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Robert K. Massie - Los Romanov. Capítulo final

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Robert K. Massie Los Romanov. Capítulo final
  • Libro:
    Los Romanov. Capítulo final
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    1995
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Los Romanov. Capítulo final: resumen, descripción y anotación

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CAPÍTULO 1

VEINTITRÉS ESCALONES A medianoche Yakov Yurovsky el jefe de los - photo 1

VEINTITRÉS ESCALONES

A medianoche, Yakov Yurovsky, el jefe de los ejecutadores, subió las escaleras para despertar a la familia. Llevaba en el bolsillo una pistola Colt con un cargador albergando siete balas. Bajo el capote llevaba una Mauser de cañón largo, culata de madera y un cargador con diez balas. La llamada en la puerta de los prisioneros atrajo al doctor Eugene Botkin, el médico de la familia, que había permanecido con los Romanov durante los dieciséis meses de detención y encarcelamiento. Botkin estaba despierto. Había estado escribiendo la que sería su última carta a su familia.

Tranquilamente, Yurovsky explicó su intrusión.

«Puesto que no es posible descansar en la ciudad, se hace necesario bajar a la familia» dijo «Puede haber tiroteos en la calle y sería peligroso seguir viviendo en las habitaciones de arriba».

Botkin comprendió. Un cuerpo del Ejército Blanco antibolchevique, apoyado por millares de checos, antiguos prisioneros de guerra, se acercaba a la ciudad siberiana de Ekaterinburgo, donde la familia imperial había estado detenida durante setenta y ocho días. Los cautivos ya habían tenido ocasión de escuchar el fragor de la artillería en la distancia y el sonido de los tiros de revólver por los alrededores, las últimas noches. Yurovsky ordenó que la familia se vistiera lo antes posible. Botkin fue a despertarlos.

La tarea les llevó cuarenta minutos. Nicolás, el antiguo emperador, de cincuenta años de edad, su hijo de trece años, Alexis, el antiguo zarévich y heredero del trono, se vistieron con simples camisas militares, pantalones, botas y gorros de forraje. Alexandra, de cuarenta y seis años, la antigua emperatriz, lo mismo que sus hijas, Olga, de veintidós años, Tatiana, de veintiuno, María, de diecinueve, y Anastasia, de diecisiete, se vistieron prescindiendo de sus sombreros y abrigos. Yurovsky les esperaba en la puerta. Les precedió escaleras abajo hasta llegar al patio interior. Nicolás seguía llevando en brazos a su hijo, que no podía caminar. Alexis, lisiado por la hemofilia, era un adolescente delgado y musculoso que pesaba treinta y seis kilos, pero el zar le sostenía sin problemas. El zar Nicolás era un hombre de mediana altura, dotado de un cuerpo poderoso, pecho ancho y brazos fuertes. La emperatriz, más alta que su esposo, seguía a Nicolás con dificultad a causa de su ciática, afección que durante varios años la había recluido en el lecho, en una chaise longue, y en una silla de ruedas durante el período de su detención. Tras la zarina seguían sus hijas, dos de ellas llevando unos pequeños almohadones. La menor y más menuda de las hijas, Anastasia, llevaba a Jemmy, su mascota, un spaniel King Charles. Detrás de las hijas marchaba el doctor Botkin y otras tres personas que permanecían allí compartiendo el encarcelamiento de la familia: Trupp, el ayuda de cámara del zar; Demidova, la doncella de la zarina; y Kharitonov, el cocinero. Demidova también abrazaba un almohadón. En su interior, oculto profundamente entre las plumas del relleno, una caja contenía una colección de joyas. Demidova tenía orden de no perder nunca de vista el almohadón.

Yurovsky no detectó en ellos signos de vacilación o de sospecha. Como diría más tarde, «nada de lágrimas, sollozos ni preguntas». Desde el pie de la escalera, condujo a los prisioneros a través del patio hasta un pequeño semisótano, en una esquina de la casa. El cuarto apenas llegaba a algo más de tres metros por cuatro. En el muro exterior, la única abertura era una simple ventana, barrada por una pesada reja de hierro. Habían quitado todos los muebles. Yurovsky les dijo que esperasen allí, pero Alexandra, viendo el cuarto vacío, protestó inmediatamente.

«¿Qué? ¿Dónde vamos a sentarnos, si no hay sillas?».

