El señor inquisidor examina el estilo de vida de los funcionarios permanentes de la Inquisición, los criterios seguidos para su incorporación y promoción y las formas de actuación del Santo Oficio.
Este ensayo fue escrito por Julio Caro Baroja después de una ardua tarea de investigación y en él sostiene que se ha escrito mucho sobre la Inquisición, pero de manera abstracta y que, sin prescindir de tantas interpretaciones, proclamadas por diferentes escuelas y pensadores y realizadas en distintos momentos históricos sobre las actuaciones de la Inquisición, el Santo Oficio debería ser juzgado a partir de las actuaciones de sus verdaderos protagonistas, es decir los señores inquisidores.
La obra constituye el primer capítulo de la recopilación de trabajos El Señor Inquisidor y otras vidas por oficio publicado por Caro Baroja en 1994.
Julio Caro Baroja
El señor inquisidor
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trifidus 22.9.15
Título original: El señor inquisidor
Julio Caro Baroja, 1994
Diseño de cubierta: trifidus
Ilustración de cubierta: Acto de fe presidido por Santo Domingo de Guzmán de Pedro Berruguete
Editor digital: trifidus
Digitalización: trifidus
Corrección de erratas: marianico_elcorto
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A «Itzea».
1. LA INQUISICIÓN SIN INQUISIDORES
Mucho se ha escrito acerca de la Inquisición española y más aún sobre la Inquisición en general. Para cantidad de personas, la existencia prolongada del Santo Oficio ha sido el obstáculo más difícil de salvar en un examen objetivo del Catolicismo. Por otra parte, desde el siglo XVI encontramos no sólo detractores sistemáticos de aquel tribunal ajenos a la fe, sino también católicos sinceros que, cuando menos, discuten o no están de acuerdo con algunos de sus procedimientos y con las derivaciones y consecuencias de éstos. No hay que ser protestante o judío para hallar injustificados o peligrosos procedimientos, tales como el del secreto en las denuncias o las penas trascendentes; lo que de modo más o menos velado o claro se dijo contra la Inquisición en el siglo XVI se convirtió en teoría o teorías profesadas públicamente a fines del siglo XVIII, a veces por hombres de fe indudable, como Jovellanos. Otras, por hombres indecisos en ella. Más tarde, los liberales y librepensadores divulgaron imágenes terroríficas de la Inquisición, y los ultramontanos respondieron a los ataques violentos con apologías más o menos sinceras, pero también impregnadas de romanticismo declamatorio y gesticulante. Del alegato histórico-jurídico del canónigo Llorente, seco y frío producto de la cabeza dieciochesca de un antiguo empleado del Santo Oficio, al neoescolástico de Ortí y Lara hay la misma distancia que existe entre las ideas de Menéndez Pelayo y las de los diputados reformistas de las Cortes de Cádiz, poco más o menos. En nuestros días la tradición menendezpelayesca ha tenido mucha fuerza, por razones que es excusado recordar, en España, claro es. Fuera, las cosas se han visto de modos muy diversos. Aún hay secuaces de la interpretación que pudiéramos llamar popular protestante de los actos del Santo Oficio; de la judaica también. No faltan otras con mayores pretensiones de modernidad y de rigor crítico.
Si personalmente me pudiera trasladar al siglo XIX, creo que estaría más cerca del canónigo riojano que del erudito montañés discurriendo sobre este y otros puntos. Pero cada cual es hijo de su época, y hoy, aunque parezca paradójico, algunos podemos encender una vela al canónigo y otra a su enemigo. Creo que Llorente fue un hombre de mucha mayor buena fe que lo que sostenía don Marcelino, y creo también que si don Marcelino hubiera vivido diez o doce años más habría dicho y escrito cosas muy contrarias a las que dijo y escribió a los veintitantos. Pero, en fin, no voy a lanzarme a la conjetura, y hay que aceptar los escritos como están y cargar la responsabilidad de ellos tanto sobre sus autores como sobre la ocasión en que escribieron.
Conocemos una serie de juicios sobre la Inquisición española de españoles y de extranjeros. Disponemos también de algunos libros densos, como el de Lea (con un aparato crítico aparente más grande que el real), y otros más ligeros en que podemos estudiar los procedimientos y las vicisitudes del tremendo tribunal. Pero esto no nos basta. Cuando una disciplina empieza a tener pretensiones de científica, los que la cultivan procuran siempre reducirla a principios generales; bien sentados éstos, el hombre de ciencia casi nada más puede hacer, según opinión común. Pero esta manera de pensar y proceder, que aún tiene validez para muchos investigadores o averiguadores, desentona con lo más genuino y propio de nuestra época, que es —conforme a expresión memorable de Whitehead— el manifestar un interés vehemente y apasionado por la relación entre los juicios generales y los hechos irreductibles y obstinados; hechos como aquellos a que se refería William James y que tanto le dificultaban el trabajo al escribir sus Principios de Psicología.
En el campo de las Humanidades, la relación se presenta más dificultosa siempre. Vamos a admitir que sabemos mucho respecto a la Inquisición, en principios generales; vamos, incluso, a admitir que era un tribunal loable o detestable. Para el caso es lo mismo. Sabemos todo lo que deseamos saber respecto a su origen, organización, modo de proceder, delitos reales o supuestos sobre los que tema jurisdicción, sus víctimas y su final… Hoy corren interpretaciones marxistas de la Inquisición y justificaciones nacionalistas de la misma. Los marxistas emplean los mismos datos que los nacionalistas… La Iglesia católica adopta una aptitud más reservada que nunca al enfrentarse con la actuación del tribunal en España, Portugal, Italia, América, etcétera.
Pero he aquí que el personaje más destacado en el mismo tribunal no aparece casi en las obras de apologistas, detractores, historiadores, críticos, etc., etc. Sólo los novelistas con instinto certero han hablado de él, pero sin profundizar o sin llegar a las últimas consecuencias. Este personaje al que aludo es el inquisidor, así, con minúscula. Del Inquisidor con mayúscula se ha hablado más. El Inquisidor por antonomasia puede ser Torquemada o el cardenal Cisneros. El Gran Inquisidor, un prelado menos conocido, un cardenal burocrático, como el cardenal Espinosa, don Fernando Niño de Guevara o el cardenal Zapata. ¿Pero quién es, cómo es el inquisidor? Desde fines del siglo XV a comienzos del XIX fue un personaje común en la vida española. En Toledo, en Sevilla, en Granada, en Cuenca, etc., se le veía pasear, departir con canónigos y letrados, con caballeros e hidalgos, con gentes más humildes o más encopetadas también. El inquisidor vivía una temporada más o menos larga como tal; antes y después de serlo ejercía otros cargos. A veces su carrera se estancaba. ¿Era una simple rueda en un engranaje de mecanismo complicado, sujeto sólo a principios generales, o se trataba de un ser con personalidad propia e irreductible? ¿Por dónde comenzaremos a estudiarlo: por lo que tiene de «funcionario», es decir, por su lado general, o por lo que tiene de hombre, con su yo propio? Claro es que parece que hemos de empezar estudiando la especie o el