Catherine Coulter
Arabella
Magdalaine
Evesham Abbey, cerca de St. Edmunds. Inglaterra, 1790
Magdalaine estaba acostada, sola otra vez, esperando, esperando que el opio aniquilara el dolor devastador que sentía en su cuerpo. Apenas divisaba el alto techo abovedado y las paredes cubiertas con paneles de roble oscuro, a la luz moribunda de la tarde de invierno.
Por lo menos el dolor está disminuyendo, y pronto me veré libre de ese espantoso roer que parece llegarme desde el alma. Por favor, que el efecto del opio dure hasta el fin. Dios, ¿por qué esperó tanto para darme el opio? Porque quería que yo luchara, por eso, pero por fin comprendió que yo no quería luchar, que no quería vivir.
¿Estaba todavía junto a ella? No lo sabía y, en realidad, no le importaba. Había estado junto a ella mucho tiempo. Le había hablado con suavidad, intentando ayudarla, pero no le dio el opio hasta que ella le gritó que la dejara irse, doblada sobre sí misma, por dentro y por fuera. Y ahora, al fin, estaba libre del dolor
Mi pequeña Elsbeth, mi pobre pequeña. Pero ayer te acercaste gateando a mis brazos extendidos. Oh, hija mía, pronto, qué pronto olvidarás a tu mamá. Si pudiese tenerte junto a mí una vez mas… Dios querido, me olvidarás, unos desconocidos recibirán tu amor, y él estará aquí; no yo. Dios, si al menos hubiese podido matarlo…
Pero él vivirá, y yo me pudriré en el maldito cementerio familiar de Deverili, sola y olvidada.
De los ojos almendrados y oscuros de Magdalaine resbalaron lágrimas silenciosas, y corrieron, libres por sus mejillas, pues no había arrugas ni huecos de vejez que impidieran su fluir hacia abajo. Se posaron, fugaces, en la plenitud de los labios, y luego lamió su salobre humedad. Sintió el contacto suave de una tela sobre los labios. ¿Quién la sostenía allí? Era él, lo sabía, aunque no lo reconocía. Era demasiado tarde. Se volvió de nuevo hacia adentro. Había mucho de qué arrepentirse, muy poca cosa que diese significado a su breve vida.
Vamos, Magdalaine, disfruta de los pequeños triunfos, los momentos fugaces de placer Recuerda las victorias. ¿ Por qué no puedo hacerlo? Es ridículo encontrarse tan impotente, tan sola. Un llanto. Es Elsbeth. Por, favor Josette, sácala de la cuna, abrázala con fuerza. Que mi amor fluya hacia ese cuerpo pequeño. Consuélala, protégela, ya que yo no puedo.
Cesó el llanto penetrante, airado de la recién nacida, y Magdalaine se calmó. Apoyó otra vez la cabeza en la almohada cubierta de encajes, y fijó la vista en las oscuras vigas de roble que veía arriba, sobre su cabeza. Lisbeth y Josette estaban allá arriba, en el cuarto de los niños. Estaban muy cerca, a unos minutos. Hacía tan poco tiempo hubiese podido correr escaleras arriba, con paso ligero y seguro, al escuchar el llanto de su pequeña.
No, no tan poco tiempo… hace siglos. Sólo conocerás mi tumba, hija mía. Sólo una placa grabada con el nombre de tu madre. Para ti, no seré más que una piedra gris y un nombre. Habrá una piedra sin vida aplastándome, amortajándome para siempre.
Magdalaine alzó la vista debilitada hacia el gran cuadro de marco dorado que representaba a Evesham Abbey, y que el último conde de Strafford había colgado, orgulloso, sobre el hogar. Como si estuviese en trance, los ojos fijos, clavó la mirada en la pintura, y se sintió como si estuviese de pie en el verde parque ondulado que rodeaba la mansión de ladrillos rojos. Los opulentos árboles de lima que flanqueaban el sendero de grava filtraban el sol radiante, protegiendo sus ojos, y los contornos de tejos y acebo eran tan nítidos que estaba segura de que podría tocarlos y hasta sentir la textura de las hojas si se estirase un poco. Recordó la primera vez que los vio con claridad, con tanta claridad. Y deseó no haberlos visto, no haber ido nunca a esa casa maldita, no haberse casado jamás con ese hombre, el hombre que, supuestamente, la había salvado, si bien sabía que eso era imposible. Sí, se había casado con él y había ido a esa casa, y ahora estaba pagándolo.
