© Andrew van der Vlies
Y IYUN L I ha sido laureada con numerosos premios, entre los que se cuentan el PEN /Hemingway Award, el Frank O’Connor International Short Story Award y el First Book Award de The Guardian, y ha obtenido una beca de la Fundación MacArthur. Muchos de sus relatos han sido publicados en The New Yorker, que la ha incluido en su lista de los veinte mejores escritores menores de cuarenta años. Es profesora en la Universidad de California, en Davis, y vive con su marido y sus dos hijos.
Un profundo misterio yace en el corazón de esta magnífica novela de Yiyun Li, «una de las mejores novelistas jóvenes de los Estados Unidos» (Newsweek) y célebre autora de Las puertas del paraíso, ganadora del premio PEN / Hemingway. Ambientada entre los Estados Unidos de hoy y la China de la década de 1990, Más generoso que la soledad es la historia de dos mujeres y un hombre, cuyas vidas cambian por un asesinato que quizá uno de ellos cometió.
Cuando Moran, Ruyu y Boyang eran adolescentes, se vieron involucrados en un misterioso «accidente» en el que una amiga ingirió un veneno que la convirtió en un ser vegetativo hasta su muerte. Los tres amigos se distanciaron tras estos eventos. Moran y Ruyu, ya adultas, viven en los Estados Unidos, mientras Boyang es el único que permanece en China; sin embargo, los tres están obsesionados por lo que realmente sucedió ese día, y por la duda sobre sí mismos. En California, Ruyu ayuda a Celia a cuidar de su familia y de su hogar y evita complicaciones, tal como ha hecho toda su vida. En Wisconsin, Moran visita a su ex marido, cuya bondad consiguió que ella superase su inclinación a la soledad. En Pekín, Boyang lucha con su incapacidad para amar y con las incógnitas sobre el accidente ocurrido veinte años antes.
Brillantemente escrita, Más generoso que la soledad resuena con observaciones provocativas sobre la naturaleza humana y sobre la vida. Con una prosa hipnótica y una profunda visión filosófica, Yiyun Li despliega esta notable historia, a la vez que explora el impacto de la personalidad y el pasado en el presente y el futuro de los seres humanos.
Título de la edición original: Kinder Than Solitude
Traducción del inglés: Laura Martín de Dios
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Edición en formato digital: XXXXXX 2016
© Yiyun Li, 2014
Reservados todos los derechos
© de la traducción: Laura Martín de Dios, 2016
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2016
Ilustración de portada: © Emanuela Paci / Arcangel Images, 2016
Conversión a formato digital: Maria Garcia
ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-XXXXX-XX-X
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A Dapeng, Vincent y James
No puedes vivir y haber vivido, mi querido Christophe.
R OMAIN R OLLAND , Jean-Christophe
Capítulo uno
Boyang habría dicho que la pena hacía a las personas menos banales. Sin embargo, la sala de espera del crematorio no se diferenciaba de cualquier otro lugar: el ansia por ser atendido el primero y la sospecha de que los demás habían recibido un trato mejor recordaban el mercado o la bolsa. Un hombre le dio un empujón al tender el brazo para hacerse con varios ejemplares del mismo impreso. Y seguro que no tendrá más de un cuerpo que incinerar, se dijo Boyang, riéndose para sus adentros. El hombre lo fulminó con la mirada, como si la desgracia personal le hubiera concedido el derecho a lo que el mundo no le debía.
Una mujer de negro entró apresuradamente y buscó por todas partes un crisantemo blanco que debía de habérsele caído antes. El funcionario, un anciano, observó mientras la mujer volvía a prendérselo en el cuello de la prenda que llevaba, y sonrió a Boyang.
–No sé por qué no pueden tomarse las cosas con más calma –comentó el hombre cuando Boyang se compadeció de él por lo que tenía que aguantar–. Siempre igual. La gente olvida que quien se precipita sobre los frutos dulces que ofrece la vida también se precipita hacia la muerte.
