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Darynda Jones - (Charley Davidson 04) Cuarta tumba bajo mis pies

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Darynda Jones (Charley Davidson 04) Cuarta tumba bajo mis pies

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Sinopsis

Tras fracasar en su último caso Charley se ha volcado por entero en la autocompasión. Pero cuando se presenta en su casa una mujer convencida de que alguien intenta matarla, nuestra protagonista no tiene más remedio que sacudirse la pena y ponerse manos a la obra. Mientras tanto el macizo hijo de Satán, Reyes Farrow, ha salido de la cárcel y de la vida de Charley, como ella quería. Pero lo cierto es que le está costando mucho mantenerse distanciada de él… Y justo cuando parecía que todo volvía a la normalidad, Charley se ve de nuevo involucrada en un nuevo caso cuyo principal sospechoso es su ardiente ex...


Para Quentin, alcahuete a media jornada y ninja a jornada completa, quien, a pesar de los tiempos que corren, todavía dice cosas como «Gracias, ¡conejito de Pascua!» o «¡Pídola! »


AGRADECIMIENTOS

Este libro le debe un montón de cosas a un montón de personas, y entre las más importantes están mi asombrosa agente, Alexandra Machinist, y mi increíble editora, Jennifer Enderlin. ¡Muchísimas gracias, chicas! Sois impresionantes, y estoy convencida de que ambas lleváis vidas secretas como superheroínas.

Gracias a todos los miembros de Macmillan Audio, y una mención especial a la siempre encantadora Lorelei King, por insuflar vida a mis personajes. Literalmente. Y ya que estamos, gracias también a todo el mundo de St. Martin’s Press, Macmillan y Janklow & Nesbit Associates.

Quiero dedicarles un agradecimiento especial a Jacquelyn Frank y a Natalie Justice, por ponerle título a este libro mientras esperaban un transbordo, agotadas y hechas un desastre después de una conferencia de tres días donde la efervescente Natalie domó al potro mecánico y Jacki se ganó mi corazón en una partida porno de Round Robin. Chicas, sois la bomba.

Muchísimas gracias a Mary Jo, a Mary Ellen y a Bette por las consultas y consejos sobre el trastorno de estrés postraumático. Chicas, me habéis ayudado muchísimo, sobre todo teniendo en cuenta que solo tenía tres días para entregar el libro. Os estoy muy agradecida.

Gracias a ti, Danielle «Dan Dan» Swopes, por darme ideas incluso cuando tu cerebro estaba casi tan machacado como el mío, y a tu maravillosa familia, a la que considero como si fuera mía. Y gracias también a mi verdadera familia (vosotros sabéis quiénes sois), por apoyarme y comprender que me perdiera vacaciones y cumpleaños con la excusa del libro. Tan pronto como cumpla el próximo plazo, haremos una barbacoa.

Un gigantesco agradecimiento a Cait Allison, por leer este libro cuando aún estaba en pañales, por más doloroso que fuera, para darme su opinión. Lo valoro mucho más de lo que te imaginas.

Y, por desgracia, debo admitir que al menos tres de las mejores frases de este libro no proceden de mi retorcida... ejem, quiero decir «vívida» imaginación, sino de las ilustres y en ocasiones aterradoras reflexiones de Jonathan «Doc» Wilson y de Quentin «Q» Eakins. Chicos, sois como los pasteles de harina integral: divertidos y fáciles de digerir.

Y sobre todo gracias a ti, querido lector, por hacer todos mis sueños realidad. O al menos la mayoría de ellos. Tengo uno en el que estoy desnuda en un aeropuerto y... no, tienes razón. Es mejor dejarlo para los profesionales. En cualquier caso, ¡muchísimas gracias! Espero que disfrutes leyendo este libro tanto como yo he disfrutado escribiéndolo.


Capítulo 1

Solo hay dos cosas seguras en la vida. Adivina cuál soy yo.

CHARLEY DAVIDSON,

ÁNGEL DE LA MUERTE

Estaba sentada viendo el canal Compra en Casa con mi difunta tía Lillian, preguntándome cómo habría sido mi vida si no acabara de tomarme una tarrina entera de helado Chocolate Therapy de Ben & Jerry’s con un capuchino de chocolate. Estaba casi segura de que habría sido más o menos igual, pero era algo sobre lo que reflexionar.