Yurovsky, complaciente, salió para pedir que trajeran dos sillas. Uno de los miembros de su escuadra, encargado de la misión, comentó con un compañero:

«¡Vaya! El heredero necesita una silla… Está claro que quiere morir sentado».

Trajeron las dos sillas. Alexandra se sentó en una de ellas. Nicolás sentó a Alexis en la otra. Las hijas pusieron uno de los almohadones detrás de la espalda de su madre y el otro en la espalda de su hermano. A continuación, Yurovsky comenzó a dar instrucciones.

«Por favor, usted quédese ahí, y usted aquí… eso es, en fila».

En un momento los fue colocando contra la pared del fondo. Les explicó que necesitaba una fotografía porque el pueblo de Moscú estaba alarmado creyendo que la familia había escapado. Cuando tuvo a todos colocados, los once prisioneros estaban dispuestos en dos filas. En la primera de ellas, en el centro, estaba Nicolás, de pie junto a la silla de su hijo. En la segunda fila, contra la pared, estaba Alexandra sentada en su silla y sus hijas tras ella. Los otros permanecían de pie, detrás del zar y del zarévich.

Satisfecho de la disposición del grupo, Yurovsky no llamó a un fotógrafo armado con cámara, trípode y negra hopalanda, sino a once hombres armados con revólveres. De estos once hombres, cinco de ellos eran rusos, como Yurovsky; los otros seis eran letones. Antes, dos letones se habían negado a disparar contra las jóvenes princesas, por lo cual Yurovsky se vio obligado a sustituirlos por otros dos hombres.

La escuadra se había agolpado al otro lado de la puerta de doble hoja. De espaldas a sus hombres, Yurovsky, de pie ante el zar, con la mano derecha en el bolsillo y sujetando con la izquierda una pequeña hoja de papel, comenzó a leer:

«Visto que sus parientes continúan con sus ataques contra la Rusia Soviética, el Comité Ejecutivo de los Urales ha decidido ejecutarles».

Nicolás volvió rápidamente la cabeza para mirar a su familia. Luego la volvió con igual rapidez para mirar a Yurovsky.

«¿Qué? ¿Qué?».

Yurovsky repitió rápidamente lo que ya había dicho y sacó la Colt de la funda. Disparó al zar a quemarropa.

Fue la señal para que toda la escuadra comenzara a hacer fuego. A cada uno de los ejecutores, previamente, le habían asignado a qué miembro de la familia debía disparar, ordenándoles que apuntaran al corazón para evitar así el excesivo derramamiento de sangre y acabar más aprisa. Doce hombres disparaban sus pistolas, algunos apoyando su arma sobre el hombro del que tenían delante, a una distancia tan corta que algunos de los ejecutores sufrieron quemaduras de pólvora y quedaron parcialmente sordos. Tanto la emperatriz como su hija Olga intentaron hacer el signo de la cruz, pero no tuvieron tiempo. Alexandra murió al instante, sentada en su silla. Una sola bala, perforándole la cabeza, mató a Olga. Botkin, Trupp y Kharitonov, también murieron rápidamente.

Alexis, la tercera de las hermanas y Demidova, quedaron momentáneamente con vida. Las balas disparadas al pecho de las grandes duquesas, parecían saltar, rebotando en todas direcciones, como el granizo. Aturdidos primero, aterrorizados luego y casi histéricos, los ejecutores continuaban disparando. Apenas visibles entre la humareda, María y Anastasia se apretujaban contra la pared, agachándose, cubriéndose la cabeza con los brazos mientras las balas se los perforaban. Alexis, tendido en el suelo, se amparaba también con el brazo, como si fuera un escudo, mientras con la otra mano intentaba agarrarse a la camisa de su padre. Uno de los ejecutores golpeó al zarévich en la cabeza con su pesada bota. Alexis lanzó un quejido. Yurovsky se acercó a él y le disparó dos tiros apoyando la Mauser directamente en la oreja del niño.

Demidova sobrevivió a la primera descarga. Pero, en lugar de volver a recargar sus armas, el pelotón salió al cuarto vecino para recuperar sus fusiles y rematar a la herida a golpe de bayoneta. Chillando, corriendo arriba y abajo a lo largo de la pared, la mujer intentaba parar los golpes con la almohada blindada, pero al fin ésta cayó y Demidova se agarró a la bayoneta con ambas manos, tratando de mantenerla apartada de su pecho. La punta estaba mellada y el primer golpe no penetró. Cuando finalmente se desplomó, los enfurecidos asesinos le clavaron sus bayonetas más de treinta veces.

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