No puedo decir cuándo murieron exactamente. No sé nada de su fallecimiento; sólo tengo la natural certeza de que ya no están en este mundo. Pero pienso en ellos. Todavía pienso en ellos.
Siempre he imaginado que mi padre, Danil Vládiavich, murió primero. Ya tenía más de treinta años cuando yo nací, y por lo que recuerdo nunca gozó de buena salud. Me acuerdo de despertar de niño en nuestra pequeña izba de madera en Kashin, en el gran ducado de Moscovia, llevándome las manos a las orejas para bloquear el sonido de su mortalidad cuando se ahogaba, tosía y escupía flema en el fuego de la pequeña estufa. Ahora pienso que debía de tener algún problema en los pulmones. Enfisema, quizá. Resulta difícil saberlo. No había médicos para ocuparse de él, ni medicinas. Tampoco llevaba sus muchas dolencias con fortaleza o elegancia. Cuando él sufría, nosotros también.
Su frente se extendía de forma grotesca, de eso también me acuerdo. Una gran masa deforme con pequeñas protuberancias que sobresalían a ambos lados, la piel tensa desde la línea del cabello hasta el puente de la nariz, tirando de las cejas hacia arriba para conferirle una expresión de permanente desasosiego. Mi hermana Liska me contó una vez que se debía a un accidente en el parto: un médico incompetente lo asió del cráneo en vez de los hombros cuando emergía al mundo, oprimiendo en exceso el hueso, blando y por solidificar. O tal vez fue una matrona perezosa, descuidada con el hijo de otra mujer. Su madre no vivió para ver la criatura que había traído al mundo, el bebé del cráneo deforme. La experiencia de darle la vida a mi padre le costó la suya a mi abuela. En aquel entonces no era algo insólito, y rara vez era motivo de dolor; se consideraba un equilibrio de la naturaleza. Hoy en día sería inesperado y causa de litigio. Por supuesto, mi abuelo no tardó en buscarse otra mujer para criar a su retoño.
Cuando yo era pequeño, los demás niños del pueblo se asustaban al ver a mi padre avanzando por la calle hacia ellos, mirando de acá para allá en su vuelta a casa del trabajo en la granja, o agitando el puño al salir de la cabaña de un vecino tras otra discusión sobre unos rublos que le debían o por insultos recibidos. Tenían apodos para él y les entusiasmaba soltárselos a gritos; lo llamaban Cerbero, como el perro de tres cabezas del Hades, y se burlaban de él quitándose el kolpak y llevándose la muñeca a la frente para golpearse como locos mientras proferían bramidos de guerra. No temían represalias por comportarse de esa forma delante de mí, su único hijo varón. Yo era entonces pequeño y débil. No me tenían miedo. Esbozaban muecas a espaldas de mi padre y escupían en el suelo, imitando sus hábitos, y cuando él se volvía para gritar como un animal herido, se dispersaban como semillas de grano arrojadas en un campo, fundiéndose con el paisaje con la misma facilidad. Se reían de él; lo consideraban a un tiempo aterrador, monstruoso y abominable.
A diferencia de ellos, yo sí tenía miedo a mi padre, pues se le iba la mano con los golpes y no se arrepentía de su violencia.
No tengo motivos para ello, pero lo imagino regresando a casa una tarde, poco después de mi huida del vagón de tren en Pskov aquella fría mañana de marzo, y viéndose agredido por los bolcheviques como desquite por lo que yo había hecho. Me veo cruzar las vías a la carrera y desaparecer en el bosque, temiendo por mi vida, mientras él arrastra los pies camino de casa, tosiendo y escupiendo, sin saber que su propio hijo corre un peligro mortal. En mi arrogancia, imagino que mi desaparición acarreó una enorme vergüenza a mi familia y a nuestra aldea, una deshonra que exigió represalias. Veo a varios jóvenes del pueblo -en mis sueños son cuatro: fornidos, feos y brutales- que abaten a mi padre a golpes de garrote, y lo arrastran desde la calle hasta la penumbra de un callejón de altos muros para asesinarlo sin testigos. No lo oigo gritar pidiendo clemencia; no habría sido su estilo. Veo sangre en las piedras donde yace. Vislumbro una mano que se mueve lentamente, temblando, con espasmos en los dedos. Y luego se queda inmóvil.