El sol de media mañana se colaba entre las persianas y la luz dibujaba líneas de luz sobre mi cuerpo, lo que me daba un alucinante toque de peli de cine negro. Puesto que mi vida había dado un giro definitivo hacia el lado oscuro, el cine negro me quedaba de perlas. Y me habría quedado incluso mejor si no hubiera llevado puesto un pantalón de pijama de La guerra de las Galaxias y una brillante camiseta de tirantes que anunciaba sin tapujos que «Las chicas terrícolas son facilonas». Sin embargo, esa mañana no tenía energías para ponerme algo menos inapropiado. Sufría problemas de apatía desde hacía unas cuantas semanas. Y me había vuelto de repente un poquito agorafóbica. Desde que un hombre llamado Earl me torturó.

Menudo asco.

La tortura, no su nombre.

Mi nombre, en cambio, era Charlotte Davidson, aunque la mayoría de la gente me llamaba Charley.

—¿Puedo hablar contigo, mejillitas de calabaza?

O «mejillitas de calabaza», uno de los muchos apodos cariñosos relacionados con el fruto otoñal que mi tía Lillian se empeñaba en utilizar. La tía Lil murió en la década de los sesenta, y seguía viéndola porque nací siendo un ángel de la muerte, algo que implicaba tres puntos básicos: uno, podía interactuar con los muertos —los difuntos que no cruzaron al otro lado tras su fallecimiento—, y por lo general lo hacía todos los días. Dos, yo era un ser extrabrillante para todos los habitantes del reino espiritual, por lo que los susodichos me veían desde todas las partes del globo. Cuando estaban listos para cruzar, lo hacían a través de mí. Y eso enlazaba con el punto número tres: también era un portal desde el plano terrenal a lo que muchos consideraban el paraíso.

El puesto llevaba consigo algunas cosas más, entre las que se incluían asuntos que ni siquiera había descubierto todavía, pero en eso consistía más o menos mi rutina diaria. El trabajo por el que no recibía ningún sueldo. También era detective privado, aunque eso tampoco pagaba las facturas. Al menos últimamente.

Volví la cabeza para mirar a la tía Lil, que en realidad era mi tía abuela por parte de padre. Era una anciana delgada de ojos grises y pelo azul claro, y dado que los muertos rara vez se cambiaban de ropa, llevaba puesto su atuendo habitual: un chaleco de cuero sobre un muumuu , un vestido hawaiano de flores, y un collar de cuentas de colorines, un conjunto que no dejaba dudas sobre la época en la que murió. También mostraba esa sonrisa cariñosa con un ligero matiz de falta de cordura. Una sonrisa que solo hacía que me resultara aún más adorable. Sentía cierta debilidad por la gente chiflada.

Lo que no me quedaba claro era por qué le gustaba tanto ese vestido, ya que, al ser una mujer tan diminuta, parecía un poste con una tienda de campaña colgando por encima de sus frágiles caderas... No obstante, ¿quién era yo para criticar a nadie?

—Por supuesto que puedes hablar conmigo, tía Lil.

Intenté enderezarme un poco, aunque abandoné el intento en cuanto me percaté de que cualquier clase de movimiento requeriría esfuerzo. Había estado sentada en un sofá u otro durante dos meses, recuperándome de la tortura.

De pronto recordé que el programa de menaje que llevaba esperando toda la mañana estaba al caer. Seguro que la tía Lil lo entendería. Antes de que pudiera decir algo, levanté un dedo para ponerla en pausa.

—Pero ¿nuestra charla podría esperar hasta que termine lo de las sartenes con recubrimiento de piedra? Llevo bastante tiempo detrás de ellas. Llevan recubrimiento. De piedra.

—Tú no cocinas.

En eso tenía razón.

—¿Y qué más da? —Puse mis zapatillas de conejito sobre la mesita de café y crucé las piernas a la altura de los tobillos.

—No sé muy bien cómo decirte esto. —Contuvo la respiración y agachó su cabeza azul.

Me incorporé, alarmada, a pesar del esfuerzo que requería.

—¿Tía Lil?

Su barbilla se llenó de arruguitas de tristeza.

—Yo... creo que estoy muerta.

Parpadeé. La miré fijamente durante un instante. Y luego volví a parpadear.

—Lo sé... —Se sonó la nariz en la gigantesca manga del vestido hawaiano, y las cuentas del collar chocaron entre sí sin hacer ruido. Los objetos inanimados de los difuntos guardaban un espeluznante silencio. Como los mimos. O ese grito que dio Al Pacino en El Padrino III , cuando su hija murió en las escaleras—. Lo sé, lo sé. —Me dio unas palmaditas en el hombro para reconfortarme—. Es difícil de asimilar.

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