Catherine Jinks
El Secreto del Inquisidor
Título original: The secret familiar
© 2006 Catherine Jinks
© de la traducción: Roser Berdagué
En el año 1321, Helié Bernier lleva una vida descansada como fabricante de pergaminos en la ciudad de Narbona, en el sur de Francia. Sin embargo, cuando ya menos se lo espera, su latente pasado le viene a visitar.
Hace algunos años, Bernier, que ha conseguido ocultar su verdadera identidad, trabajó como ayudante del inquisidor de Tolosa, Bernard de Gui. Su función consistía en mezclarse con los sospechosos de herejía y denunciarlos ante las autoridades. De un lugar a otro, Helié pagaba así su pena por haber profesado, cuanto tan sólo era un adolescente, la herejía.
Ahora, transcurrido un tiempo, las circunstancias le obligarán a retomar su antigua actividad. Deberá averiguar el paradero de un agente de la Inquisición desaparecido cuando intentaba desenmascarar a un grupo de beguinos de Narbona. En sus pesquisas, se irá encontrando con pistas falsas y una trama que se complica y se torna más compleja y peligrosa con el paso de los días.
Desde su condición de hombre racional en un mundo que parece enloquecido por la superstición y la irracionalidad, el protagonista deberá llevar a cabo la misión que se le ha encomendado, sin perder de vista su obligación moral de revelar la Verdad.
Extractos del diario de Helié Bernier de Verdun-en-Lauragais (alias Helié Seguier de Carcasona)
Año 1321
I
El jueves después de la fiesta de Epifanía
Aquí estoy bien situado. El sitio fue cuidadosamente elegido. Basta con estar sentado junto a esta ventana para que nadie pueda acercarse a mi casa sin ser visto.
Comparto a uno y otro lado un muro con mis vecinos. El patio trasero de mi casa linda con la muralla de la Cité, y la fachada, que mira a poniente, da a un callejón conocido con el nombre de camino del Muñón, pues está truncado como un miembro amputado.
Desde mi asiento junto a esta ventana diviso todo el camino del Muñón, así como un trozo de la Rué de Sabatayre, que se extiende a continuación. Son calles no muy frecuentadas por gente desconocida. Rara vez las enfilan los peregrinos, debido a que no existen asilos en las inmediaciones. Y los marineros y pescadores sienten preferencia por el suburbio de Villeneuve. El mercado Viejo no está muy cerca.
Así pues, puedo decir que conozco la mayoría de los rostros que descubro a lo largo del día.
Aquella cara de allí, por ejemplo, es la de mi inquilino, Hugues Moresi. Ha salido para ir a beber vino; volverá borracho y pegará a su mujer y yo haré como que no oigo nada. La mujer que está junto a la fuente es mi vecina meridional. Aunque no puedo verle la cara, la reconozco por su vestido rojo Genova y los adornos verdes de la capa. Está hablando con su marido, que acaba de volver del molino o de la panadería (lleva las botas manchadas de harina). El único desconocido a la vista se aleja camino de la Rué de Sabatayre. Tiene el andar propio de quien no está acostumbrado al gentío: intercala en sus zancadas de campesino algún paso vacilante al tratar de esquivar a viandantes más ágiles. Su camisola es de tela de Barcelona, con hilos carmesíes entretejidos con hilos de un rojo cereza intenso. Así pues, supongo que debe de venir de poniente.
De todos modos, seguro que no es de aquí. No es Armand Sanche. Reconocería a Armand Sanche incluso de espaldas. Hoy lo he visto y lo he reconocido al momento, pese a que ahora tiene el pelo gris y la nariz rota.
También él me ha reconocido. Se ha asustado al verme. Ha abierto mucho los ojos y ha vuelto la cabeza para el otro lado. Y enseguida se ha escabullido por la calle de al lado igual que una liebre. No sabría decir si ha venido de visita a Narbona o si ahora vive aquí. Aunque llevaba un jubón de esa tela parda que ha hecho famosa a la ciudad, hoy es fácil comprar tejido narbonés en cualquier parte del mundo. Puedes vivir en Sicilia y vestir como un burgués de Narbona.
