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German Lage - Cuarteto para una dama

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German Lage Cuarteto para una dama

Cuarteto para una dama: resumen, descripción y anotación

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CUARTETO PARA UNA DAMA

GERMÁN LAGE

© Germán Lage Rodríguez.

Reservados todos los derechos de edición,

copia y difusión, total o parcial, por cualquier

medio, audiovisual, impreso o electrónico.

ÍNDICE

o.

I

Hace ya tres meses que te fuiste. Durante este tiempo mi vida ha sido la de un autómata. En mi alma hay una sola sensación: soledad, vacío. En mi mente, un sólo pensamiento: tú. Mil veces he recordado los mismos hechos. Una y otra vez he revivido estos diez años de vida juntos tratando de descubrir qué es lo que hice mal para que te hayas ido; intentando comprender por qué no logré retenerte a mi lado, a pesar de tener una hija tuya. Respeté tu trabajo; te di amor, cariño. Estuve solícita para atender tus gustos; mi cuerpo estuvo siempre dispuesto a tus deseos. Y, a pesar de todo, te fuiste. ¿Por qué? ¿Porque te habías cansado de mí? ¿Porque ella supo recuperarte? Quizá haya sido porque, en el fondo, nunca dejaste de quererla y yo fui para ti solo un capricho, un espejismo. ¿O fue, tal vez, por compasión? Cuando te casaste conmigo tus hijos estaban solteros y le hacían compañía. Ahora están los dos casados y ella se ha quedado sola. ¿Es eso lo que te ha movido a volver con ella y dejarme a mí sin importarte que sea yo quien se consuma en la soledad? Porque no me dirás que ella, con sus cincuenta y pico años, te resulta más atractiva que yo con treinta y seis. Eso no te lo creo. Y por más vueltas que le doy, no logro comprender. De todos modos, algo grande debe haber en esa mujer que, después de diez años, es capaz de perdonarte que la hayas abandonado para casarte conmigo, que hayas tenido otra hija y, ahora, sobreponiéndose a todo, te reciba de nuevo a su lado.

Transcurren los días y no puedo dejar de pensar; siempre lo mismo. Belinda me dice que todo pasa en esta vida; que uno, al fin, siempre consigue olvidar. Y tratando de consolarme me pone su ejemplo. Pero yo no logro borrarte de mi mente. Lo suyo fue más grave, lo sé. Le mataron a su hijo, ¿recuerdas? Ya trabajaba en la empresa. Entonces era ayudante en la nave; a secretaria ascendió después. Para ella tuvo que ser muy duro. Solo de imaginar que nuestra Rocío pueda morirse se me parte el alma. Y, si le pasase lo que a su hijo, me moriría yo también. Durante tres días no supieron nada de él y, al cuarto día, lo hallaron en una quebrada con su cuerpo acribillado a cuchilladas. Mientras lo escribo se me hiela la sangre. Sabe que fueron los matones del barrio, pero no han detenido a ninguno. Y, para más dolor, un policía, dándoselas de amigo, le recomendó que no removiese el asunto para evitarse males mayores. ¿Te das cuenta? ¡La pobre, sin poder siquiera reclamar justicia! Y habiendo pasado por todo eso ella trata de consolarme a mí que, en definitiva, lo que me pasó fue que me abandonó mi marido para volver con su anterior esposa. “Eso no es nada, Adela, -me dice-. Hombres hay muchos. Y, si yo pude sobreponerme a lo de mi hijo, ¿no vas a poder tú sobreponerte a lo de tu esposo?” Pero pasan los días y no logro apartarte de mi pensamiento. Tal vez esa obsesión sea el castigo por haber quitado antes el marido a tu esposa. No creo que ella entonces lo pasase mejor. Pero, no vayas a pensar que tenga remordimientos por eso, no. Yo no te pedí que la dejases, fuiste tú quien lo decidió sin preguntarme siquiera. O quizá fuese el destino quien lo dispuso así; no lo sé. Lo que sí sé es que yo llegué a quererte, a enamorarme de ti, sin saber cómo, en un proceso largo, imprevisto. Porque lo nuestro no fue algo impensado, irreflexivo. No fue un flechazo, sino que se fue desarrollando lentamente a lo largo de casi cinco años. Por eso yo no siento remordimientos por el daño hecho a tu esposa. Entonces yo lo estaba pasando tan mal como ahora, porque había roto con mi novio; mejor dicho, él me había dejado. Como puedes ver, no eres el primero que me deja; debería, pues, saber sobreponerme, pero no puedo. Nuestros padres eran amigos de siempre; incluso sus padres habían sido los padrinos de mi hermano. Y, no sé por qué, su madre no veía con buenos ojos nuestro noviazgo. Quizá fuese porque ella veía aquella amistad casi como un parentesco. En todo caso, su concepto sobre las relaciones entre un chico y una chica era un tanto extraño. “Si vas a hacerle alguna faena a alguna chica -había llegado a decirle-, al menos que no sea a la hija de nuestros amigos”. Como si, por fuerza, el chico tuviese que dejar embarazada a la chica y luego abandonarla a su suerte. Aunque no lo creas, Yordi, hay personas con esa mentalidad. Claro que, a lo mejor, ella conocía las verdaderas intenciones de su hijo mejor que yo. ¡Vete tú a saber! En cualquier caso yo le quería y confiaba en él. Pero René -así se llamaba mi novio- cedió a la presión de su madre; poco a poco se fue distanciando de mí y, un buen día, me dejó. ¿Qué puedo decirte, Yordi; qué puedo decirte? Me quedé tan hundida como lo estoy ahora. Para mí aquello también fue doloroso.

