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Sue Black - Todo lo que queda: Lo que la ciencia forense nos enseña sobre la naturaleza humana

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    Todo lo que queda: Lo que la ciencia forense nos enseña sobre la naturaleza humana
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    Paidos México
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    2021
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Todo lo que queda: Lo que la ciencia forense nos enseña sobre la naturaleza humana: resumen, descripción y anotación

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Dame Sue Black es una de las científicas forenses más reconocidas del mundo y se enfrenta a la muerte todos los días: analiza restos mortales humanos en su laboratorio, en lugares de entierro y en escenas de violencia, asesinatos y desmembramiento criminal. Sus aportaciones en el análisis de muertes en masa debido a guerras, desastres naturales o accidentes han sido fundamentales. La autora revela los muchos rostros de la muerte que ha llegado a conocer, utilizando distintos casos clave y experiencias de su vida personal para explorar cómo se ha desarrollado la ciencia forense. ¿Esperamos que un texto sobre la muerte sea triste? ¿Macabro? Todo lo que queda no es ninguna de las dos cosas. A pesar de la tragedia, el humor impregna estas historias, volviéndolas tan apasionantes como la mejor de las novelas policiacas. Memorias, divulgación científica y una profunda meditación sobre el fin de la vida, este libro es compasivo, sumamente divertido y pone a la muerte bajo una nueva luz.

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Índice

Para Tom, por siempre mi amor y mi vida.

Y para Beth, Grace y Anna, cada una es mi hija favorita.

Gracias a todos ustedes por hacer que cada momento de mi vida valga la pena.

La muerte no es la mayor pérdida en la vida.
La mayor pérdida es lo que muere dentro
de nosotros mientras estamos vivos.

N ORMAN C OUSINS ,

periodista político (1915-1990)

Yo alrededor de los 2 años L A MUERTE Y EL AGITADO CIRCO QUE LA RODEA quizás - photo 1

Yo, alrededor de los 2 años.

L A MUERTE Y EL AGITADO CIRCO QUE LA RODEA quizás estén más cargados de clichés que casi cualquier otro aspecto de la existencia humana. La muerte es personificada como un ente siniestro, precursora del dolor y la infelicidad, un depredador que persigue y caza desde las sombras, un peligroso ladrón en la noche. Le damos apodos ominosos y crueles: la Parca, el Gran Nivelador, el Ángel Oscuro, el Jinete Pálido, y la representamos como un esqueleto lúgubre, ataviado con una capa oscura, empuñando una guadaña mortal, lista para separar el alma del cuerpo con un golpe letal. A veces es un espectro negro y emplumado que se cierne de forma amenazadora sobre nosotros, sus acobardadas víctimas. Y, a pesar de ser femenina en muchos idiomas donde los sustantivos tienen género (incluyendo latín, francés, español, italiano, polaco, lituano y nórdico), a menudo es representada como un ente masculino.

Tratamos mal a la muerte porque esta se ha convertido en una extraña hostil en el mundo moderno. A pesar de todo el progreso logrado por la humanidad, en cientos de años no hemos avanzado casi nada en descifrar los complejos lazos entre la vida y la muerte. De hecho, en algunos sentidos, quizás estemos más lejos que nunca de comprenderla. Parece que hemos olvidado qué es la muerte y cuál es su propósito, y mientras nuestros antepasados la consideraron casi como una aliada, nosotros elegimos tratarla como una adversaria inoportuna y diabólica que debemos vencer o evitar el mayor tiempo posible.

De entrada, nuestra postura es difamar o deificar a la muerte, a veces vacilamos entre ambos extremos. De cualquier manera, preferimos no mencionarla si podemos evitarlo, pues eso podría animarla a acercársenos demasiado. La vida es luminosa, benevolente y alegre; en cambio, la muerte es oscura, mala y triste. El bien y el mal, la recompensa y el castigo, el cielo y el infierno, blanco y negro… nuestras tendencias linneanas nos llevan a clasificar de forma metódica a la vida y la muerte como opuestos, lo que nos brinda una reconfortante ilusión, un sentido inequívoco de lo correcto y lo incorrecto que destierra a la muerte, quizás injustamente, al lado oscuro.

Como resultado, hemos llegado a temer su presencia como si fuera contagiosa; tememos que, si atraemos su atención, vendrá por nosotros mucho antes de que estemos listos para dejar la vida. Podemos ocultar nuestro miedo, mostrarnos valientes o burlarnos de ella con la esperanza de anestesiarnos ante su picadura. Sin embargo, sabemos que no habrá risas cuando encabecemos su lista y, finalmente, pronuncie nuestro nombre. A una edad muy temprana aprendemos a ser hipócritas, ridiculizándola, torciéndole la boca en señal de burla, mientras que, por otro lado, nos volvemos profundamente reverentes. Aprendemos un nuevo idioma para tratar de limar sus afilados bordes y así mitigar el dolor que nos causa. Hablamos de «perder» a alguien, susurramos sobre su «paso a mejor vida» y, en tonos sombríos y respetuosos, nos compadecemos de los demás cuando un ser querido se ha «ido».