¿Qué hará aquí? Esconderse, sin duda. Si se ha asustado al verme es porque huye de algo. A lo mejor se ha escapado de la cárcel. A lo mejor lo han condenado a llevar una cruz amarilla y se la ha arrancado de la ropa. A lo mejor ha prometido dar con el paradero de alguno de sus compañeros herejes y detenerlos a cambio de la libertad. En ese caso habrá faltado a su promesa. Lo lleva escrito en la cara.
A lo mejor ha conseguido burlar a los inquisidores; aunque lo dudo, siempre fue un mentecato.
Recuerdo la última vez que nos vimos; de eso hará unos doce años. Fue en Prunet y faltaba poco para la festividad de la Candelaria. Dormimos en un establo con las ovejas y los bueyes. En parte fue por el frío y en parte porque nos escondíamos. Armand era una de esas almas candidas que abandonaron la sensatez para seguir a Pierre Autier, el famoso cura de los herejes cataros. Y yo lo imitaba lo mejor que sabía.
– Helié -dijo mientras los dos estábamos tumbados en la paja, tratando de repartirnos una manta raída-, ¿has oído hablar de los malos espíritus a los «hombres buenos»?
– Muchas veces -le repliqué.
En realidad, los malos espíritus son uno de los temas favoritos de los curas cataros, conocidos también como «hombres buenos» o perfecti porque no comen carne, van pobremente vestidos y llevan una vida casta que ellos denominan «perfecta».
– Dice Pierre Autier que el aire está lleno de malos espíritus que queman a los buenos espíritus -continuó Armand con su manera trabajosa de hablar-. Y eso es porque, cuando un buen espíritu abandona a un muerto, tiene ansias de encontrar otro cuerpo de carne para morar en él. Porque allí los malos espíritus no pueden quemarlo ni atormentarlo.
– Sí, sí -dije con un bostezo-. ¿Ya qué viene eso?
– Pues…, pues, ¿qué pasa cuando hace tanto frío como hoy? Si los buenos espíritus pueden arder, también se podrán helar, digo yo.
Ya estaba acostumbrado a que Armand me hiciera preguntas de aquella clase. No iba a cometer la tontería de echarme a reír en sus narices ni de mofarme de él. Me abstuve de avisarlo de que las mentiras de los «hombres buenos» le costarían un día la vida.
– La próxima vez que veas a Pierre Autier, pregúntale por los buenos espíritus -le contesté, y me soplé los dedos, que se habían convertido en diez carámbanos privados de tacto y de color.
No creo que Armand volviera a ver nunca a Pierre Autier. A la mañana siguiente, se desplazó a Villemur para reunirse con su primo (que era también un perfectus fugitivo); yo, por mi parte, emprendí el camino del sur en busca de Pierre Autier. Aquel año él era mi presa; me interesaban mucho menos los creyentes insignificantes como Armand Sanche. Armand no era más que un pececillo al lado de la ballena que era Pierre… Y gracias a que era un pececillo, quizás había podido colarse a través de la red. No lo sé. Aunque perseguí al taimado Pierre hasta Belpech y prácticamente lo puse en manos de mi señor, aquel verano él acabó por encontrar su final mientras yo caminaba hacia las montañas. A Pierre lo quemaron, lo sé. Pero igual que pasó respecto a los destinos de sus muchos protectores y seguidores, a mí no se me dijo nada.
Lo que sé seguro es que Armand Sanche ha venido a Narbona. Ha venido y no quiere que lo encuentren. A mí me parece muy bien, porque yo tampoco quiero que me encuentren; ha debido de figurarse que soy un fugitivo, como él. Pero no irá a ver al arzobispo para darle mi nombre, de la misma manera que yo tampoco daré el suyo. Así pues, no tengo que temer nada en lo que respecta a sus intenciones.
Sin embargo, por desgracia, puedo temerlo todo de su falta de caletre. Prescindiendo de lo que haya podido hacer para recuperar (o conservar) la libertad, no la mantendrá por mucho tiempo, de eso estoy seguro. Un día lo cazarán y entonces confesará y mi nombre aflorará en los interrogatorios. ¿Cómo podría ser de otro modo? Entonces me arrancarán el disfraz, pese al esmero que he puesto en vestirlo lo mejor posible, y si las manos que me lo quitan son torpes, mis planes se podrían ir al garete. Tal vez me veré obligado a marcharme antes de despertar una atención que no deseo.
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