Reyes Calderón Cuadrado
Las Lágrimas De Hemingway
Juan Iturri y Lola MacHor, 1
© 2005, Reyes Calderón Cuadrado
Dicen que el agradecimiento es la memoria del corazón. Por ello, deseo hacer memoria de Miguel Reta, que me presentó a Lentejillo en sus campos de Estella; de Javier Solano que me hizo vivir a destiempo el encierro; de Antonio Miura que me enseñó lo que es la casta; de Ángel Gómez Escorial, que me ofreció su arte a porta gayola; de José María Marco, y con él de toda la Casa de Misericordia. De Rafael Teijeira, Eduardo Ruiz de Erenchun y Elena Iñigo que me mostraron los secretos de las Ciencias forense y penal. De los inspectores José M. Fernández y Jesús García, Brigada de Policía Científica, Cuerpo Nacional de Policía en Pamplona, que ajustaron ficción y realidad; de Ángel Hidalgo, cirujano jefe de la enfermería de la plaza.
Gracias a Rafael Moreno y a Beatriz Guibert, corazón de La Perla, y representantes fidedignos de la Pamplona de toda la vida; a Jaime Ignacio del Burgo, Fernando Hualde y sor Rosario, hermana de la Caridad, que me han enseñado detalles que nunca había visto. A don Juan Ramón Corpas y Carmen Jusué, Esteban López-Escobar, Rafael Domingo y Miguel Alfonso Martínez-Echevarría: gracias por su paciencia y estímulo.
De la alcaldesa Barcina, y del presidente Sanz, no digo nada que no se sepa: me honro de pertenecer a una tierra gobernada con tanta profesionalidady amabilidad.
Agradezco a mis padres que me enseñaran el arte del toreo con capa y espada, y el más difícil: el de la lidia de cada día; a mis hijos que soporten con ilusión el pluriempleo de una madre metida a escritora; a Juan, los veinte años. A todos, sin olvidar a San Fermín, gracias…
When the bulls run through the street
De pronto un gran gentío apareció en la calle, muy apretados, y sin cesar de correr calle arriba en dirección a la plaza de toros. Detrás iba otro grupo de hombres, que aún corrían más, y después los rezagados que más que correr parecían volar. Entre ellos y los toros, que les seguían pisándoles los talones, había un pequeño espacio vacío. Los toros iban galopando, subiendo y bajando la cabeza.
Ernest Hemingway
Fiesta, Cap. XV
De la luna bien poco queda. Lentamente, sin ruido, tímidas luces van seccionando la negrura de la noche hasta rasgar por completo el velo que oculta el alba.
No hace frío, como ocurre en muchas mañanas norteñas, pero desde que dieron las 6, estropajosos nubarrones, negros como toros de lidia, merodean por el cielo. Sin embargo, contienen su aliento. El chubasco, contemplando Pamplona desde el cielo, permanece quieto; dominando el gris, sobresaliendo el negro.
Zascandileando de acá para allá, que para algo es domingo, camina el tiempo hacia su destino: las 6 y cuarto; las 6 y media. Las campanas de San Cernin -joya del gótico y orgullo de los pamploneses- entonan el tercer cuarto cuando el ambiente se tiñe de luto riguroso y los oscuros depredadores se desperezan triturando casi por completo la blanca luz.
Por un instante, el aire se llena nuevamente de reliquias de noche. No obstante, la vivaz melodía de una diana confirma que aquello es un artificio porque, en realidad, es de día. La Banda Municipal de Pamplona -conocida cariñosamente como La Pamplonesa- lleva el ronzal de esa cabalgadura de acordes. Todos saben que no se dejará amedrentar por una colección juguetona de nublados, y por ello los jóvenes siguen sus pasos, pidiendo que repitan el ¡Quinto, levanta!
Mientras en el cielo porfían sol y nubes, los pamploneses levantan sus ojos expectantes. Los toros de Miura, protagonistas involuntarios de la mañana, que se hallan recluidos en el corralillo de Santo Domingo, no disputan ni importunan: aguardan en duermevela, rozando con sus lomos las antiguas murallas de Pamplona.