Parecía que no podía apartar la vista del cuadro. Cuán ingleses eran los aguilones y las chimeneas que sobrepasaban los muros, y se cernían sobre los techos de pizarra. Cuarenta aguilones: ella los había contado. E inmediatamente detrás de la casa estaba la vieja abadía en ruinas, exhibiendo su elocuente dignidad desde hacía casi cuatrocientos años. El tiempo se había abierto paso, inexorable, penetrando en la argamasa, volteando innumerables trozos de piedra, que se amontonaban en pilas informes. Y aún así, todavía quedaban altos muros de piedra que se alzaban hacia el cielo que, también, algún día se derrumbarían y caerían. Y todo porque un rey había querido divorciarse de la reina y casarse con su querida. Sin embargo, ella amaba las ruinas. Cada piedra estaba cargada de un pasado oscuro y misterioso al que, al principio, le había dado miedo acercarse. Una de esas piedras sería trasladada al cementerio de Strafford, para señalar la tierra en que ella yacería.
La mente de Magdalaine, nublada por el opio, la impulsó a apartar la mirada, a trasladarla hacia la pared que quedaba enfrente de la cama, buscando el extraño panel de roble tallado al que llamaban La Danza de la Muerte. Un esqueleto grotesco, con una espada roma que la mano huesuda blandía en alto, dominaba un grupo de fantasmagóricas figuras demoníacas, y el hueco abismal de su boca parecía emitir un canto sin palabras.
Tengo mucho frío. ¿Por qué no encienden el fuego? Ah, si pudiese meterme bajo las mantas… Pronto estaré mucho más fría; pero no lo sabré, porque estaré muerta.
La mirada de Magdalaine recorrió una vez más la habitación, ya más lentamente, pues una lasitud incontrolable la arrastraba cada vez más hondo. Pronto, no podría volver a emerger. Una lánguida sonrisa se abrió paso hacia su rostro, plegando las tersas mejillas. Era una sonrisa clara, casi triunfal.
He obtenido una victoria final sobre ti, mi señor esposo. Con mi muerte, te derrotaré.
La sonrisa se le congeló en los labios, trazando una línea crispada. Un llanto infantil rompió el silencio.
Se abrió de golpe la puerta del dormitorio.
– Espéreme fuera. Quiero hablar con mi esposa.
El médico se enderezó con lentitud. Aunque era un hombre alto y se irguió en toda su estatura, el conde de Strafford pareció dominar la habitación. Habló en tono brusco, la respiración dura y agitada. El médico no retiró los largos dedos que sujetaban la muñeca de la condesa. Dijo en tono neutro:
– Lo siento, milord, pero eso no será posible.
– Maldición, Branyon, haga lo que le he dicho. Quiero quedarme a solas con mi esposa. Tengo que hacerle unas preguntas, y ya es hora de que las conteste. Déjenos solos, hombre. Tengo derecho.
Mientras el conde se acercaba a zancadas a la cama, el médico observó que sus facciones regulares estaban distorsionadas por el miedo y la furia. Las dos cosas al mismo tiempo… por inexplicable que pareciera.
Con delicadeza, el médico apoyó la mano de la condesa al costado del cuerpo, bajo las mantas. Ese sencillo movimiento le dio tiempo de controlar la irritación hacia el hombre al que odiaba desde que vio cómo trataba a su gentil esposa. Dijo en voz queda:
– Lo siento, milord, pero su señoría está más allá de las palabras. Se ha ido, milord, hace pocos minutos. Al final, no sufrió. Su muerte fue sin dolor.
– ¡No! ¡No, maldito sea!
El conde se precipitó hacia el costado de la cama, apartando con brusquedad al médico.
El médico se apresuró a apartarse. Guardó silencio, mientras el conde contemplaba en silencio el rostro pálido de su esposa, le tomaba la mano y la sacudía. El doctor Branyon apoyó una mano firme en el brazo del conde.
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