Adrienne Sharp
La verdadera historia de Mathilde K
«En Rusia todo es secreto, pero nada es desconocido.»
Madame de Staël
Me llamo Mathilde Kschessinska, y fui la bailarina rusa más importante de los escenarios reales. Pero el mundo en el que nací, el mundo para el que me educaron, ha desaparecido, y todos los actores que representaron papeles en él han desaparecido también: muertos, asesinados, exiliados, fantasmas andantes. Yo soy uno de esos fantasmas. Hoy en día, en la Unión Soviética está prohibido pronunciar mi nombre. Las autoridades lo han eliminado de sus historias del teatro. Tengo noventa y nueve años, una dama anciana con redecilla y cara de amargada, y sin embargo aún me siguen temiendo. Apenas medía un metro cincuenta en el momento álgido de mi fama (gasto el número 35 de calzado) pero ahora no puedo permanecer de pie, ni andar siquiera. Me quedo sentada con los ojos cerrados en la que ha sido mi casa en París desde hace cincuenta años y revivo el pasado, los recuerdos de mi antigua vida en San Petersburgo… fotografías en sepia de la familia imperial y de mi hijo, y del icono que tenía mi padre de Nuestra Señora de Czestokowa; su anillo con las armas del conde Krassinski; una medalla de la casaca del antiguo uniforme de mi marido, de la Guardia Real. Como todas esas cosas, yo también soy una reliquia. Pero todavía quedan restos del antiguo mundo, ¿saben? Están enterrados en algunos lugares, debajo de este mundo. El Palacio de Invierno, el teatro Mariinski, Tsarskoye Seló, Peterhof. Dicen que todo lo que está enterrado acaba por salir a la superficie. Yo veo ese mundo con mucha mayor claridad que las avenidas y los árboles que están junto a mi ventana, aquí, en el 16. ° Arrondissement. ¿Qué hay por aquí que pueda interesarme? ¿Esos chicos hippies con sus pantalones psicodélicos, las chicas hippies con las falditas cortas y el pelo largo y despeinado? El mundo que yo conocí era fabuloso, una corte más sofisticada aún que la corte francesa de Luis XIV. Yo fui amante de dos grandes duques y concubina del zar. Del último zar. Él me llamaba Pequeña K.
Aún veo a la familia imperial Románov, pero no la de Nicolás y Alejandra, sino la familia imperial de mi juventud, el zar Alejandro III con su esposa y sus hijos, uno de los cuales era Niki. «Ya viene, ya viene la familia imperial.» Los veo avanzando por el vestíbulo del pequeño teatro de la escuela, con sus sillas de madera colocadas en hileras ante el rudimentario escenario donde las estudiantes acabábamos de actuar, yo en el coqueto pas de deux de La Filie mal gardée, hacia la espaciosa sala de ensayos donde se había preparado el banquete de celebración. Aquel era el día de la representación de mi graduación, el 23 de marzo de 1890. Tenía diecisiete años. Los zares Románov eran mecenas de una lista enorme de teatros imperiales. Solo en Petersburgo teníamos el Mariinski, el Alexándrinski, el Mijáilovich, el Conservatoire, el English Theater… y eran mecenas también de los artistas que llenaban sus escenarios y de los estudiantes que abarrotaban las escuelas de teatro. Miren lo que le pasó a la chiquilla que un año corrió tras el emperador cuando este realizaba su visita anual a la escuela para contemplar la representación de graduación. Librándose de sus carabinas y llegando hasta él, le besó la mano, y Alejandro, conmovido, le preguntó qué deseaba. Aprovechando aquel momento, como cualquier oportunista que se precie (siempre he admirado a los oportunistas, dado que yo misma lo soy) ella susurró: «Ser estudiante interna». Y él concedió, pomposamente: «Hecho». De ese modo a ella se le dio un lecho y, con él, una situación superior a la de una simple estudiante de día, sobre las cuales ahora ella podía reinar. Sí, la familia asistía siempre a la representación de graduación de la escuela, y desfilaban por su vestíbulo con un séquito mucho más impresionante que cualquier procesión real que pudiésemos representar nosotros en el escenario. Por el ancho corredor se acercó andando el emperador, más alto que nadie, con el torso enorme, la frente como un muro de piedra, y tras él la emperatriz, diminuta, como yo.