Boyang se preguntó si el funcionario, una persona que nadie deseaba conocer y que, una vez conocida, pasaba a formar parte de un recuerdo poco grato, encontraba solaz en aquellas palabras. Tal vez también hallaba satisfacción en saber que quienes no lo trataban con consideración acabarían regresando, aunque algo más tiesos. La idea lo congració con el hombre.
Cuando el anciano se acabó el té, se pusieron con el papeleo para la incineración de Shaoai: el certificado de defunción, que recogía como causa de la muerte una insuficiencia respiratoria tras una neumonía aguda, el permiso de residencia con el sello oficial de baja y el carnet de identidad. El funcionario comprobó la documentación con sumo cuidado, incluida la identificación de Boyang, dibujando puntitos debajo de los números y las fechas que Boyang había anotado. El joven se preguntó si el hombre se habría fijado en que Shaoai le sacaba seis años.
–¿Es usted pariente? –preguntó el funcionario cuando levantó la vista.
–Amigo –contestó Boyang, imaginando la decepción en los ojos del anciano al confirmar que el joven no acababa de enviudar a los treinta y siete años. Boyang añadió que Shaoai llevaba veintiuno enferma.
–Menos mal que todo tiene un fin.
No pudo por menos que coincidir con las palabras carentes de consuelo del anciano. Boyang se alegró de haber disuadido a la tía, la madre de Shaoai, de ir al crematorio. No habría sabido protegerla ni de las buenas intenciones ni de la maldad de los extraños, y el dolor de la mujer lo habría incomodado.
El funcionario le dijo que volviera al cabo de dos horas, y Boyang se fue a pasear al Jardín del Verde Perpetuo. Shaoai se habría reído al ver los cipreses y los pinos, los símbolos de la juventud eterna en un crematorio. Se habría burlado del dolor de su madre y del ensimismamiento de Boyang, incluso de su propio y deshonroso fin. Ella mejor que nadie habría sabido sacar provecho a la vida. Con lo que odiaba lo apocado, lo gris y lo corriente, con su mordacidad implacable... Qué lástima que ese filo se hubiera oxidado, pensó Boyang una vez más. El deterioro, que se había alargado demasiado, sólo había conseguido convertir la tragedia en un engorro. Cuando sobreviene la muerte, lo mejor es que ésta concluya su acto aniquilador al primer intento.
En lo alto de la loma, árboles de mayor edad custodiaban elaborados mausoleos. Algunos pájaros, cornejas y urracas, graznaban tan cerca que Boyang podría haberlos alcanzado con una piña, aunque le faltaba el público para hacer algo tan infantil. A pesar del escaso interés de Coco por aquellas cosas, si estuviera allí sabría cómo convertir el tiro en algo gracioso y mostrarse impresionada cuando él le enseñara los piñones que escondía el fruto. Coco tenía veintiún años, aunque ya había adoptado la apatía del que está de vuelta de todo, y sus deseos (demasiado desmedidos para su edad, o demasiado pobres) atañían a las comodidades tangibles y a los bienes materiales.
Al final de un camino había un pabellón que albergaba el busto de bronce de un hombre. Boyang golpeó los pilares con suavidad y, aunque parecían bastante sólidos, la madera no era de buena calidad y la pintura estaba descolorida y se descascarillaba en algunas partes. Según lo que ponía en la placa, la edificación no tenía ni dos años, y el ramo de lirios de plástico que alguien había dejado al pie del letrero parecía más marchito que falso. Desde que la economía había empezado a florecer, daba la impresión de que el tiempo avanzaba a una velocidad vertiginosa en China: lo nuevo envejecía enseguida y lo viejo quedaba relegado al olvido. Algún día él también podría permitirse, si así lo deseaba, que lo convirtieran en un busto de piedra o de metal con el que alcanzar una inmortalidad menor y de la cual pudiera reírse la gente. Con un poco de suerte, Coco, o la mujer que la sustituyera, derramaría una lágrima o dos delante de la tumba... Si no por un mundo en el que él ya no iba a estar, entonces por una juventud desperdiciada a su lado.