Cuando pienso en mi madre, Yulia Vladímirovna, imagino que Dios la llamó a su lado unos años después, hambrienta, exhausta, en la cama, con mis hermanas lamentándose junto a ella. No logro figurarme qué penurias pasaría tras la muerte de mi padre y no me gusta pensar en ello, pues, pese a que era una mujer fría que siempre manifestó cuánto la decepcionaba yo en cada momento crítico de mi infancia, seguía siendo mi madre, y esa figura es sagrada. Imagino a mi hermana Asya poniéndole un pequeño retrato mío en las manos cuando las junta para su última plegaria, preparándose en solemne penitencia para el momento en que Dios la llame a su seno. La mortaja la ciñe hasta el flaco cuello, tiene el rostro blanco y los labios de un pálido tono azulado. Asya me quería, pero envidiaba mi huida; de eso también me acuerdo. Una vez fue a buscarme y yo la rechacé. Ahora me avergüenza pensar en ello.
Por supuesto, puede que no haya sucedido nada de todo esto. Quizá la existencia de mi madre, mi padre y mis hermanas acabó de forma distinta: feliz o trágicamente, juntos o separados, en paz o de forma violenta, no puedo saberlo. No tuve ocasión de volver, y tampoco una oportunidad de escribirle a Asya, Liska o incluso a Talya, que quizá no recordara a su hermano mayor, Georgi, héroe y vergüenza de su familia. Regresar los habría puesto en peligro, me habría puesto en peligro a mí, y a Zoya.
Pero no importa cuántos años hayan pasado; sigo pensando en ellos. Hay largos períodos de mi vida que son un misterio para mí, décadas de trabajo y familia, de lucha, traición, pérdida y decepción que se han amalgamado tanto que resulta casi imposible separarlos, pero hay instantes de aquellos años, de aquellos primeros años, que todavía permanecen y resuenan en mi memoria. Y aunque perviven como sombras en los oscuros pasillos de mi mente envejecida, el hecho de no poder olvidarlos los vuelve más vividos y extraordinarios. Incluso aunque yo mismo seré olvidado, muy pronto.
Han transcurrido más de sesenta años desde la última vez que mis ojos se posaron en un miembro de mi familia. Me cuesta creer que haya vivido hasta los ochenta y dos y haya pasado tan poco tiempo con ellos. Falté a mis deberes familiares, aunque en aquel momento no lo vi así, pues habría sido tan incapaz de cambiar mi destino como de alterar el color de mis ojos. Las circunstancias me llevaron de un instante al siguiente, y al otro, y al otro, como le sucede a cualquier hombre, y seguí cada paso sin cuestionármelo.
Y entonces, un día me detuve. Ya era viejo. Y ellos ya no estaban.
Me pregunto si sus cuerpos continuarán en estado de descomposición o ya se habrán convertido en polvo. ¿Tarda la putrefacción varias generaciones en completarse, o puede avanzar a ritmo más rápido dependiendo de la edad del cuerpo o las condiciones de la sepultura? Y la velocidad del deterioro del cuerpo, ¿depende acaso de la calidad de la madera con que está hecho el ataúd? ¿Del apetito de la tierra? ¿Del clima? En el pasado, éstas eran la clase de preguntas que podría haberme planteado cuando me distraía de mis lecturas nocturnas. Mi reacción habría sido tomar nota de la cuestión e indagar hasta alcanzar una respuesta satisfactoria, pero este último año mis rutinas se han hecho pedazos y ahora esa clase de investigación me parece trivial. De hecho, llevo meses sin acudir a la biblioteca, desde que Zoya enfermó. Es posible que jamás vuelva allí.
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