– ¿Dónde está Kschessinska? -preguntó. Sabía mi nombre porque yo era la hija menor del gran Félix Kschessinski, que bailó para los Románov durante casi cuarenta años. Quizás hubiera un motivo para que yo le gustase al zar y preguntase por mí: yo era la expresión teatral de su consorte, pequeña, con los ojos brillantes, el cabello oscuro, ondulado. Sí, supongo que fue ese el motivo. Vio que nos parecíamos. Yo gobernaba mi mundo con la misma vivacidad con la cual ella gobernaba el suyo, y ¿acaso no era mi mundo una miniatura del suyo, y sus rituales, sus jerarquías y sus trajes un eco de la sofisticada corte de los Románov? Yo vivía mi vida en un mundo, pero puse el pie (o la zapatilla, mejor dicho) en el otro.
Aquel día, el día de la actuación de mi graduación, en la cual conseguí el primer premio -un pesado volumen de las obras completas de Lérmontov, que nunca leí pero me propuse usar para prensar flores y ni siquiera abrí para darle ese uso-, el emperador trasladó a la joven que iba a sentarse a su izquierda en la modesta cena de la escuela y me puso a mí en su lugar; colocó a Nicolás a mi izquierda y luego dijo: «No tonteéis». Así quería indicar precisamente lo contrario, por supuesto. Si el emperador era un gigante, el zarevich en cambio era un fauno: pequeño, de complexión ligera bajo su uniforme, con las mejillas bonitas y suaves. Yo solo le había visto de lejos antes de aquel día, pero ahora los dos, él y yo, éramos casi adultos; él acabaría con sus tutores y lecciones aquella primavera, y aquel mismo año ocultaría la suavidad infantil de su rostro con su nueva barba, pero aquel día, sus mejillas y barbilla estaban todavía expuestas y le daban un aire amable, y aquello me dio un valor que, de haber mostrado un aspecto más formidable, yo no habría tenido. Comprendí que mi talento me había transportado a una nueva órbita, por un camino que me llevaba mucho más alto, hacia los cielos, y no tuve miedo de volar hacia allí. A los diecisiete años sabía flirtear mucho mejor que Nicolás con veintidós, y estaba dispuesta a hacerlo en cuanto él empezara a hablarme. Al menos eso sí que sabía hacerlo: esperar. Hasta entonces, iba toqueteando los pequeños nomeolvides azules que llevaba cosidos en el vestido para evitar que mis dedos le pellizcasen a él. ¿Y qué me dijo finalmente el zarevich? Miró los vasos sencillos y transparentes que se encontraban ante cada comensal en lugar de mirar mi rostro, que estaba, de eso estoy segura, radiante por la atención de su padre y la proximidad de su heredero. Nunca fui una belleza -mis dos incisivos delanteros estaban inclinados hacia dentro y en cambio los caninos sobresalían, y los tabloides rusos me representaban de esa manera en caricatura-, pero estaba expectante y tenía esos ojos como de hada. Luis XV tenía a sus amantes en el Parc des Cerfs, el parque de las Hadas. En los chismorreos se referirían a mí posteriormente como el hada del Parque de los Ciervos. ¿Qué dijo, pues, el zarevich al hada, mirando hacia la mesa? No se rían. Dijo esto:
– Seguro que no usas vasos como estos para beber en casa.
Fue lo mejor que se le ocurrió. Unos pocos meses después se unió a los húsares y empezó a beber y a irse de juerga con sus compañeros de la Guardia, que le importunaban por su timidez. Pero aquel Niki lento y tímido hizo que mi tarea fuese muy, muy difícil. ¿Vasos? ¿Qué podía decir al respecto? Acostumbrado al fino cristal del Servicio del Ministerio o del Servicio de Petrogrado, seguro que Niki encontraría aquellos vasos bastante bastos, aunque yo nunca me habría dado cuenta. Pero fingí que sí lo había hecho. Sonriendo, con dos dedos di un golpecito en uno de ellos que lo hizo resonar, con un apagado tintineo. El
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