Esa era la situación en que yo me hallaba cuando tú y yo nos conocimos aquella tarde en Valle Fresco. Y debo confesarte que, en aquella primera ocasión, me caíste mal, muy mal. Yo subía de la cancha de tenis, cansada, sudorosa, con mi short blanco y mi franela llenos de barro. Tú me echaste un piropo, de mal gusto; reconócelo; de muy mal gusto; algo sobre mis pantorrillas y mis muslos. Lo recuerdo. ¡Claro que lo recuerdo! Pero no lo voy a escribir aquí, para no dejar constancia de tu mal gusto. ¡Claro que mis muslos estaban calientes después de dos horas jugando al tenis! Pero eso nada tenía que ver con “la de en medio”, como tú, groseramente, dijiste. ¡Te pasaste de grosero! Te miré con desprecio y te encontré ridículo con aquella gorrita azul puesta del revés y todo derrengado con aquella cava al hombro. Estabas ridículo; pero la grosería que acababas de decirme hizo que tu rostro quedase grabado en mi mente y me permitiese reconocerte en posteriores encuentros. Entonces yo aún era virgen. Sí, Yordi. ¡Qué tiempos aquellos! Yo tenía 21 años y aún era virgen. Quizá por un exceso de puritanismo; quizá porque René, presionado por su madre, me había respetado en exceso; o porque su torpeza, inexperiencia y timidez no le habían permitido captar mi disposición. En cualquier caso, cuando, después de dos años, rompimos nuestro noviazgo yo seguía siendo virgen. Y no fue contigo con quien perdí mi virginidad, bien lo sabes; fue unos días después de haber oído tu grosería, y un poco por despecho hacia René, sin que tuviera nada que ver contigo. Claro que ¿por qué estoy hablando de “perder” si, en realidad, no perdí nada? Lo propio es decir que hice el amor por primera vez pocos días después de haberte conocido a ti. Lo recuerdo perfectamente. Es una experiencia que una mujer nunca olvida. Quizá por eso en estos días su presencia en mi mente se haya hecho tan obsesiva como la tuya y sienta la necesidad de contarla; ¡quizás, Yordi!, aunque una cosa no haya tenido nada que ver con la otra.