Las viejas campanas repican otra vez, son las 7 y cuarto. Toda la ciudad está despierta. La Pamplonesa recita un cántico; el aguacero lo aprovecha para adueñarse de la plaza. Llueve; los pamploneses ya saben a qué atenerse. Y, sin embargo, poco importa: con sol o lluvia el calendario va a parir un brillante día de encierro. Nerviosa como una primeriza, y ataviada con sus mejores galas, Pamplona espera el alumbramiento.
Los mozos rezagados, ajenos a las circunstancias, aceleran el paso para situarse entre la plaza del Ayuntamiento y la zona hábil de la Cuesta de Santo Domingo: después de las 7 y media, no se permite a nadie entrar en el recorrido.
Llovizna en gris bemol cuando empieza la cuenta atrás. Como si el aguacero hubiera prendido una invisible mecha, en tropel los balcones de la calle Estafeta se tocan con los colores de la fiesta: rojo por la sangre del Santo moreno; blanco como signo de paz.
Desde ventanas y balconadas, entre el sueño y el embeleso, niños y grandes siguen con atención académica el trabajo de los barrenderos que, retirando despojos de lata y cristal, pulen las losas. La lluvia facilita su trabajo, nadie puede hacerlo más agradable.
Algunos ojean el periódico, morosos de paciencia. Los agoreros confirman que la edición matinal del Diario de Navarra anuncia -con ese eufemismo propio de los meteorólogos- intervalos nubosos.
Las gentes congregadas en el recorrido miran en silencio cómo el cielo destila pizcas de agua templada. Por lo general, la concurrencia toma el infortunio con resignación; algunos, los bullangueros, reciben la lluvia con alegría: poco les importa mojarse por fuera si ya están empapados por dentro. Sin embargo, mirando cómo la amanecida termina en nubarrada, Miguel Reta -veterano pastor navarro- mueve la cabeza con disgusto. A sus treinta y siete años, tiene la experiencia de un anciano sabio, y ésta le dice que esa lluvia no es buen presagio. Sus dos aficiones -el encierro y su ganadería de pedigrí navarro- le permiten conocer de primera mano a aquellos animales y prever que este repentino cambio de tiempo agravará un momento de por sí complicado.
Mientras las hurañas fachadas se zurcen con el alegre colorido de los paraguas, Miguel, erguido en la puerta del corralillo, se lamenta:
– Sí. Este aguacero complicará el encierro. Hay muchos mozos, algunos sobrios, otros macerados en vino, los astados llevarán la divisa verde y grana de Miura… Y además está el suplente.
La luz de julio combate con fiereza, el plomo se intensifica y el chirimiri arrecia.
«Quizás sea verdad», trata de convencerse. «Es posible, como sostienen los entendidos, que la legendaria divisa Miura haya perdido bravura.» Pero en el fondo de su ser, no lo cree. Los críticos taurinos hablan y hablan, pero él conoce el recorrido como la palma de su nudosa mano. Las estadísticas dicen que los miuras respetan el encierro. Por ello hoy ese hierro tomará el recorrido. Sin embargo, siguen siendo toros. «¡Y qué toros!», piensa el pastor, mientras les lanza miradas entre severas y cariñosas. «¿Qué más da una ganadería que otra?» Se trata de una lucha desequilibrada: un toro de 600 kilos, nervioso, arrancado de su ambiente, que corre como alma que lleva el diablo, frente a un mozo de 80, que no es capaz de ganarle en velocidad y carece de defensa.
– Sí -afirma-. Diga lo que diga el Diario de Navarra, hoy habrá trabajo.
Contempla a los astados, que se mueven inquietos, mirando, con recelo a todo el que se acerca. Son unos ejemplares magníficos. Quizás para la lidia sean mejores los pequeños. Pero Miguel piensa en el encierro del 12 de julio, donde corren cinco miuras, que lo son de casta y apariencia: tres de ellos pintan negro azabache; el cuarto es un sardo muy claro; el quinto, castaño bragado. Altos y bien armados, de largo cuello y ancho morro, con frente avacada y cuerpo estirado, permiten a duras penas que la lluvia y la amanecida besen sus enormes cuerpos.
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