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Catherine Jinks - El Inquisidor

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El padre Bernard Peyre de la abadía de Lezet, -el inquisidor del título-es el narrador de este bien construido suspense situado en la Francia el siglo XIV, en el que uno de sus superiores, el padre Agustín, es brutalmente asesinado y descuartizado junto con su guardaespaldas. La investigación que inicia el padre Bernard debe desenmascarar al verdadero asesino y revelar las razones de su crimen para salvar a una inocente que ha sido acusada de manera injusta. El Inquisidor, una novela que en ocasiones roza la sátira al hablar de la corrupción eclesiástica y las maquinaciones del clero en la Edad Media, está en la línea del suspense y rigor histórico de El nombre de la rosa. La australiana Catherine Jinks ha conseguido con El Inquisidor dotar de vida, acción y humor una de las épocas más oscuras de la historia francesa y europea.

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Catherine Jinks El Inquisidor Traducción de Camila Batlles Título original - photo 1

Catherine Jinks

El Inquisidor

Traducción de Camila Batlles

Título original: The Inquisitor

© 1999, by Catherine Jinks

Francia, 1318. El padre Bernard Peyre, inquisidor de la abadía de Lezet, es el encargado de investigar el brutal asesinato del padre Augustin y su guardaespaldas, cuyos descuartizados cuerpos han sido descubiertos a las afueras de la ciudad.

El padre Bernard deberá desenmascarar al verdadero asesino y averiguar cuáles fueron los motivos que le indujeron a cometer el crimen, antes de que la inocente que ha sido acusada injustamente muera en la hoguera.

Lo que el padre Bernard desconoce es que él mismo se convertirá en el objetivo de una misteriosa persecución para callar la verdad.

«En la tradición de El nombre de la rosa, Catherine Jinks ha creado una magnífica historia de asesinos, depravación y traición en la Francia del siglo XIV.»

Publishers Weekly

Salutatio

Al ilustrísimo padre Bernard de Landorra, superior general de la Orden de Predicadores.

Bernard Peyre de Prouille, fraile de la misma orden en la ciudad de Lazet, un siervo de escasa utilidad e indigno, os envía saludos con ánimo de súplica.

Cuando el Señor se apareció ante el rey Salomón y le dijo: «Pide lo que deseas que te conceda», el rey Salomón respondió: «Concede a tu siervo un corazón comprensivo para juzgar a tu pueblo, a fin de que pueda discernir entre el bien y el mal». Ése fue el ruego de Salomón, y ése fue también mi ruego durante muchos años, mientras investigaba a todos los herejes y a sus creyentes, fautores, recibidores y defensores en esta provincia de Narbona. No pretendo poseer la sabiduría de Salomón, reverendo padre, pero de una cosa estoy seguro: la búsqueda de la verdad es larga y ardua, como la búsqueda de un hombre en un país extranjero. Es preciso explorar el país, recorrer numerosos caminos y formular numerosas preguntas, antes de hallar al hombre. Así, cabe decir que la búsqueda de la comprensión se asemeja a esa figura retórica que denominamos silogismo, pues al igual que un silogismo pasa de generalidades a particularidades, presentando una verdad inmutable en tanto en cuanto se compone de unas proposiciones auténticas, la comprensión profunda de un acto fatídico deriva del conocimiento de todas las personas, lugares y acontecimientos que lo rodearon o precedieron.

Reverendo padre, necesito vuestra comprensión. Necesito vuestra protección y vuestra estima. Extended vuestra mano contra la ira de mis enemigos, pues han afilado sus lenguas como una serpiente; bajo sus labios guardan el veneno de una víbora. Quizá conozcáis la delicada situación en que me encuentro y rechacéis mi súplica, pero os juro que me han acusado falsamente. Muchas personas han mirado sin ver, prefiriendo dormir satisfechas en la oscuridad de su ignorancia en lugar de contemplar la luz de la verdad. Reverendo padre, os imploro que consideréis esta misiva una luz. Leedla y veréis a lo lejos, y comprenderéis muchas cosas, y perdonaréis muchas cosas. «Bienaventurado aquél a quien le ha sido perdonado su pecado», pero mis pecados son pocos e insignificantes. Es por medio de la culpabilidad y la malicia como he sido cruelmente castigado.

Así pues, a fin de iluminar vuestro camino, en nombre de Dios Todopoderoso y la Santísima Virgen María, madre de Jesús, del bienaventurado Domingo, nuestro padre, y toda la corte celestial, paso a relataros los hechos que tuvieron lugar en la ciudad de Lazet y sus inmediaciones, en la provincia de Narbona, relativos al asesinato de nuestro venerable y respetado hermano Augustin Duese en la festividad de la Natividad de la Santísima Virgen, en el año de la Palabra Encarnada, 1318.