Yo no «perdí» a mi padre, sé exactamente dónde está. Está enterrado en la cima del cementerio de Tomnahurich, en Inverness, en una hermosa caja de madera que nos fue provista por Bill Fraser, el director funerario de la familia. Una caja que mi padre habría aprobado, aunque quizá la hubiera considerado demasiado cara. Lo pusimos en aquel gran hoyo en el suelo, sobre los ataúdes —a punto de desintegrarse— de sus propios padres; ninguno de ellos será ahora más que huesos y los pocos dientes que les quedaban al morir. No es que haya pasado a mejor vida o se haya ido, tampoco está perdido: está muerto. De hecho, es mejor que no haya ido a ninguna parte; eso hubiera sido muy problemático y desconsiderado de su parte. Su vida se extinguió y ninguna retórica eufemística en el mundo podría traerlo de vuelta.

Formo parte de una estricta y práctica familia presbiteriana escocesa, en la cual la empatía y el sentimentalismo a menudo eran considerados debilidades. Me gusta pensar que fue esa educación la que me convirtió en alguien pragmática y dueña de una gruesa coraza, alguien realista y capaz de lidiar con las dificultades. Cuando se trata de la vida y la muerte, no tengo ideas falsas y, al hablar de ellas, trato de ser honesta y sincera, aunque eso no significa que no me importe; no me hace inmune al dolor ni al duelo, ni al mío ni al de los demás. Lo que no tengo es un sentimentalismo melodramático sobre la muerte y los muertos. Como con tanta elocuencia dice Fiona, nuestra inspiradora capellana en la Universidad de Dundee, el consuelo no puede venir de palabras suaves que se dicen desde lejos, a una distancia segura.

Con toda la sofisticación propia del siglo XXI , ¿por qué seguimos optando por protegernos detrás de los conocidos y seguros muros de conformidad y negación, en lugar de abrirnos a la idea de que tal vez la muerte no sea el demonio que tememos? La muerte no necesita ser espeluznante, brutal o grosera. Puede ser silenciosa, pacífica y misericordiosa. Quizá la respuesta es que no confiamos en ella porque no tomamos la decisión consciente de conocerla a cabalidad. No nos tomamos la molestia en el transcurso de nuestras vidas de tratar de entenderla. Si lo hiciéramos, aprenderíamos a aceptarla como una parte integral y necesaria en el proceso de nuestra vida.

Vemos el nacimiento como el comienzo de la vida, y la muerte, como su fin natural. Pero ¿y si la muerte es solo el comienzo de una fase diferente de la existencia? Esta, por supuesto, es la premisa de la mayoría de las religiones que enseñan que no debemos temer a la muerte, ya que no es más que la puerta de entrada a una mejor vida en el más allá. Tales creencias han dado consuelo a muchos a través de los tiempos, y quizás el vacío dejado por la creciente secularización de nuestra sociedad ha contribuido al resurgimiento de una antigua e instintiva, aunque infundada, aversión a la muerte y a todas las trampas que ese miedo conlleva.

Sin importar nuestras creencias, la vida y la muerte son, sin duda, partes indisolubles de un mismo movimiento continuo. Una no existe y no puede existir sin la otra y, sin importar cuánto se esfuerce la medicina moderna por intervenir, la muerte siempre prevalecerá. Ya que no hay forma de evitarla, quizá sería mejor enfocar nuestro tiempo en mejorar y saborear el período entre nuestro nacimiento y nuestra muerte: la vida misma.

Aquí radica una de las diferencias fundamentales entre la patología y la antropología forenses. La patología forense busca evidenciar la causa y la forma de la muerte —es decir, el final del viaje—, mientras que la antropología forense reconstruye la vida, el viaje en sí, en toda su extensión y duración. Nuestro trabajo es reunir aquella identidad construida durante una vida con lo que queda de la forma corpórea en la muerte. Es por eso que la patología y la antropología forenses son socias en la muerte y, desde luego, también en el crimen.

En el Reino Unido, los antropólogos, a diferencia de los patólogos, son científicos en lugar de médicos y, por lo tanto, es poco probable que estén calificados para certificar una muerte o su causa. En estos días de conocimiento científico en constante expansión, no se puede esperar que los patólogos sean expertos en todo, y el antropólogo tiene un papel importante que desempeñar en la investigación de delitos graves que involucren una muerte. Los antropólogos forenses ayudan a desentrañar las pistas asociadas con la identidad de la víctima y pueden ayudar al patólogo a tomar decisiones finales sobre la forma y la causa de la muerte. Cada disciplina aporta sus propias habilidades complementarias y específicas a la mesa mortuoria.

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