Un día, en clase se sentó a mi lado un chico que hasta entonces me había pasado más bien desapercibido. Coincidíamos solo en algunas materias y no pertenecía al grupo de mis amigos. Al principio él me ignoró a mí y yo a él. Pero, hacia mitad de la clase, quizá por aburrimiento, comenzó a tamborilear con su mano sobre la mesa, captando en mi una atención que el profesor no lograba captar. Era una de las materias opcionales carentes de interés: “Pueblos Precolombinos de Venezuela”. El dedo gordo de su mano me recordó, bueno, lo diré, un pene enhiesto; y mi cuerpo comenzó a excitarse. Voluntariamente dejé volar mi imaginación recreándome en ella y mis pantaletas se humedecieron. Nunca me había ocurrido algo parecido. Me acordé de René y sentí desprecio por él. Durante un buen rato estuve observando aquella mano que se movía como si reprodujese un ritmo de vals, alternando un golpe con el pulgar y dos con la yema de los demás dedos juntos. Y, en un acto de plena consciencia, decidí hacerlo. Sí, Yordi. Nadie me sedujo ni me dejé llevar. Conscientemente lo busqué. Hacía exactamente seis días que había tenido la regla y, por tanto, no corría ningún riesgo. Entonces una chica como yo aún tenía que cuidar esos detalles. Suavemente puse mi mano sobre la suya y la sostuve. El chico dejó de tamborilear. Volvió su rostro hacia mí, y se puso colorado. Evidentemente le había sorprendido. Apreté su mano con la mía y le miré volcando todo mi deseo en aquella mirada, acercando a la vez mi pierna a la suya. Sin duda no se esperaba lo que estaba ocurriendo, pero tampoco era tan quedado como René. Liberó su mano y la puso sobre la mía. Y no se anduvo por las ramas. Al salir de clase, sin soltar mi mano, preguntó: “¿qué prefieres? ¿Vamos a un hotel o lo hacemos en mi carro? Sé de un lugar a unos dos kilómetros de lo más discreto y bucólico”. “Donde tú quieras”, respondí. Le dije que era virgen y él se echó a reír. “¡Vamos, anda! ¿Tú virgen a estas alturas?” “Pues, sí; aunque no te lo creas”. “¿Es que tu novio era maricón?” “Tal vez”. “No te preocupes”, dijo palmeando mi mano con la suya y mirándome dulcemente. En esos momentos sentí amor por él y me dejé llevar confiada. Me condujo a un hotel cercano a la Universidad. “Para que estés más tranquila”, me dijo; y se lo agradecí. Supongo que en una circunstancia así cualquier mujer experimenta una sensación extraña. Yo me sentí confusa. En mi interior se mezclaban sentimientos opuestos: el deseo de hacerlo y el odio hacia René; la confianza e incluso el placer que me proporcionaba ir de la mano de aquel chico y el temor por el hecho de que apenas le conocía. Pero, en ningún momento dudé de lo que iba a hacer. Y no me arrepentí. Él sabía lo que hacía, ya lo creo. Sin prisa, sin ansiedad, me fue llevando hasta el momento preciso y, aunque al romperse el himen, sentí dolor, pude disfrutar a plenitud. ¡Al fin sabía lo que era hacer el amor! Y me sentí dichosa. Permaneció un buen rato abrazado a mí, y mi cuerpo se apaciguó del todo. “¿Quieres repetir?”, me preguntó. “No -dije-. Por hoy, no. Es la primera vez”. Lo comprendió, y me llevó hasta mi casa en su carro. Al despedirle le besé, y le di las gracias. “¿Por qué? -exclamó muy sorprendido-. Supongo que no será la última vez?” “Puede ser”, dije yo. Y fue la última vez. No sé, Yordi, pero aquello había sido para mí como un ritual de iniciación, una especie de bautismo. La introducción al disfrute del cuerpo. Y aquel chico había venido a ser como el oficiante en aquel ritual. Volver a hacerlo con él se me antojaba, no sé por qué, como una profanación. Me solicitó varias veces. A partir de aquel día, en clase se sentaba siempre a mi lado y, debo confesarlo, más de una vez logró excitar mi cuerpo y despertar mi deseo, porque sabía cómo hacerlo. Pero no volví a acostarme con él. Y un buen día dejó de sentarse a mi lado.

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