Narratio

La sombra de la muerte

El día que conocí al padre Augustin Duese, pensé: «Ese hombre vive a la sombra de la muerte». Lo pensé, en primer lugar, debido a su aspecto, pálido y desmejorado, como uno de los huesos resecos en la visión de Ezequiel. Era un hombre alto y muy delgado, con la espalda encorvada, la piel cenicienta, las mejillas hundidas, los ojos casi perdidos en unas cuencas profundas y sombrías, el pelo ralo, los dientes cariados, el paso vacilante. Parecía un cadáver andante, y no sólo debido a su avanzada edad. Llegué a la conclusión de que la muerte rondaba cerca de él y le atacaba incesantemente con las armas de la enfermedad: inflamación de las articulaciones, sobre todo en manos y rodillas, mala digestión, vista cansada, estreñimiento, problemas a la hora de orinar. Sólo sus orejas estaban sanas, pues tenía un oído muy fino. (Tengo entendido que su pericia como inquisidor se debía a su capacidad de detectar el tono de falsedad en la voz de una persona.) Asimismo, estoy convencido de que la cualidad penitencial de sus comidas pudo haber contribuido al deterioro de su estómago, obligado a digerir unos alimentos que el mismo Domingo habría rechazado, una comida que me resisto a llamar comida, y que el padre Augustin ingería en porciones muy escasas. Hasta me atrevería a decir que si efectivamente el padre Augustin hubiera estado muerto, quizás habría comido un poco más, aunque imagino que comer abundantes raciones de las vituallas que él prefería, consistentes en pan duro, mondaduras de verduras hervidas y corteza de queso, habría sido más difícil que tragarse un espino. Sin duda, el padre Augustin ofrecía sus sufrimientos como sacrificio al Señor.

A mi entender, una dieta así debe seguirse con menos celo. El Doctor Angélico nos dijo que la austeridad que conlleva la vida religiosa es necesaria para mortificar la carne, pero si la practicamos sin criterio, nos arriesgamos a enfermar. No pretendo decir con esto que el padre Augustin hiciera gala de sus mortificaciones: su abstinencia no era un gesto vano y falso, como aquéllas contra las que nos previene Cristo al condenar a los hipócritas que ayunan con semblante triste y desfiguran sus rostros para dar la impresión de que ayunan. El padre Augustin no era así. Si se mortificaba, era porque se sentía indigno. Pero no se granjeó la amistad de los porqueros del priorato con sus peticiones de nabos enmohecidos y fruta dañada. Las sobras de ese tipo siempre han sido consideradas propiedad de ellos, en la medida en que un lego dominico puede incluso ser dueño de una col. En cierta ocasión comenté al padre Augustin que, mientras él se mataba de hambre, de paso mataba de hambre a nuestros puercos, y unos puercos en ayunas no nos servían de nada.

Él, como es lógico, no respondió. La mayoría de inquisidores que conozco sabe utilizar el silencio con la más experta precisión.

Sea como fuere, el padre Augustin no sólo parecía, y estoy seguro de que se sentía, un hombre moribundo, sino que se comportaba como tal. Me refiero a que parecía tener mucha prisa, como si contara sus días. Y para ofreceros un ejemplo de esta extraña premura, describiré lo que ocurrió poco después de su llegada a Lazet, tres meses antes de su muerte, en respuesta a mi petición de ayuda en la noble tarea de «capturar a los zorros que pretenden destruir las vides del Señor», es decir, arrestar a los enemigos que rodean la Iglesia, la cual se alza como un lirio entre espinas. Sin duda conocéis a esos enemigos. Quizás incluso os hayáis topado con esos divulgadores de doctrina herética, sembradores de discordia, fabricantes de cismas, divisores de la unidad, quienes ponen en tela de juicio la sagrada verdad proclamada por la Santa Sede y mancillan la pureza de la fe con sus enseñanzas erróneas.

Hasta los primeros padres sufrieron la plaga de esos emisarios de Satanás. (¿Acaso no nos aseguró el mismo san Pablo: «Los herejes deben existir para que los elegidos puedan manifestarse entre vosotros»?) Aquí, en el sur, peleamos contra numerosos y perversos dogmas, numerosas sectas pestíferas cuyos nombres y actividades difieren pero cuyo veneno corrompe con los mismos efectos perniciosos. Aquí en el sur, las viejas semillas de la herejía maniquea denunciada por san Agustín han arraigado profundamente, y siguen prosperando, pese a los píos esfuerzos de la santa orden benedictina.

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